ROMANOS

ROMANOS
El alcance o la intención del apóstol al escribir a los Romanos parece haber sido contestar al
incrédulo y enseñar al judío creyente; confirmar al cristiano y convertir al gentil idólatra; y mostrar
al convertido gentil como igual al judío en cuanto a su condición religiosa, y a su rango en el favor
divino. Estos diversos designios se tratan oponiéndose al judío infiel o incrédulo, o discutiendo con
él en favor del cristiano o del creyente gentil. Establece claramente que la manera en que Dios
acepta al pecador, o lo justifica ante sus ojos, es sólo por gracia por medio de la fe en la justicia de
Cristo, sin acepción de naciones. Esta doctrina es aclarada a partir de las objeciones planteadas por
los cristianos judaizantes que favorecían las condiciones de la aceptación con Dios por medio de
una mezcla de la ley y el evangelio, excluyendo a los gentiles de toda participación en las
bendiciones de la salvación efectuada por el Mesías. En la conclusión, pone aún más en vigencia la
santidad por medio de exhortaciones prácticas.
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CAPÍTULO I
Versículos 1—7. Misión del apóstol. 8—15. Ora por los santos de Roma, y dice que desea verlos.
16, 17. El camino del evangelio de la justificación por la fe es para judíos y gentiles. 18—32.
Exposición de los pecados de los gentiles.
Vv. 1—7. La doctrina sobre la cual escribe el apóstol Pablo establece el cumplimiento de las
promesas hechas por medio de los profetas. Habla del Hijo de Dios, Jesús el Salvador, el Mesías
prometido, que vino de David en cuanto a su naturaleza humana, pero que fue declarado Hijo de
Dios por el poder divino que lo resucitó de entre los muertos. La confesión cristiana no consiste en
el conocimiento conceptual o el sólo asentimiento intelectual, y mucho menos, discusiones
perversas, sino en la obediencia. Sólo los llamados eficazmente por Jesucristo son los llevados a la
obediencia de la fe. —Aquí se expone: —1. El privilegio de los cristianos amados por Dios y
miembros de ese cuerpo que es amado. —2. El deber de los cristianos: ser santos, de aquí en
adelante son llamados, llamados a ser santos. El apóstol saluda a éstos deseándoles gracia que
santifique sus almas y paz que consuele sus corazones, las que brotan de la misericordia libre de
Dios, el Padre reconciliado de todos los creyentes, que viene a ellos a través del Señor Jesucristo.
Vv. 8—15. Debemos demostrar amor por nuestros amigos no sólo orando por ellos, sino
alabando a Dios por ellos. Como en nuestros propósitos, y en nuestros deseos debemos acordarnos
de decir, Si el Señor quiere, Santiago iv, 15. Nuestras jornadas son o no prosperadas conforme a la
voluntad de Dios. Debemos impartir prontamente a otros lo que Dios nos ha entregado,
regocijándonos al impartir gozo a los demás, especialmente complaciéndonos en tener comunión
con los que creen las mismas cosas que nosotros. Si somos redimidos por la sangre, y convertidos
por la gracia del Señor Jesús, somos completamente suyos y, por amor a Él, estamos endeudados
con todos los hombres para hacer todo el bien que podamos. Tales servicios son nuestro deber.
Vv. 16, 17. El apóstol expresa en estos versículos el propósito de toda la epístola, en la cual
plantea una acusación de pecaminosidad contra toda carne; declara que el único método de
liberación de la condena es la fe en la misericordia de Dios por medio de Jesucristo y, luego, edifica
sobre ello la pureza del corazón, la obediencia agradecida, y los deseos fervientes de crecer en todos
esas gracias y temperamentos cristianos que nada, sino la fe viva en Cristo, puede producir. —Dios
es un Dios justo y santo, y nosotros somos pecadores culpables. Es necesario que tengamos una
justicia para comparecer ante Él; tal justicia existe, fue traída por el Mesías, y dada a conocer en el
evangelio: el método de aceptación por gracia a pesar de la culpa de nuestros pecados. Es la justicia
de Cristo, que es Dios, la que proviene de una satisfacción de valor infinito. La fe es todo en todo,
en el comienzo y en la continuación de la vida cristiana. No es de la fe a las obras como si la fe nos
pusiera en un estado justificado y, luego, las obras nos mantuvieran allí, pero siempre es de fe en fe:
es la fe que sigue adelante ganándole la victoria a la incredulidad.
Vv. 18—25. El apóstol empieza a mostrar que toda la humanidad necesita la salvación del
evangelio, porque nadie puede obtener el favor de Dios o escapar de su ira por medio de sus propias
obras. Porque ningún hombre puede alegar que ha cumplido todas sus obligaciones para con Dios y
su prójimo, ni tampoco puede decir verazmente que ha actuado plenamente sobre la base de la luz
que se le ha otorgado. La pecaminosidad del hombre es entendida como iniquidad contra las leyes
de la primera tabla, e injusticia contra las de la segunda. La causa de esa pecaminosidad es detener
con injusticia la verdad. Todos hacen más o menos lo que saben que es malo y omiten lo que saben
que es bueno, de modo que nadie se puede permitir alegar ignorancia. El poder invisible de nuestro
Creador y la Deidad están tan claramente manifestados en las obras que ha hecho de modo que
hasta los idólatras y los gentiles malos se quedan sin excusa. Siguieron neciamente la idolatría y las
criaturas racionales cambiaron la adoración del Creador glorioso por animales, reptiles e imágenes
sin sentido. Se apartaron de Dios hasta perder todo vestigio de la verdadera religión, si no lo hubiera
impedido la revelación del evangelio. Porque los hechos son innegables, cualesquiera sean los
pretextos planteados en cuanto a la suficiencia de la razón humana para descubrir la verdad divina y
la obligación moral o para gobernar bien la conducta. Estos muestran simplemente que los hombres
deshonraron a Dios con las idolatrías y supersticiones más absurdas y que se degradaron a sí
mismos con los afectos más viles y las obras más abominables.
Vv. 26—32. La verdad de nuestro Señor se muestra en la depravación horrenda del pagano:
“que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran
malas. Porque todo aquel que hace lo malo, aborrece la luz”. La verdad no era del gusto de ellos.
Todos sabemos cuán pronto se confabula el hombre contra la prueba más evidente para razonar
evitándose creer lo que le disgusta. El hombre no puede ser llevado a una esclavitud más grande que
la de ser entregado a sus propias lujurias. Como a los gentiles no les gustó tener a Dios en su
conocimiento, cometieron delitos totalmente contrarios a la razón y a su propio bienestar. La
naturaleza del hombre, sea pagano o cristiano, aún es la misma; y las acusaciones del apóstol se
aplican más o menos al estado y al carácter de los hombres de todas las épocas, hasta que sean
llevados a someterse por completo a la fe de Cristo, y sean renovados por el poder divino. Nunca
hubo todavía un hombre que no tuviera razón para lamentarse de sus fuertes corrupciones y de su
secreto disgusto por la voluntad de Dios. Por tanto, este capítulo es un llamado a examinarse a uno
mismo, cuya finalidad debe ser la profunda convicción de pecado y de la necesidad de ser liberado
del estado de condenación.
CAPÍTULO II
Versículos 1—16. Los judíos no podían ser justificados por la ley de Moisés más que los gentiles
por la ley de la naturaleza. 17—29. Los pecados de los judíos refutan toda la vana confianza en
sus privilegios externos.
Vv. 1—16. Los judíos se creían pueblo santo, merecedores de sus privilegios por derecho propio,
aunque eran ingratos, rebeldes e injustos, pero se les debe recordar a todos los que así actúan, en
toda nación, época y clase, que el juicio de Dios será conforme al verdadero carácter de ellos. El
caso es tan claro, que podemos apelar a los pensamientos propios del pecador. En todo pecado
voluntario hay desprecio de la bondad de Dios. Aunque las ramificaciones de la desobediencia del
hombre son muy variadas, todas brotan de la misma raíz. Sin embargo, en el arrepentimiento
verdadero debe haber odio por la pecaminosidad anterior dado el cambio obrado en el estado de la
mente que la dispone a elegir lo bueno y rechazar lo malo. También muestra un sentido de
infelicidad interior. Tal es el gran cambio producido en el arrepentimiento, es la conversión, y es
necesario para todo ser humano. La ruina de los pecadores es que caminan tras un corazón duro e
impenitente. Sus obras pecaminosas se expresan con las fuertes palabras “atesoras para ti mismo
ira”. —Nótese la exigencia total de la ley en la descripción del hombre justo. Exige que los motivos
sean puros, y rechaza todas las acciones motivadas por la ambición o por fines terrenales. En la
descripción del injusto, se presenta el espíritu contencioso como el principio de todo mal. La
voluntad humana está enemistada con Dios. Hasta los gentiles, que no tenían la ley escrita, tenían
por dentro lo que les dirigía en cuanto a lo que debían hacer por la luz de la naturaleza. La
conciencia es un testigo que, tarde o temprano, dará testimonio. Al obedecer o desobedecer estas
leyes naturales y sus dictados, las conciencias de ellos los exoneran o los condenan. Nada causa más
terror a los pecadores, y más consuelo a los santos, que Cristo sea el Juez. Los servicios secretos
serán recompensados, los pecados secretos serán castigados entonces y sacados a la luz.
Vv. 17—24. El apóstol dirige su discurso a los judíos y muestra de cuáles pecados eran
culpables a pesar de sus confesiones y vanas pretensiones. La raíz y la suma de toda religión es
gloriarse en Dios creyendo, humilde y agradecidamente. Pero la jactancia orgullosa que se
vanagloria en Dios, y en la profesión externa de su nombre, es la raíz y la suma de toda hipocresía.
El orgullo espiritual es la más peligrosa de todas las clases de orgullo. Un gran mal de los pecados
de los profesante es el deshonor contra Dios y la religión, porque no viven conforme a lo que
profesan. Muchos que descansan en una forma muerta de piedad, son los que desprecian a su
prójimo más ignorante, aunque ellos mismos confían en una forma de conocimiento igualmente
desprovista de vida y poder, mientras algunos que se glorían en el evangelio, llevan vidas impías
que deshonran a Dios y hacen que su nombre sea blasfemado.
Vv. 25—29. No pueden aprovechar las formas, las ordenanzas o las nociones sin la gracia
regeneradora, que siempre lleva a buscar un interés en la justicia de Dios por la fe. Porque no es
más cristiano ahora, de lo que era el judío de antaño, aquel que sólo lo es en lo exterior: tampoco es
bautismo el exterior, en la carne. El cristiano verdadero es aquel que por dentro es un creyente
verdadero con fe obediente. El bautismo verdadero es el del corazón, por el lavado de la
regeneración y la renovación del Espíritu Santo que trae un marco espiritual a la mente y una
voluntad de seguir la verdad en sus caminos santos. Oremos que seamos hechos cristianos de
verdad, no por fuera, sino por dentro; en el corazón y el espíritu, no en la letra; bautizados no tan
sólo con agua sino con el Espíritu Santo; y que nuestra alabanza sea no de los hombres, sino de
Dios.
CAPÍTULO III
Versículos 1—8. Objeciones contestadas. 9—18. Toda la humanidad es pecadora. 19, 20. Judíos y
gentiles no pueden ser justificados por sus obras. 21—31. La justificación es por la libre gracia
de Dios, por fe en la justicia de Cristo, pero la ley no se deroga.
Vv. 1—8. La ley no podía salvar en el pecado ni de los pecados, pero daba ventajas a los judíos para
obtener la salvación. Las ordenanzas establecidas, la educación en el conocimiento del Dios
verdadero y su servicio, y muchos favores hechos a los hijos de Abraham, eran todos medios de
gracia y verdaderamente fueron utilizados para la conversión de muchos. Pero, las Escrituras les
fueron especialmente encargadas a ellos. El goce de la palabra y de las ordenanzas de Dios es la
principal felicidad de un pueblo, pero las promesas Dios las hace sólo a los creyentes, por tanto, la
incredulidad de algunos o de muchos prefesantes no puede inutilizar la efectividad de esta fidelidad.
Él cumplirá las promesas a su pueblo y ejecutará sus amenazas de venganza a los incrédulos. —El
juicio de Dios sobre el mundo deberá silenciar para siempre todas las dudas y especulaciones sobre
su justicia. La maldad y la obstinada incredulidad de los judíos demuestra la necesidad que tiene el
hombre de la justicia de Dios por la fe, y de su justicia para castigar el pecado. Hagamos males para
que nos vengan bienes, es algo más frecuente en el corazón que en la boca de los pecadores; porque
pocos se justificarán a sí mismos en sus malos caminos. El creyente sabe que el deber es de él, y los
acontecimientos son de Dios; y que él no debe cometer ningún pecado ni decir ninguna mentira con
la esperanza, ni con la seguridad, de que Dios se glorifique. Si alguien habla y actúa así, su
condenación es justa.
Vv. 9—18. Aquí se señala nuevamente que toda la humanidad está debajo de la culpa del
pecado como una carga, y está bajo el gobierno y el dominio del pecado, esclavizada por él, para
obrar iniquidad. Varios pasajes de las Escrituras del Antiguo Testamento dejan muy claro esto,
porque describen el estado depravado y corrupto de todos los hombres, hasta que la gracia los
refrena o los cambia. Por grandes que sean nuestras ventajas, estos textos describen a multitudes de
los que se dicen cristianos. Sus principios y su conducta prueban que no hay temor de Dios delante
de sus ojos. Y donde no hay temor de Dios no se puede esperar nada bueno.
Vv. 19, 20. Vano es buscar la justificación por las obras de la ley. Todos deben declararse
culpables. La culpa ante Dios es palabra temible, pero ningún hombre puede ser justificado por una
ley que lo condena por violarla. La corrupción de nuestra naturaleza siempre impedirá toda
justificación por nuestras propias obras.
Vv. 21—26. ¿Debe el hombre culpable permanecer sometido a la ira para siempre? ¿Está la
herida abierta para siempre? No, bendito sea Dios, hay otro camino abierto para nosotros. Es la
justicia de Dios; la justicia en la ordenación, en la provisión y en la aceptación. Es por esa fe que
tiene Jesucristo por su objeto; el Salvador ungido, que eso significa el nombre Jesucristo. La fe
justificadora respeta a Cristo como Salvador en sus tres oficios ungidos: Profeta, Sacerdote y Rey;
esa fe confía en Él, le acepta y se aferra de Él; en todo eso los judíos y los gentiles son, por igual,
bienvenidos a Dios por medio de Cristo. No hay diferencia, su justicia está sobre todo aquel que
cree; no sólo se les ofrece, sino se les pone a ellos como una corona, como una túnica. Es libre
gracia, pura misericordia; nada hay en nosotros que merezca tales favores. Nos llega gratuitamente,
pero Cristo la compró y pagó el precio. La fe tiene consideración especial por la sangre de Cristo,
como la que hizo la expiación. —Dios declara su justicia en todo esto. Queda claro que odia el
pecado, cuando nada inferior a la sangre de Cristo hace satisfacción por el pecado. Cobrar la deuda
al pecador no estaría en conformidad con su justicia, puesto que el Fiador la pagó y Él aceptó ese
pago a toda satisfacción.
Vv. 27—31. Dios ejecutará la gran obra de la justificación y salvación de pecadores desde el
primero al último, para acallar nuestra jactancia. Ahora, si fuésemos salvados por nuestras obras, no
se excluiría la jactancia, pero el camino de la justificación por la fe excluye por siempre toda
jactancia. Sin embargo, los creyentes no son dejados con autorización para transgredir la ley; la fe
es una ley, es una gracia que obra dondequiera obre en verdad. Por fe, que en esta materia no es un
acto de obediencia o una buena obra, sino la formación de una relación entre Cristo y el pecador,
que considera adecuado que el creyente sea perdonado y justificado por amor del Salvador, y que el
incrédulo, que no está unido o relacionado de este modo con Él, permanezca sometido a
condenación. La ley todavía es útil para convencernos de lo que es pasado, y para dirigirnos hacia el
futuro. Aunque no podemos ser salvos por ella como un pacto, sin embargo la reconocemos y nos
sometemos a ella, como regla en la mano del Mediador.
CAPÍTULO IV
Versículos 1—12. La doctrina de la justificación ejemplificada con el caso de Abraham. 13—22.
Recibió la promesa por medio de la justicia de la fe. 23—25. Nosotros somos justificados por la
misma vía de creer.
Vv. 1—12. Para enfrentar los puntos de vista de los judíos, el apóstol se refiere primero al ejemplo
de Abraham, en quien se gloriaban los judíos como su antepasado de mayor renombre. Por exaltado
que fuese en diversos aspectos, no tenía nada de qué jactarse en la presencia de Dios, siendo salvo
por gracia por medio de la fe, como los demás. Sin destacar los años que pasaron antes de su
llamado y los momentos en que falló su obediencia, y aun su fe, la Escritura estableció
expresamente que: “Y creyó a Jehová, y le fue contado por justicia” Génesis xv, 6. —Se observa a
partir de este ejemplo que si un hombre pudiera obrar toda medida exigida por la ley, la recompensa
sería considerada deuda, que evidentemente no fue el caso de Abraham, puesto que la fe le fue
contada por justicia. Cuando los creyentes son justificados por la fe, “les es contado por justicia”,
pero la fe de ellos no los justifica como parte, pequeña o grande, de la justicia propia, sino como
medio designado de unirlos a Aquel que escogió el nombre por el cual debe llamársele: “Jehová
Justicia nuestra”. —La gente perdonada es la única gente bendecida. —Claramente surge de la
Escritura que Abraham fue justificado varios años antes de su circuncisión. Por tanto, es evidente
que este rito no era necesario para la justificación. Era una señal de la corrupción original de la
naturaleza humana. Y era una señal y un sello exterior concebido no solo para ser la confirmación
de las promesas que Dios le había dado a él y a su descendencia, y de la obligación de ellos de ser
del Señor, sino para asegurarle de igual modo que ya era un verdadero partícipe de la justicia de la
fe. Abraham es, de este modo, el antepasado espiritual de todos los creyentes que anduvieron según
el ejemplo de su obediencia de fe. El sello del Espíritu Santo en nuestra santificación, al hacernos
nuevas criaturas, es la evidencia interior de la justicia de la fe.
Vv. 13—22. La promesa fue hecha a Abraham mucho antes de la ley. Señala a Cristo y se
refiere a la promesa, Génesis xii, 3: “y serán benditas en ti todas las familias de la tierra”. La ley
producía ira al indicar que todo transgresor queda expuesto al descontento divino. —Como Dios
tenía la intención de dar a los hombres un título de las bendiciones prometidas, así designó que
fuera por la fe, para que sea totalmente por gracia, para asegurársela a todos los que eran de la
misma fe preciosa de Abraham, fueran judíos o gentiles de todas las épocas. La justificación y la
salvación de los pecadores, el tomar para sí a los gentiles que no habían sido pueblo, fue un
llamamiento de gracia de las cosas que no son como si fueran, y esto de dar ser a las cosas que no
eran, prueba el poder omnipotente de Dios. —Se muestra la naturaleza y el poder de la fe de
Abraham. Creyó el testimonio de Dios y esperó el cumplimiento de su promesa, con una firme
esperanza cuando el caso parecía sin esperanzas. Es debilidad de la fe lo que hace que el hombre se
agobie por las dificultades del camino hacia una promesa. Abraham no la consideró como tema que
admitiera discusión ni debate. La incredulidad se halla en el fondo de todos nuestras dudas de las
promesas de Dios. El poder de la fe se demuestra en su victoria sobre los temores. Dios honra la fe
y la gran fe honra a Dios. —Le fue contada por justicia. La fe es una gracia que, entre todas las
demás, da gloria a Dios. La fe es, claramente, el instrumento por el cual recibimos la justicia de
Dios, la redención que es en Cristo; y aquello que es el instrumento por el cual la tomamos o
recibimos, no puede ser la cosa misma, ni puede ser así tomado y recibido el don. La fe de Abraham
no lo justificó por mérito o valor propio, sino al darle una participación en Cristo.
Vv. 23—25. La historia de Abraham y de su justificación quedó escrita para enseñar a los
hombres de todas las épocas posteriores, especialmente a los que, entonces, se les daría a conocer el
evangelio. Es claro que no somos justificados por el mérito de nuestras propias obras, sino por la fe
en Jesucristo y su justicia; que es la verdad que se enfatiza en este capítulo y el anterior como la
gran fuente y fundamento de todo consuelo. Cristo obró meritoriamente nuestra justificación y
salvación por su muerte y pasión, pero el poder y la perfección de esas, con respecto a nosotros,
depende de su resurrección. Por su muerte pagó nuestra deuda, en su resurrección recibió nuestra
absolución, Isaías liii, 8. Cuando Él fue absuelto, nosotros en Él y junto con Él recibimos el
descargo de la culpa y del castigo de todos nuestros pecados. Este último versículo es una reseña o
un resumen de todo el evangelio.
CAPÍTULO V
Versículos 1—5. Los felices efectos de la justificación por la fe en la justicia de Cristo. 6—11.
Somos reconciliados por su sangre. 12—14. La caída de Adán llevó a toda la humanidad al
pecado y la muerte. 15—19. La gracia de Dios por la justicia de Cristo tiene más poder para
traer salvación de lo que tuvo el pecado de Adán para traer la desgracia. 20, 21. Cómo
sobreabundó la gracia.
Vv. 1—5. Un cambio bendito ocurre en el estado del pecador cuando llega a ser un creyente
verdadero, haya sido lo que fuera. Siendo justificado por la fe tiene paz con Dios. El Dios santo y
justo no puede estar en paz con un pecador mientras esté bajo la culpa del pecado. La justificación
elimina la culpa y, así, abre el camino para la paz. Esta es por medio de nuestro Señor Jesucristo;
por medio de Él como gran Pacificador, el Mediador entre Dios y el hombre. —El feliz estado de
los santos es el estado de gracia. Somos llevados a esta gracia. Eso enseña que no nacemos en este
estado. No podríamos llegar a ese estado por nosotros mismos, sino que somos llevados a él como
ofensores perdonados. Allí estamos firmes, postura que denota perseverancia; estamos firmes y
seguros, sostenidos por el poder de Dios; estamos ahí como hombres que mantienen su terreno, sin
ser derribados por el poder del enemigo. Y los que tienen la esperanza de la gloria de Dios en el
mundo venidero, tienen suficiente para regocijarse en el de ahora. —La tribulación produce
paciencia, no en sí misma ni de por sí, pero la poderosa gracia de Dios obra en la tribulación y con
ella. Los que sufren con paciencia tienen la mayoría de las consolaciones divinas que abundan
cuando abundan las aflicciones. Obra una experiencia necesaria para nosotros. —Esta esperanza no
desilusiona, porque está sellada con el Espíritu Santo como Espíritu de amor. Derramar el amor de
Dios en los corazones de todos los santos es obra de gracia del Espíritu bendito. El recto sentido del
amor de Dios por nosotros no nos avergonzará en nuestra esperanza ni por nuestros sufrimientos
por Él.
Vv. 6—11. Cristo murió por los pecadores; no sólo por los que eran inútiles sino por los que
eran culpables y aborrecibles; por ésos cuya destrucción eterna sería para la gloria de la justicia de
Dios. Cristo murió por salvarnos, no en nuestros pecados, sino de nuestros pecados y, aún éramos
pecadores cuando Él murió por nosotros. Sí, la mente carnal no sólo es enemiga de Dios, sino la
enemistad misma, capítulo viii, 7; Colosenses i, 21. Pero Dios determinó librar del pecado y obrar
un cambio grande. Mientras continúe el estado pecaminoso, Dios aborrece al pecador y el pecador
aborrece a Dios, Zacarías xi, 8. Es un misterio que Cristo muriera por los tales; no se conoce otro
ejemplo de amor, para que bien pueda dedicar la eternidad en adorar y maravillarse de Él. —
Además, ¿qué idea tenía el apóstol cuando supone el caso de uno que muere por un justo? Y eso que
sólo lo puso como algo que podría ser. ¿No era que al pasar este sufrimiento, la persona que se
quería beneficiar, pudiese ser librada? Pero ¿de qué son librados los creyentes en Cristo por su
muerte? No de la muerte corporal, porque todos deben soportarla. El mal, del cual podía efectuarse
la liberación sólo de esta manera asombrosa, debe haber sido mucho más terrible que la muerte
natural. No hay mal al que pueda aplicarse el argumento, salvo el que el apóstol asevera
concretamente, el pecado y la ira, el castigo del pecado determinado por la justicia infalible de
Dios. —Y si, por la gracia divina, así fueron llevados a arrepentirse y a creer en Cristo, y así eran
justificados por el precio de su sangre derramada y por fe en esa expiación, mucho más por medio
del que murió por ellos y resucitó, serán librados de caer en el poder del pecado y de Satanás, o de
alejarse definitivamente de él. El Señor viviente de todos concretará el propósito de su amor al
morir salvando hasta el último de todos los creyentes verdaderos. —Teniendo tal señal de salvación
en el amor de Dios por medio de Cristo, el apóstol declara que los creyentes no sólo se regocijan en
la esperanza del cielo, y hasta en sus tribulaciones por amor de Cristo, sino que también se glorían
en Dios como el Amigo seguro y Porción absolutamente suficiente de ellos, por medio de Cristo
únicamente.
Vv. 12—14. La intención de lo que sigue es clara. Es la exaltación de nuestro punto de vista
acerca de las bendiciones que Cristo nos ha procurado, comparándolas con el mal que siguió a la
caída de nuestro primer padre; y mostrando que estas bendiciones no sólo se extienden para
eliminar estos males, sino mucho más allá. Adán peca, su naturaleza se vuelve culpable y corrupta y
así pasa a sus hijos. Así todos pecamos en él. La muerte es por el pecado, porque la muerte es la
paga del pecado. Entonces entró toda esa miseria que es la suerte debida al pecado: la muerte
temporal, espiritual, y eterna. Si Adán no hubiera pecado no hubiera muerto, pero la sentencia de
muerte fue dictada como sobre un criminal; pasó a todos los hombres como una enfermedad
infecciosa de la que nadie escapa. Como prueba de nuestra unión con Adán, y de nuestra parte en
aquella primera transgresión, observa que el pecado prevaleció en el mundo por mucho tiempo
antes que se diera la ley de Moisés. La muerte reinó ese largo tiempo, no sólo sobre los adultos que
pecaban voluntariamente, sino también sobre multitud de infantes, cosa que muestra que ellos
habían caído bajo la condena en Adán, y que el pecado de Adán se extendió a toda su posteridad.
Era una figura o tipo del que iba a venir como Garantía del nuevo pacto para todos los que estén
emparentados con Él.
Vv. 15—19. Por medio de la ofensa de un solo hombre, toda la humanidad queda expuesta a la
condena eterna. Pero la gracia y la misericordia de Dios y el don libre de la justicia y salvación son
por medio de Jesucristo como hombre: sin embargo, el Señor del cielo ha llevado a la multitud de
creyentes a un estado más seguro y enaltecido que aquel desde el cual cayeron en Adán. Este don
libre no los volvió a poner en estado de prueba; los fijó en un estado de justificación, como hubiera
sido puesto Adán si hubiera resistido. Hay una semejanza asombrosa pese a las diferencias. Como
por el pecado de uno prevalecieron el pecado y la muerte para condenación de todos los hombres,
así por la justicia de uno prevaleció la gracia para justificación de todos los relacionados con Cristo
por la fe. Por medio de la gracia de Dios ha abundado para muchos el don de gracia por medio de
Cristo; sin embargo, las multitudes optan por seguir bajo el dominio del pecado y la muerte en vez
de pedir las bendiciones del reino de la gracia. Pero Cristo no echará afuera a nadie que esté
dispuesto a ir a Él.
Vv. 20, 21. Por Cristo y su justicia tenemos más privilegios, y más grandes que los que
perdimos por la ofensa de Adán. La ley moral mostraba que eran pecaminosos muchos
pensamientos, temperamentos, palabras y acciones, de modo que así se multiplicaban las
transgresiones. No fue que se hiciera abundar más el pecado, sino dejando al descubierto su
pecaminosidad, como al dejar que entre una luz más clara a una habitación, deja al descubierto el
polvo y la suciedad que había ahí desde antes, pero que no se veían. El pecado de Adán, y el efecto
de la corrupción en nosotros, son la abundancia de aquella ofensa que se volvió evidente al entrar la
ley. Los terrores de la ley endulzan más aun los consuelos del evangelio. Así, pues, Dios Espíritu
Santo nos entregó, por medio del bendito apóstol, una verdad más importante, llena de consuelo,
apta para nuestra necesidad de pecadores. Por más cosas que alguien pueda tener por encima de
otro, cada hombre es un pecador contra Dios, está condenado por la ley y necesita perdón. No puede
hacerse de una mezcla de pecado y santidad esa justicia que es para justificar. No puede haber
derecho a la recompensa eterna sin la justicia pura e inmaculada: esperémosla ni más ni menos que
de la justicia de Cristo.
CAPÍTULO VI
Versículos 1, 2. Los creyentes deben morir al pecado, y vivir para Dios. 3—10. Esto es una
demanda de su bautismo cristiano y de su unión con Cristo. 11—15. Vivos para Dios. 16—20.
Libertados del domino del pecado. 21—23. El fin del pecado es muerte, el de la vida eterna, la
santidad.
Vv. 1, 2. El apóstol es muy completo al enfatizar la necesidad de la santidad. No la elimina al
exponer la libre gracia del evangelio, antes bien muestra que la conexión entre justificación y
santidad es inseparable. Sea aborrecido el pensamiento de seguir en pecado para que abunde la
gracia. Los creyentes verdaderos están muertos al pecado, por tanto, no deben seguirlo. Nadie puede
estar vivo y muerto al mismo tiempo. Necio es quien, deseando estar muerto al pecado, piensa que
puede vivir en él.
Vv. 3—10. El bautismo enseña la necesidad de morir al pecado y ser como haber sido sepultado
de toda empresa impía e inicua, y resucitar para andar con Dios en una vida nueva. Los profesantes
impíos pueden tener la señal externa de una muerte al pecado y de un nuevo nacimiento a la
justicia, pero nunca han pasado de la familia de Satanás a la de Dios. —La naturaleza corrupta,
llamada hombre viejo, porque derivó de Adán nuestro primer padre, en todo creyente verdadero está
crucificada con Cristo por la gracia derivada de la cruz. Está debilitada y en estado moribundo,
aunque todavía lucha por la vida, y hasta por la victoria. Pero todo el cuerpo de pecado, sea lo que
sea que no concuerde con la santa ley de Dios, debe ser desechado para que el creyente no sea más
esclavo del pecado, sino que viva para Dios y halle dicha en su servicio.
Vv. 11—15. Aquí se estipulan los motivos más fuertes contra el pecado, y para poner en
vigencia la obediencia. Siendo liberado del reinado del pecado, hecho vivo para Dios, y teniendo la
perspectiva de la vida eterna, corresponde a los creyentes interesarse mucho por hacer progresos a
ella, pero como las lujurias impías no han sido totalmente desarraigadas en esta vida, la
preocupación del cristiano debe ser la de resistir sus indicaciones, luchando con fervor para que, por
medio de la gracia divina, no prevalezcan en este estado mortal. Aliente al cristiano verdadero el
pensamiento de que este estado pronto terminará, en cuanto a la seducción de las lujurias que, tan a
menudo, le dejan confundido y le inquietan. Presentemos todos nuestros poderes como armas o
instrumentos a Dios, listos para la guerra y para la obra de justicia a su servicio. —Hay poder para
nosotros en el pacto de gracia. El pecado no tendrá dominio. Las promesas de Dios para nosotros
son más poderosas y eficaces para mortificar el pecado que nuestras promesas a Dios. El pecado
puede luchar en un creyente real y crearle una gran cantidad de trastornos, pero no le dominará;
puede que lo angustie, pero no lo dominará. ¿Alguno se aprovecha de esta doctrina estimulante para
permitirse la práctica de cualquier pecado? Lejos estén pensamientos tan abominables, tan
contrarios a las perfecciones de Dios, y al designio de su evangelio, tan opuestos al ser sometido a
la gracia. ¿Qué motivo más fuerte contra el pecado que el amor de Cristo? ¿Pecaremos contra tanta
bondad y contra una gracia semejante?
Vv. 16—20. Todo hombre es el siervo del amo a cuyos mandamientos se rinde, sean las
disposiciones pecaminosas de su corazón en acciones que llevan a la muerte, o la nueva obediencia
espiritual implantada por la regeneración. Ahora se regocija el apóstol porque ellos obedecieron de
todo corazón el evangelio en el cual fueron puestos como en un molde. Así como el mismo metal se
hace vaso nuevo cuando es fundido y se vuelve a echar en otro molde, así el creyente ha llegado a
ser nueva criatura. Hay una gran diferencia en la libertad de mente y de espíritu, tan opuesta al
estado de esclavitud, que tiene el cristiano verdadero al servicio de su justo Señor, a quien puede
considerar su Padre, y por la adopción de la gracia, considerarse hijo y heredero de Aquel. El
dominio del pecado consiste en ser esclavos voluntarios; no en ser arrasados por un poder odiado,
mientras se lucha por la victoria. Los que ahora son los siervos de Dios fueron una vez los esclavos
del pecado.
Vv. 21—23. El placer y el provecho del pecado no merecen ser llamados fruto. Los pecadores
no están más que arando iniquidad, sembrando vanidad y cosechando lo mismo. La vergüenza vino
al mundo con el pecado y aún sigue siendo su efecto seguro. El fin del pecado es la muerte. Aunque
el camino parezca placentero e invitador, de todos modos al final habrá amargura. —El creyente es
puesto en libertad de esta condenación, cuando es hecho libre del pecado. Si el fruto es para
santidad, si hay un principio activo de gracia verdadera y en crecimiento, el final será la vida eterna,
¡un final muy feliz! Aunque el camino es cuesta arriba, aunque es estrecho, espinoso y tentador, no
obstante, la vida eterna en su final está asegurada. La dádiva de Dios es la vida eterna. Y este don es
por medio de Jesucristo nuestro Señor. Cristo la compró, la preparó, nos prepara para ella, nos
preserva para ella; Él es el todo en todo de nuestra salvación.
CAPÍTULO VII
Versículos 1—6. Los creyentes están unidos con Cristo para llevar fruto para Dios. 7—13. El uso y
la excelencia de la ley. 14—25. Los conflictos espirituales entre la corrupción y la gracia en el
creyente.
Vv. 1—6. Mientras el hombre continúe bajo el pacto de la ley, y procure justificarse por su
obediencia, sigue siendo en alguna forma esclavo del pecado. Nada sino el Espíritu de vida en
Cristo Jesús, puede liberar al pecador de la ley del pecado y la muerte. Los creyentes son liberados
del poder de la ley, que los condena por los pecados cometidos por ellos, y son librados del poder de
la ley que incita y provoca al pecado que habita en ellos. Entienda esto, no de la ley como regla,
sino como pacto de obras. —En profesión y privilegio estamos bajo un pacto de gracia, y no bajo
un pacto de obras; bajo el evangelio de Cristo, no bajo la ley de Moisés. La diferencia se plantea
con el símil o figura de estar casado con un segundo marido. El segundo matrimonio es con Cristo.
Por la muerte somos liberados de la obligación a la ley en cuanto al pacto, como la esposa lo es de
sus votos para el primer marido. En nuestro creer poderosa y eficazmente estamos muertos para la
ley , y no tenemos más relación con ella que el siervo muerto, liberado de su amo, la tiene con el
yugo de su amo. El día en que creímos es el día en que somos unidos al Señor Jesús. Entramos en
una vida de dependencia de Él y de deber para con Él. Las buenas obras son por la unión con
Cristo; como el fruto de la vid es el producto de estar en unión con sus raíces, no hay fruto para
Dios hasta que estemos unidos con Cristo. La ley, y los esfuerzos más grandes de uno bajo la ley,
aun en la carne, bajo el poder de principios corruptos, no pueden enderezar el corazón en cuanto al
amor de Dios, ni derrotar las lujurias mundanas, o dar verdad y sinceridad en las partes internas, ni
nada que venga por el poder especialmente santificador del Espíritu Santo. Sólo la obediencia
formal de la letra externa de cualquier precepto puede ser cumplida por nosotros sin la gracia
renovadora del nuevo pacto, que crea de nuevo.
Vv. 7—13. No hay manera de llegar al conocimiento del pecado, que es necesario para el
arrepentimiento y, por tanto, para la paz y el perdón, sino tratando nuestros corazones y vidas con la
ley. En su propio caso el apóstol no hubiera conocido la pecaminosidad de sus pensamientos,
motivos y acciones sino por la ley. Esa norma perfecta mostró cuán malo era su corazón y su vida,
probando que sus pecados eran más numerosos de lo que había pensado antes, pero no contenía
ninguna cláusula de misericordia o gracia para su alivio. —Ignora la naturaleza humana y la
perversidad de su propio corazón aquel que no advierte en sí mismo la facilidad para imaginar que
hay algo deseable en lo que está fuera de su alcance. Podemos captar esto en nuestros hijos, aunque
el amor propio nos enceguezca al respecto en nosotros mismos. Mientras más humilde y espiritual
sea un cristiano, más verá que el apóstol describe al creyente verdadero, desde sus primeras
convicciones de pecado hasta su mayor progreso en la gracia, durante este presente estado
imperfecto. San Pablo fue una vez fariseo, ignorante de la espiritualidad de la ley, que tenía cierto
carácter correcto sin conocer su depravación interior. Cuando el mandamiento llegó a su conciencia
por la convicción del Espíritu Santo, y vio lo que exigía, halló que su mente pecaminosa se
levantaba en contra. Al mismo tiempo sintió la maldad del pecado, su propio estado pecaminoso, y
que era incapaz de cumplir la ley y que era como un criminal condenado. —Sin embargo, aunque el
principio del mal en el corazón humano produce malas motivaciones, y más aun tomando ocasión
por el mandamiento; de todos modos la ley es santa, y el mandamiento, santo, justo y bueno. No es
favorable al pecado lo que lo busca en el corazón y lo descubre y reprueba en su accionar interior.
Nada es tan bueno que una naturaleza corrupta y viciosa no pervierta. El mismo calor que ablanda
la cera endurece al barro. El alimento o el remedio, cuando se toman mal, pueden causar la muerte,
aunque su naturaleza es nutrir o sanar. La ley puede causar la muerte por medio de la depravación
del hombre, pero el pecado es el veneno que produce la muerte. No la ley, sino el pecado
descubierto por la ley fue hecho muerte para el apóstol. La naturaleza destructora del pecado, la
pecaminosidad del corazón humano son claramente señalados aquí.
Vv. 14—17. Comparado con la santa regla de conducta de la ley de Dios, el apóstol se halló tan
lejos de la perfección que le pareció que era carnal; como un hombre que está vendido contra su
voluntad a un amo odiado, del cual no puede ser liberado. El cristiano verdadero sirve
involuntariamente a ese amo odiado, pero no puede sacudirse la cadena humillante hasta que lo
rescata su Amigo poderoso y la gracia de lo alto. El mal remanente de su corazón es un estorbo real
y humillante para que sirva a Dios como lo hacen los ángeles y los espíritus de los justos
perfeccionados. Este fuerte lenguaje fue el resultado del gran avance en santidad de San Pablo, y de
la profundidad de la humillación de sí mismo y el odio por el pecado. Si no entendemos este
lenguaje se debe a que estamos tan detrás de él en santidad, en el conocimiento de la espiritualidad
de la ley de Dios y del mal de nuestros propios corazones y del odio del mal moral. Muchos
creyentes han adoptado el lenguaje del apóstol, demostrando que es apto para sus profundos
sentimientos de aborrecimiento del pecado y humillación de sí mismos. —El apóstol se expande en
cuanto al conflicto que mantenía diariamente con los vestigios de su depravación original. Fue
tentado frecuentemente en temperamento, palabras o actos que él no aprobaba o no permitía en su
juicio y en afecto renovado. Distinguiendo su yo verdadero, su parte espiritual, del yo o carne, en
que habita el pecado, y observando que las acciones malas eran hechas, no por él, sino por el
pecado que habita en él, el apóstol no quiso decir que los hombres no sean responsables de rendir
cuentas de sus pecados, sino que enseña el mal de sus pecados demostrando que todos lo están
haciendo contra su razón y su conciencia. El pecado que habita en un hombre no resulta ser quien le
manda o le domina; si un hombre vive en una ciudad o en un país, aún puede no reinar ahí.
Vv. 18—22. Mientras más puro y santo sea el corazón, será más sensible al pecado que
permanece en él. El creyente ve más de la belleza de la santidad y la excelencia de la ley. Sus
deseos fervientes de obedecer aumentan a medida que crece en la gracia. Pero no hace todo el bien
al cual se inclina plenamente su voluntad; el pecado siempre brota en él a través de los vestigios de
corrupción, y a menudo, hace el mal aunque contra la decidida determinación de su voluntad. —Las
presiones del pecado interior apenaban al apóstol. Si por la lucha de la carne contra el Espíritu,
quiso decir que él no podía hacer ni cumplir como sugería el Espíritu, así también, por la eficaz
oposición del Espíritu, no podía hacer aquello a lo cual la carne lo impelía. ¡Qué diferente es este
caso del de los que se sienten cómodos con las seducciones internas de la carne que les impulsan al
mal! ¡Estos, contra la luz y la advertencia de su conciencia, siguen adelante, hasta en la práctica
externa, haciendo el mal, y de ese modo, con premeditación, siguen en el camino a la perdición!
Porque cuando el creyente está bajo la gracia, y su voluntad está en el camino de la santidad, se
deleita sinceramente en la ley de Dios y en la santidad que exige, conforme a su hombre interior; el
nuevo hombre en él, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad.
Vv. 23—25. Este pasaje no representa al apóstol como uno que anduviera en pos de la carne,
sino como uno que se disponía de todo corazón no andar así. Si hay quienes abusan de este pasaje,
como también de las demás Escrituras, para su propia destrucción, los cristianos serios encuentran,
no obstante, causa para bendecir a Dios por haber provisto así para su sostenimiento y el consuelo.
No tenemos que ver defectos en la Escritura, porque los cegados por sus propias lujurias abusen de
ellas, ni tampoco de ninguna interpretación justa y bien respaldada de ellas. Ningún hombre que no
esté metido en este conflicto puede entender claramente el significado de estas palabras, ni juzgar
rectamente acerca de este conflicto doloroso que llevó al apóstol a lamentarse de sí mismo como
miserable, constreñido a hacer lo que aborrecía. —No podía librarse a sí mismo y esto le hacía
agradecer más fervorosamente a Dios el camino de salvación revelado por medio de Jesucristo, que
le prometió la liberación final de este enemigo. Así, pues, entonces, dice él, yo mismo, con mi
mente, mi juicio consciente, mis afectos y propósitos de hombre regenerado por gracia divina, sirvo
y obedezco la ley de Dios; pero con la carne, la naturaleza carnal, los vestigios de la depravación,
sirvo a la ley del pecado, que batalla contra la ley de mi mente. No es que la sirva como para vivir
bajo ella o permitirla, sino que es incapaz de librarse a sí mismo de ella, aun en su mejor estado, y
necesitando buscar ayuda y liberación fuera de sí mismo. Evidente es que agradece a Dios por
Cristo, como nuestro libertador, como nuestra expiación y justicia en Él mismo, y no debido a
ninguna santidad obrada en nosotros. No conocía una salvación así, y rechazó todo derecho a ella.
Está dispuesto a actuar en todos los puntos conforme a la ley, en su mente y conciencia, pero se lo
impedía el pecado que lo habitaba, y nunca alcanzó la perfección que la ley requiere. ¿En qué puede
consistir la liberación para un hombre siempre pecador, sino la libre gracia de Dios según es
ofrecida en Cristo Jesús? El poder de la gracia divina y del Espíritu Santo podrían desarraigar el
pecado de nuestros corazones aun en esta vida, si la sabiduría divina lo hubiese adecuado. Pero se
sufre, para que los cristianos sientan y entiendan constante y completamente el estado miserable del
cual los salva la gracia divina; para que puedan ser resguardados de confiar en sí mismos; y que
siempre puedan sacar todo su consuelo y esperanza de la rica y libre gracia de Dios en Cristo.
CAPÍTULO VIII
Versículos 1—9. La libertad de los creyentes respecto de la condenación. 10—17. Sus privilegios
por ser los hijos de Dios. 18—25. Sus esperanzas ante las tribulaciones. 26, 27. La ayuda del
Espíritu Santo en la oración. 28—31. Su interés en el amor de Dios. 32—39. Triunfo final por
medio de Cristo.
Vv. 1—9. Los creyentes pueden ser castigados por el Señor, pero no serán condenados con el
mundo. Por su unión con Cristo por medio de la fe, están seguros. ¿Cuál es el principio de su andar:
la carne o el Espíritu, la naturaleza vieja o la nueva, la corrupción o la gracia? ¿Para cuál de estos
hacemos provisión, por cuál somos gobernados? La voluntad sin renovar es incapaz de obedecer
por completo ningún mandamiento. La ley, además de los deberes externos, requiere obediencia
interna. Dios muestra su aborrecimiento del pecado por los sufrimientos de su Hijo en la carne, para
que la persona del creyente fuera perdonada y justificada. Así, se satisfizo la justicia divina y se
abrió el camino de la salvación para el pecador. El Espíritu escribe la ley del amor en el corazón, y
aunque la justicia de la ley no sea cumplida por nosotros, de todos modos, bendito sea Dios, se
cumple en nosotros; en todos los creyentes hay quienes responden a la intención de la ley. —El
favor de Dios, el bienestar del alma, los intereses de la eternidad, son las cosas del Espíritu que
importan a quienes son según el Espíritu. ¿Por cuál camino se mueven con más deleite nuestros
pensamientos? ¿Por cuál camino van nuestros planes e ingenios? ¿Somos más sabios para el mundo
o para nuestras almas? Los que viven en el placer están muertos, 1 Timoteo v, 6. El alma santificada
es un alma viva, y esa vida es paz. La mente carnal no es sólo enemiga de Dios, sino la enemistad
misma. El hombre carnal puede, por el poder de la gracia divina, ser sometido a la ley de Dios, pero
la mente carnal, nunca; esta debe ser quebrantada y expulsada. —Podemos conocer nuestro estado y
carácter verdadero cuando nos preguntamos si tenemos o no el Espíritu de Dios y de Cristo,
versículo 9. Vosotros no estáis en la carne, sino en el Espíritu. Tener el Espíritu de Cristo significa
haber cambiado el designio en cierto grado al sentir que había en Cristo Jesús, y eso tiene que
notarse en una vida y una conversación que corresponda a sus preceptos y a su ejemplo.
Vv. 10—17. Si el Espíritu está en nosotros, Cristo está en nosotros. Él habita en el corazón por
fe. La gracia en el alma es su nueva naturaleza; el alma está viva para Dios y ha comenzado su santa
felicidad que durará para siempre. La justicia imputada de Cristo asegura al alma, la mejor parte, de
la muerte. De esto vemos cuán grande es nuestro deber de andar, no en busca de la carne, sino en
pos del Espíritu. Si alguien vive habitualmente conforme a las lujurias corruptas, ciertamente
perecerá en sus pecados, profese lo que profese. ¿Y puede una vida mundana presente, digna por un
momento, ser comparada con el premio noble de nuestro supremo llamamiento? Entonces, por el
Espíritu esforcémonos más y más en mortificar la carne. —La regeneración por el Espíritu Santo
trae al alma una vida nueva y divina, aunque su estado sea débil. Los hijos de Dios tienen al
Espíritu para que obre en ellos la disposición de hijos; no tienen el espíritu de servidumbre, bajo el
cual estaba la Iglesia del Antiguo Testamento, por la oscuridad de esa dispensación. El Espíritu de
adopción no estaba, entonces, plenamente derramado. Y, se refiere al espíritu de servidumbre, al
cual estaban sujetos muchos santos en su conversión. —Muchos se jactan de tener paz en sí
mismos, a quienes Dios no les ha dado paz; pero los santificados, tienen el Espíritu de Dios que da
testimonio a sus espíritus que les da paz a su alma. —Aunque ahora podemos parecer perdedores
por Cristo, al final no seremos, no podemos ser, perdedores para Él.
Vv. 18—25. Los sufrimientos de los santos golpean, pero no más hondo que las cosas del
tiempo, sólo duran el tiempo actual, son aflicciones leves y sólo pasajeras. ¡Cuán diferentes son la
sentencia de la palabra y el sentimiento del mundo respecto de los sufrimientos de este tiempo
presente! Indudablemente toda la creación espera con anhelosa expectativa el período en que se
manifiesten los hijos de Dios en la gloria preparada para ellos. Hay impureza, deformidad y
enfermedad que sobrevinieron a la criatura por la caída del hombre. Hay enemistad de una criatura
contra otra. Son utilizadas, más bien se abusa de ellas, por el hombre como instrumentos de pecado.
Sin embargo, este estado deplorable de la creación está “con esperanza”. Dios lo librará de estar así
mantenida en esclavitud por la depravación del hombre. Las miserias de la raza humana, por medio
de la maldad propia de cada uno y de unos con otros, declaran que el mundo no siempre continúa
como está. —Que nosotros hayamos recibido las primicias del Espíritu, vivifica nuestros deseos,
anima nuestras esperanzas y eleva nuestra expectativa. El pecado fue y es la causa culpable de todo
el sufrimiento que existe en la creación de Dios. El pecado trajo los ayes de la tierra; enciende las
llamas del infierno. En cuanto al hombre, ninguna lágrima ha sido derramada, ningún lamento se ha
emitido, ninguna punzada se ha sentido, en cuerpo o mente, que no haya procedido del pecado. Esto
no es todo: hay que considerar que el pecado afecta la gloria de Dios. ¡Con cuánta temeridad,
temible, mira el grueso de la humanidad a esto! —Los creyentes han sido llevados a un estado de
seguridad, pero su consuelo consiste más bien en esperanza que en deleite. No pueden ser sacados
de esta esperanza por la expectativa vana de hallar satisfacción en las cosas del tiempo y de los
sentidos. Necesitamos paciencia, nuestro camino es áspero y largo, pero el que ha de venir, vendrá
aunque parezca que tarda.
Vv. 26, 27. Aunque las dolencias de los cristianos son muchas y grandes, de modo que serían
vencidos si fueran dejados a sí mismos, el Espíritu Santo los sostiene. El Espíritu, como Espíritu
iluminador, nos enseña por qué cosa orar; como Espíritu santificador obra y estimula las gracias
para orar; como Espíritu consolador, acalla nuestros temores y nos ayuda a superar todas las
desilusiones. El Espíritu Santo es la fuente de todos los deseos que tengamos de Dios, los cuales
son, a menudo, más de lo que pueden expresar las palabras. El Espíritu que escudriña los corazones
puede captar la mente y la voluntad del espíritu, la mente renovada, y abogar por su causa. El
Espíritu intercede ante Dios y el enemigo no vence.
Vv. 28—31. Lo bueno para los santos es lo que hace buena su alma. Toda providencia tiende al
bien espiritual de los que aman a Dios: apartándolos del pecado, acercándolos a Dios, quitándolos
del mundo y equipándolos para el cielo. Cuando los santos actúan fuera de su carácter, serán
corregidos para volverlos a donde deben estar. Aquí está el orden de las causas de nuestra salvación,
una cadena de oro que no puede ser rota. —1. “Porque a los que antes conoció, también los
predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo”. Todo eso que Dios concibió
como la finalidad de la gloria y felicidad, lo decretó como el camino de la gracia y la santidad. Toda
la raza humana merecía la destrucción, pero por razones imperfectamente conocidas para nosotros,
Dios determinó recuperar a algunos por la regeneración y el poder de su gracia. El predestinó, o
decretó antes, que ellos fueran conformados a la imagen de su Hijo. En esta vida ellos son
renovados en parte y andan en sus huellas. —2. “Y a los que predestinó, a éstos también llamó”. Es
un llamamiento eficaz, desde el yo y desde la tierra a Dios y a Cristo y al cielo, como nuestro fin;
desde el pecado y la vanidad a la gracia y la santidad como nuestro camino. Este es el llamado del
evangelio. El amor de Dios, que reina en los corazones de quienes, una vez fueron Sus enemigos,
prueba que ellos fueron llamados conforme a su propósito. —3. “Y a los que llamó, a éstos también
justificó”. Nadie es así justificado, sino los llamados eficazmente. Los que resisten el evangelio,
permanecen sujetos a la culpa y la ira. —4. “Y a los que justificó, a éstos también glorificó”. Siendo
roto el poder de la corrupción en el llamamiento eficaz, y eliminada la culpa del pecado en la
justificación, nada puede interponerse entre esa alma y la gloria. Esto estimula nuestra fe y
esperanza, porque como Dios, su camino, su obra, es perfecta. —El apóstol habla como alguien
asombrado y absorto de admiración, maravillándose por la altura y la profundidad, y el largo y la
anchura del amor de Cristo que sobrepasa todo conocimiento. Mientras más sabemos de otras cosas,
menos nos maravillamos, pero mientras más profundamente somos guiados en los misterios del
evangelio, más afectados somos por ellos. Mientras Dios esté por nosotros, y nosotros seamos
mantenidos en su amor, podemos desafiar con santa osadía a todas las potestades de las tinieblas.
Vv. 32—39. Todas las cosas del cielo y la tierra, cualesquiera sean, no son tan grandes como
para exhibir el libre amor de Dios como la dádiva de su coigual Hijo, como expiación por el pecado
del hombre en la cruz; y todo lo demás sigue a la unión con Él y el interés en Él. “Todas las cosas”,
todo eso que pueda ser causa o medio de cualquier bien real para el cristiano fiel. El que ha
preparado una corona y un reino para nosotros, nos dará lo que necesitamos en el camino para
alcanzarla. —Los hombres pueden justificarse a sí mismos aunque las acusaciones contra ellos
estén plenamente vigentes; pero si Dios justifica, eso responde a todo. Así somos asegurados por
Cristo. Él pagó nuestra deuda por el mérito de su muerte. Sí, más que eso, Él ha resucitado. Esta es
la prueba convincente de que la justicia divina fue satisfecha. De manera que tenemos un Amigo a
la diestra de Dios; toda potestad le ha sido dada a Él, que está allí, e intercede. ¡Creyente!; ¡dice tu
alma dentro de ti, ¡oh, que Él fuera mío! Y ¡oh, que yo fuera de Él! ¡que yo pudiese complacerle y
vivir para Él! Entonces, no juegues tu espíritu ni confundas tus pensamientos en dudas estériles e
interminables, sino como estás convencido de impiedad, cree en aquel que justifica al impío. Estás
condenado, pero Cristo ha muerto y resucitado. Huye a Él en esa calidad. —Habiendo Dios
manifestado su amor al dar a su propio Hijo por nosotros, ¿podemos pensar que haya algo que
pueda apartar o eliminar ese amor? Los problemas no causan ni muestran ninguna disminución de
su amor. No importa de qué sean separados los creyentes, queda suficiente. Nadie puede quitar a
Cristo del creyente; nadie puede quitar al creyente de Cristo, y eso basta. Todos los otros riesgos
nada significan. ¡Sí, pobres pecadores! Aunque abunden con posesiones de este mundo, ¡qué cosas
tan vanas son! Puedes decir de cualquiera de ellas, ¿quién nos separará? Puede que hasta te saquen
las habitaciones preciosas, las amistades y la fortuna. Puede que vivas hasta para ver y esperar tu
partida. Al final, debes separarte, porque debes morir. Entonces, adiós a todo lo que este mundo
considera de supremo valor. ¿Qué te ha quedado, pobre alma, que no tienes a Cristo, sino aquello de
lo cual te separaras gustoso, sin poder hacerlo: ¡la culpa condenadora de todos tus pecados!? Pero el
alma que está en Cristo, cuando le quitan las demás cosas, se aferra a Cristo y estas separaciones no
le pesan. Sí, cuando llega la muerte, eso rompe todas las demás uniones, hasta la del alma con el
cuerpo, lleva el alma del creyente a la unión más íntima con su amado Señor Jesús, y al gozo pleno
de Él para siempre.
CAPÍTULO IX
Versículos 1—5. La preocupación del apóstol porque sus compatriotas eran extranjeros para el
evangelio. 6—13. Las promesas valen para la simiente espiritual de Abraham. 14—24.
Respuesta a las objeciones contra la conducta soberana de Dios al ejercer misericordia y
justicia. 25—29. Esta soberanía está en los tratos de Dios con judíos y gentiles. 30—33. La
deficiencia de los judíos se debe a que buscan su justificación por las obras de la ley, no por la
fe.
Vv. 1—5. Estando a punto de tratar el rechazo de los judíos y el llamamiento a los gentiles, y de
mostrar que todo concuerda con el electivo amor soberano de Dios el apóstol expresa con fuerza su
afecto por su pueblo. Apela solemnemente a Cristo; su conciencia, iluminada y dirigida por el
Espíritu Santo da testimonio de su sinceridad. Se sometería a ser anatema, a ser condenado,
crucificado, y, aun, estar en el horror y angustia más profundos si pudiera rescatar a su nación de la
destrucción venidera por su obstinada incredulidad. Ser insensible al estado eterno de nuestro
prójimo es contrario al amor requerido por la ley y por la misericordia del evangelio. Ellos habían
profesado hace mucho tiempo ser adoradores de Jehová. La ley y el pacto nacional, fundamentado
en ella, eran suyos. La adoración del templo era un tipo de la salvación por el Mesías y del medio de
comunión con Dios. Todas las promesas referidas a Cristo y su salvación les fueron dadas. No solo
está sobre todo como Mediador; es el Dios bendito por los siglos.
Vv. 6—13. El rechazo de los judíos por la dispensación del evangelio no quebrantó la promesa
de Dios a los patriarcas. Las promesas y las advertencias se cumplirán. La gracia no corre por la
sangre; ni los beneficios salvíficos se hallan siempre en los privilegios externos de la iglesia. No
sólo fueron elegidos algunos de la simiente de Abraham, y otros no, sino que Dios obró conforme al
consejo de su voluntad. Dios profetizó de Esaú y Jacob, nacidos en pecado, hijos de la ira por
naturaleza, como los demás. Si eran dejados a sí mismos hubieran continuado en pecado durante
toda la vida, pero, por razones santas y sabias, que no nos son dadas a conocer, Él se propuso
cambiar el corazón de Jacob y dejar a Esaú en su maldad. Este caso de Esaú y Jacob ilumina la
conducta divina con la raza caída del hombre. Toda la Escritura muestra la diferencia entre el
cristiano confeso y el creyente real. Los privilegios externos son concedidos a muchos que no son
los hijos de Dios. Sin embargo, hay un estímulo completo para el uso diligente de los medios de
gracia que Dios ha determinado.
Vv. 14—24. Cualquier cosa que Dios haga debe ser justa. De ahí que el feliz pueblo santo de
Dios sea diferente de los demás. La sola gracia de Dios les hace ser diferentes. Él actúa como
benefactor en esta gracia eficaz y previsora que distingue, porque su gracia es sólo suya. Nadie la ha
merecido, de modo que los que son salvos deben agradecer únicamente a Dios; y aquellos que
perecen, deben sólo culparse a sí mismos, Oseas xiii, 9. Dios no está obligado más allá de lo que le
parezca bien obligarse según su pacto y promesa, que es su voluntad revelada. Esta es que recibirá y
no echará fuera a los que vienen a Cristo; pero la elección de almas, para que vayan, es un favor
anticipado y distintivo para los que Él quiere. —¿Por qué encuentra faltas aún? Esta no es objeción
que la criatura pueda hacer a su Creador, el hombre contra Dios. La verdad, como pasa con Jesús,
anonada al hombre, poniéndolo como menos que nada, y establece a Dios como el soberano Señor
de todo. ¿Quién eres tú, tan necio, tan débil, tan incapaz de juzgar los consejos divinos? Nos
corresponde someternos a Él, no objetarlo. ¿Los hombres no permitirían al infinito Dios el mismo
derecho soberano para manejar los asuntos de la creación, como el alfarero ejerce su derecho a
disponer de su barro, cuando del mismo montón de barro hacer un vaso para un uso más honroso, y
otro para uso más vil? Dios no puede hacer injusticia por más que así le parezca a los hombres. Dios
hará evidente que odia el pecado. Además, formó vasos llenos con misericordia. La santificación es
la preparación del alma para la gloria. Esta es obra de Dios. Los pecadores se preparan para el
infierno, pero Dios es quien prepara a los santos para el cielo; y a todos los que Dios destina para el
cielo en el más allá, a ésos prepara ahora. —¿Queremos saber quiénes son estos vasos de
misericordia? A los que Dios llamó, y éstos no sólo son de los judíos sino de los gentiles.
Ciertamente que no puede haber injusticia en ninguna de estas dispensaciones divinas; no la hay en
Dios que ejerce su benignidad, paciencia y tolerancia para con los pecadores sujetos a culpa
creciente, antes de traerles su destrucción total. La falta está en el mismo pecador encallecido. En
cuanto a todos los que aman y temen a Dios, por más que esas verdades parezcan más allá del
alcance de su entendimiento, aun así guardan silencio ante Él. Es el Señor solo quien nos hace
diferentes; debemos adorar su misericordia perdonadora y su gracia que crea de nuevo, y poner
diligencia para asegurar nuestra vocación y elección.
Vv. 25—29. El rechazo de los judíos y la incorporación de los gentiles estaban profetizados en
el Antiguo Testamento. Esto ayuda mucho a esclarecer una verdad, a observar cómo se cumple en
ella la Escritura. Prodigio de la potestad y misericordia divinas es que haya algunos salvos: porque
aun los dejados para ser simiente hubiesen perecido con los demás, si Dios los hubiera tratado
conforme a sus pecados. Esta gran verdad nos la enseña esta Escritura. Se debe temer que, aun en el
vasto número de cristianos profesantes, sólo un remanente será salvo.
Vv. 30—33. Los gentiles no conocían su culpa y miseria, por tanto, no se tomaban la molestia
de procurarse remedio. Pero alcanzaron la justicia por fe. No por volverse prosélitos de la religión
judía, ni por someterse a la ley ceremonial, sino abrazando a Cristo, creyendo en Él, y sujetándose
al evangelio. Los judíos hablaban mucho de justificación y santidad, y parecía que deseaban mucho
ser los favoritos de Dios. Buscaron, pero no de la manera correcta, no de la manera que hace
humilde, no de la manera establecida. No por fe, no por abrazar a Cristo, sin depender de Cristo ni
sujetarse al evangelio. Esperaban la justificación obedeciendo los preceptos y las ceremonias de la
ley de Moisés. Los judíos incrédulos tuvieron una justa oferta de justicia, vida y salvación, hecha a
ellos en las condiciones del evangelio, cosa que no les gustó y no aceptaron. ¿Hemos procurado
saber cómo podemos ser justificados ante Dios, procurando esa bendición en la forma aquí
señalada, por fe en Cristo, como Jehová Justicia nuestra? Entonces, no seremos avergonzados en
ese día terrible, cuando todos los refugios de mentiras sean arrasados, y la ira divina innunde todo
escondite salvo aquel que Dios ha preparado en su Hijo.
CAPÍTULO X
Versículos 1—4. El deseo fervoroso del apóstol por la salvación de los judíos. 5—11. La diferencia
entre la justicia de la ley y la justicia de la fe. 12—17. Los gentiles están al mismo nivel de los
judíos en justificación y salvación. 18—21. Los judíos podían saberlo por las profecías del
Antiguo Testamento.
Vv. 1—4. Los judíos edificaron sobre un fundamento falso y no quisieron ir a Cristo para recibir la
salvación gratuita por fe, y son muchos los que en cada época hacen lo mismo en diversas formas.
La severidad de la ley demostró a los hombres su necesidad de salvación por gracia por medio de la
fe. Las ceremonias eran una sombra de Cristo que cumple la justicia y carga con la maldición de la
ley. Así que aun bajo la ley, todos los que fueron justificados ante Dios, obtuvieron esa bendición
por la fe, por la cual fueron hechos partícipes de la perfecta justicia del Redentor prometido. La ley
no es destruida ni frustrada la intención del Legislador, pero habiendo dado la muerte de Cristo la
satisfacción plena por nuestra violación de la ley, se alcanza la finalidad. Esto es, Cristo cumplió
toda la ley, por tanto, quien cree en Él, es contado justo ante Dios como si él mismo hubiese
cumplido toda la ley. Los pecadores nunca se diluyen en vanas fantasías de su propia justicia si
conocieron la justicia de Dios como Rey o su rectitud como Salvador.
Vv. 5—11. El pecador condenado por sí mismo no tiene que confundirse con la manera en que
puede hallarse esta justicia. Cuando hablamos de mirar a Cristo, recibirlo y alimentarnos de Él, no
queremos decir a Cristo en el cielo ni Cristo en lo profundo, sino Cristo en la promesa, Cristo
ofrecido en la palabra. La justificación por fe en Cristo es una doctrina sencilla. Se expone ante la
mente y el corazón de cada persona, dejándola así sin disculpa por la incredulidad. Si un hombre ha
confesado su fe en Jesús como Señor y Salvador de los pecadores perdidos, y realmente cree en su
corazón que Dios le levantó desde los muertos, para mostrar que había aceptado la expiación, debe
ser salvado por la justicia de Cristo, imputada a él por medio de la fe. Pero ninguna fe justifica lo
que no es poderoso para santificar al corazón y reglamentar todos sus afectos por el amor de Cristo.
Debemos consagrar y rendir nuestras almas y nuestros cuerpos a Dios: nuestras almas al creer con
el corazón, y nuestros cuerpos al confesar con la boca. El creyente nunca tendrá causa para
arrepentirse de su confianza total en el Señor Jesús. Ningún pecador será nunca avergonzado de tal
fe ante Dios; y debiera gloriarse de ella ante los hombres.
Vv. 12—17. No hay un Dios para los judíos que sea más bueno, y otro para los gentiles que sea
menos bueno; el Señor es el Padre de todos los hombres. La promesa es la misma para todos los que
invocan el nombre del Señor Jesús como Hijo de Dios, como Dios manifestado en carne. Todos los
creyentes de esta clase invocan al Señor Jesús y nadie más lo hará tan humilde o sinceramente, pero
¿cómo podría invocar al Señor Jesús, el Salvador divino, alguien que no ha oído de Él? ¿Cuál es la
vida del cristiano, sino una vida de oración? Eso demuestra que sentimos nuestra dependencia de Él
y que estamos listos para rendirnos a Él, y tenemos la expectativa confiada acerca de todo lo nuestro
de parte de Él. —Era necesario que el evangelio fuera predicado a los gentiles. Alguien debe
mostrarles lo que tienen que creer. ¡Qué recibimiento debiera tener el evangelio entre aquellos a
quienes les es predicado! El evangelio es dado no sólo para ser conocido y creído, sino para ser
obedecido. No es un sistema de nociones, sino una regla de conducta. El comienzo, el desarrollo y
el poder de la fe vienen por oír, pero sólo el oír la palabra, porque la palabra de Dios fortalecerá la
fe.
Vv. 18—21. ¿No sabían los judíos que los gentiles iban a ser llamados? Ellos podrían haberlo
sabido por Moisés e Isaías. Isaías habla claramente de la gracia y el favor de Dios que avanza para
ser recibido por los gentiles. ¿No fue este nuestro caso? ¿No empezó Dios con amor, y se nos dio a
conocer cuando nosotros no preguntábamos por Él? La paciencia de Dios para con los pecadores
provocadores es maravillosa. El tiempo de la paciencia de Dios es llamado un día, liviano como un
día y apto para el trabajo y los negocios; pero limitado como el día, y hay una noche que le pone
fin. La paciencia de Dios empeora la desobediencia del hombre, y la vuelve más pecaminosa.
Podemos maravillarnos ante la misericordia de Dios, de que su bondad no sea vencida por la
maldad del hombre; podemos maravillarnos ante la iniquidad del hombre, que su maldad no sea
vencida por la bondad de Dios. Es cuestión de gozo pensar que Dios ha enviado el mensaje de
gracia a tantísimos millones por la amplia difusión de su evangelio.
CAPÍTULO XI
Versículos 1—10. El rechazo de los judíos no es universal. 11—21. Dios pasó por alto la
incredulidad de ellos al hacer a los gentiles partícipes de los privilegios del evangelio. 22—32.
Los gentiles son advertidos contra el orgullo y la incredulidad. 33—36. Una solemne
glorificación de la sabiduría, la bondad y la justicia de Dios.
Vv. 1—10. Hubo un remanente escogido de judíos creyentes que tuvo justicia y vida por fe en
Jesucristo. Estos fueron preservados conforme a la elección de gracia. Si entonces esta elección era
de gracia, no podía ser por obras, sean hechas o previstas. Toda disposición verdaderamente buena
en una criatura caída debe ser efecto, por tanto, no puede ser causa, de la gracia de Dios otorgada a
ella. La salvación de principio a fin debe ser de gracia o de deuda. Estas cosas se contradicen entre
sí, tanto que no pueden fundirse. Dios glorifica su gracia cambiando los corazones y los
temperamentos de los rebeldes. ¡Entonces, cómo debieran admirarlo y alabarlo! —La nación judía
estaba como en un profundo sueño sin conocer su peligro ni interesarse al respecto; no tienen
conciencia de necesitar al Salvador o de estar al borde de su destrucción eterna. Habiendo predicho
por el Espíritu los sufrimientos de Cristo infligidos por su pueblo, David predice los terribles juicios
de Dios contra ellos por eso, Salmo lxix. Esto nos enseña a entender otras oraciones de David
contra sus enemigos; estas son profecías de los juicios de Dios, no expresiones de su propia ira. Las
maldiciones divinas obran por largo tiempo y tenemos nuestros ojos ensombrecidos si nos
inclinamos ante la mentalidad mundana.
Vv. 11—21. El evangelio es la riqueza más grande en todo lugar donde esté. Por tanto, así como
el justo rechazo de los judíos incrédulos fue la ocasión para que una multitud tan inmensa de
gentiles se reconciliara con Dios, y tuviera paz con Él, la futura recepción de los judíos en la Iglesia
significará un cambio tal que se parecerá a la resurrección general de los muertos en pecado a una
vida de justicia. —Abraham era la raíz de la Iglesia. Los judíos eran ramas de este árbol hasta que,
como nación, rechazaron al Mesías; después de eso, su relación con Abraham y Dios fue cortada.
Los gentiles fueron injertados en este árbol en lugar de ellos, siendo admitidos en la Iglesia de Dios.
Hubo multitudes hechas herederos de la fe, de la santidad y de la bendición de Abraham. El estado
natural de cada uno de nosotros es ser silvestre por naturaleza. La conversión es como el injerto de
las ramas silvestres en el buen olivo. El olivo silvestre se solía injertar en el fructífero cuando éste
empezaba a decaer, entonces no sólo llevó fruto, sino hizo revivir y florecer al olivo decadente. Los
gentiles, de pura gracia, fueron injertados para compartir las ventajas. Por tanto, debían cuidarse de
confiar en sí mismos y de toda clase de orgullo y ambición; no fuera a ser que teniendo sólo una fe
muerta y una profesión de fe vacía, se volvieran contra Dios y abandonaran sus privilegios. Si
permanecemos es absolutamente por la fe; somos culpables e incapaces en nosotros mismos y
tenemos que ser humildes, estar alertas, temer engañarnos con el yo, o de ser vencido por la
tentación. No sólo tenemos que ser primero justificados por fe, pero debemos mantenernos hasta el
final en el estado justificado sólo por fe, aunque por una fe que no está sola sino que obra por amor
a Dios y el hombre.
Vv. 22—32. Los juicios espirituales son los más dolorosos de todos los juicios; de estos habla
aquí el apóstol. La restauración de los judíos, en el curso de los acontecimientos, es mucho menos
improbable que el llamamiento a los gentiles para ser los hijos de Abraham; y aunque ahora otros
posean estos privilegios, no impedirá que sean admitidos de nuevo. Por rechazar el evangelio y por
indignarse por la predicación a los gentiles, los judíos se volvieron enemigos de Dios; aunque aún
son favorecidos por amor de sus padres piadosos. Aunque en la actualidad son enemigos del
evangelio, por su odio a los gentiles, cuando llegue el tiempo de Dios, eso no existirá más, y el
amor de Dios por sus padres será recordado. —La gracia verdadera no procura limitar el favor de
Dios. Los que hallan misericordia deben esforzarse para que por su misericordia otros también
puedan alcanzar misericordia. No se trata de una restauración en que los judíos vuelvan a tener su
sacerdocio, el templo y las ceremonias nuevamente; a todo esto se puso fin; pero van a ser llevados
a creer en Cristo, el Mesías verdadero, al cual crucificaron; van a ser llevados a la iglesia cristiana y
se volverá un solo redil con los gentiles, sometidos a Cristo el gran Pastor. Las cautividades de
Israel, su dispersión, y el hecho de ser excluidos de la iglesia son emblemas de los correctivos para
los creyentes por hacer lo malo; el cuidado continuo del Señor para su pueblo, y la misericordia
final y la bendita restauración concebida para ellos, muestra la paciencia y el amor de Dios.
Vv. 33—36. El apóstol Pablo conocía los misterios del reino de Dios tan bien como ningún otro
hombre; sin embargo, se reconoce impotente; desesperando por llegar al fondo, se sienta
humildemente en el borde y adora lo profundo. Los que más saben en este estado imperfecto,
sienten más su debilidad. No es sólo la profundidad de los consejos divinos sino las riquezas, la
abundancia de lo que es precioso y de valor. Los consejos divinos son completos; no sólo tienen
profundidad y altura, sino anchura y longitud, Efesios iii, 18, y eso sobrepasa a todo conocimiento.
Hay vasta distancia y desproporción entre Dios y el hombre, entre el Creador y la criatura, que por
siempre nos impide conocer sus caminos. ¿Qué hombre le enseñará a Dios cómo gobernar al
mundo? El apóstol adora la soberanía de los consejos divinos. Todas las cosas de cielo y tierra,
especialmente las que se relacionan con nuestra salvación, que corresponden a nuestra paz, son
todas de Él por la creación, por medio de Él por la providencia, para que al final sean para Él. De
Dios como Manantial y Fuente de todo; por medio de Cristo, para Dios como fin. Estas incluyen
todas las relaciones de Dios con sus criaturas; si todos somos de Él, y por Él, todos seremos de Él y
para Él. Todo lo que comienza, que su fin sea la gloria de Dios; adorémosle especialmente cuando
hablamos de los consejos y acciones divinas. Los santos del cielo nunca discuten; siempre alaban.
CAPÍTULO XII
Versículos 1, 2. Los creyentes deben consagrarse a Dios. 3—8. Ser humildes, y usar fielmente sus
dones espirituales en sus respectivos puestos. 9—16. Exhortaciones a diversos deberes. 17—21.
Y a una conducta pacífica con todos los hombres, con tolerancia y benevolencia.
Vv. 1, 2. Habiendo terminado el apóstol la parte de su carta en que argumenta y prueba diversas
doctrinas que son aplicadas prácticamente, aquí plantea deberes importantes a partir de los
principios del evangelio. Él ruega a los romanos, como hermanos en Cristo, que por las
misericordias de Dios presenten sus cuerpos en sacrificio vivo a Él. Este es un poderoso llamado.
Recibimos diariamente del Señor los frutos de su misericordia. Presentémonos; todo lo que somos,
todo lo que tenemos, todo lo que hacemos, porque después de todo, ¿qué tanto es en comparación
con las grandes riquezas que recibimos? Es aceptable a Dios: un culto racional, por el cual somos
capaces y estamos preparados para dar razón, y lo entendemos. La conversión y la santificación son
la renovación de la mente; cambio, no de la sustancia, sino de las cualidades del alma. El progreso
en la santificación, morir más y más al pecado, y vivir más y más para la justicia, es llevar a cabo
esta obra renovadora, hasta que es perfeccionada en la gloria. El gran enemigo de esta renovación es
conformarse a este mundo. Cuidaos de formaros planes para la felicidad, como si estuviera en las
cosas de este mundo, que pronto pasan. No caigáis en las costumbres de los que andan en las
lujurias de la carne, y se preocupan de las cosas terrenales. La obra del Espíritu Santo empieza,
primero, en el entendimiento y se efectúa en la voluntad, los afectos y la conversación, hasta que
hay un cambio de todo el hombre a la semejanza de Dios, en el conocimiento, la justicia y la
santidad de la verdad. Así, pues, ser piadoso es presentarnos a Dios.
Vv. 3—8. El orgullo es un pecado que está en nosotros por naturaleza; necesitamos que se nos
advierta y que seamos armados en su contra. Todos los santos constituyen un cuerpo en Cristo que
es la Cabeza del cuerpo, y el centro común de su unidad. En el cuerpo espiritual hay algunos que
son aptos para una clase de obra y don llamados a ella; otros, para otra clase de obra. Tenemos que
hacer todo el bien que podamos, unos a otros, y para provecho del cuerpo. Si pensáramos
debidamente en los poderes que tenemos, y cuán lejos estamos de aprovecharlos apropiadamente,
eso nos humillaría. Pero, como no debemos estar orgullosos de nuestros talentos, debemos
cuidarnos, no sea que so pretexto de la humildad y la abnegación, seamos perezosos en entregarnos
para beneficio de los demás. No debemos decir, no soy nada, así que me quedaré quieto y no haré
nada; sino no soy nada por mí mismo y, por tanto, me daré hasta lo sumo en el poder de la gracia de
Cristo. Sean cuales fueren nuestros dones o situaciones, tratemos de ocuparnos humilde, diligente,
alegre y con sencillez, sin buscar nuestro propio mérito o provecho, sino el bien de muchos en este
mundo y el venidero.
Vv. 9—16. El amor mutuo que los cristianos se profesan debe ser sincero, libre de engaño, y de
adulaciones mezquinas y mentirosas. En dependencia de la gracia divina, ellos deben detestar y
tenerle pavor a todo mal, y deben amar y deleitarse en todo lo que sea bueno y útil. No sólo
debemos hacer lo bueno; tenemos que aferrarnos al bien. Todo nuestro deber mutuo está resumido
en esta palabra: amor. Esto significa el amor de los padres por sus hijos, que es más tierno y natural
que cualquier otro; es espontáneo y sin ataduras. Amar con celo a Dios y al hombre por el evangelio
dará diligencia al cristiano sabio en todos sus negocios mundanos para alcanzar una destreza
superior. —Dios debe ser servido con el espíritu, bajo las influencias del Espíritu Santo. Él es
honrado con nuestra esperanza y confianza en Él, especialmente cuando nos regocijamos en esa
esperanza. Se le sirve no sólo haciendo su obra, sino sentándonos tranquilos y en silencio cuando
nos llama a sufrir. La paciencia por amor a Dios es la piedad verdadera. Los que se regocijan en la
esperanza probablemente sean pacientes cuando están atribulados. No debemos ser fríos ni
cansarnos en el deber de la oración. —No sólo debe haber benignidad para los amigos y los
hermanos; los cristianos no deben albergar ira contra los enemigos. Solo es amor falso el que se
queda en las palabras bonitas cuando nuestros hermanos necesitan provisiones reales y nosotros
podemos proveerles. Hay que estar preparados para recibir a los que hacen el bien: según haya
ocasión, debemos dar la bienvenida a los forasteros. —Bendecid, y no maldigáis. Presupone la
buena voluntad completa no bendecirlos cuando oramos para maldecirlos en otros momentos, sino
bendecirlos siempre sin maldecirlos en absoluto. El amor cristiano verdadero nos hará participar en
las penas y alegrías de unos y otros. Trabaja lo más que pueda para concordar en las mismas
verdades espirituales; y cuando no lo logres, concuerda en afecto. Mira con santo desprecio la
pompa y dignidad mundanas. No te preocupes por ellas, no te enamores de ellas. Confórmate con el
lugar en que Dios te ha puesto en su providencia, cualquiera sea. Nada es más bajo que nosotros
sino el pecado. Nunca encontraremos en nuestros corazones la condescendencia para con el prójimo
mientras alberguemos vanidad personal; por tanto, esta debe ser mortificada.
Vv. 17—21. Desde que los hombres se hicieron enemigos de Dios, han estado muy dispuestos a
ser enemigos entre sí. Los que abrazan la religión deben esperar encontrarse con enemigos en un
mundo cuyas sonrisas rara vez concuerdan con las de Cristo. No paguéis a nadie mal por mal. Esa
es una recompensa brutal, apta sólo para los animales que no tienen consciencia de ningún ser
superior, o de ninguna existencia después de esta. Y no sólo hagáis, sino estudiad y cuidaos para
hacer lo que es amistoso y encomiable, y que hace que la religión resulte recomendable a todos
aquellos con los que converséis. —Estudia las cosas que traen la paz; si es posible, sin ofender a
Dios ni herir la conciencia. No os venguéis vosotros mismos. Esta es una lección difícil para la
naturaleza corrupta; por tanto, se da el remedio para eso. Dejad lugar a la ira. Cuando la pasión del
hombre está en su auge, y el torrente es fuerte, déjelo pasar no sea que sea enfurecido más aún
contra nosotros. La línea de nuestro deber está claramente marcada y si nuestros enemigos no son
derretidos por la benignidad perseverante, no tenemos que buscar la venganza; ellos serán
consumidos por la fiera ira de ese Dios al que pertenece la venganza. —El último versículo sugiere
lo que es fácilmente entendido por el mundo: que en toda discordia y contienda son vencidos los
que se vengan, y son vencedores los que perdonan. No te dejes aplastar por el mal. Aprende a
derrotar las malas intenciones en tu contra, ya sea para cambiarlas o para preservar tu paz. El que
tiene esta regla en su espíritu, es mejor que el poderoso. Se puede preguntar a los hijos de Dios si
para ellos no es más dulce, que todo bien terrenal, que Dios los capacite por su Espíritu de manera
que sea éste su sentir y su actuar.
CAPÍTULO XIII
Versículos 1—7. El deber de someterse a los gobernantes. 8—10. Exhortaciones al amor mutuo. 11
—14. A la templanza y la sobriedad.
Vv. 1—7. La gracia del evangelio nos enseña sumisión y silencio cuando el orgullo y la mente
carnal sólo ven motivos para murmurar y estar descontentos. Sean quienes sean las personas que
ejercen autoridad sobre nosotros, debemos someternos y obedecer el justo poder que tienen. En el
transcurso general de los asuntos humanos, los reyes no son terror para los súbditos honestos,
tranquilos y buenos, sino para los malhechores. Tal es el poder del pecado y de la corrupción que
muchos son refrenados de delinquir sólo por el miedo al castigo. Tú tienes el beneficio del
gobierno, por tanto, haz lo que puedas por conservarlo, y nada para perturbarlo. Esto es una orden
para que los individuos se comporten con tranquilidad y paz donde Dios los haya puesto, 1 Timoteo
ii, 1, 2. Los cristianos no deben usar trucos ni fraudes. Todo contrabando, tráfico de mercaderías de
contrabando, la retención o evasión de los impuestos, constituyen una rebelión contra el
mandamiento expreso de Dios. De esta manera, se roba a los vecinos honestos, que tendrán que
pagar más, y se fomentan los delitos de los contrabandistas y otros que se les asocian. Duele que
algunos profesantes del evangelio estimulen tales costumbres deshonestas. Conviene que todos los
cristianos aprendan y practiquen la lección que aquí se enseña, para que los santos de la tierra sean
siempre hallados como los tranquilos y pacíficos de la tierra, no importa cómo sean los demás.
Vv. 8—10. Los cristianos deben evitar los gastos inútiles y tener cuidado de no contraer deudas
que no puedan pagar. También deben alejarse de toda especulación aventurera y de los
compromisos precipitados, y de todo lo que puedan exponerlos al peligro de no dar a cada uno lo
que le es debido. No debáis nada a nadie. Dad a cada uno lo que le corresponda. No gastéis en
vosotros lo que debe al prójimo. Sin embargo, muchos de los que son muy sensibles a los
problemas, piensan poco del pecado de endeudarse. —El amor al prójimo incluye todos los deberes
de la segunda tabla (de los mandamientos). Los últimos cinco mandamientos se resumen en esta ley
real: Amarás a tu prójimo como a ti mismo; con la misma sinceridad con que te amas a ti, aunque
no en la misma medida y grado. El que ama a su prójimo como a sí mismo, deseará el bienestar de
su prójimo. Sobre este se edifica la regla de oro: hacer como queremos que nos hagan. El amor es
un principio activo de obediencia de toda la ley. No sólo evitemos el daño a las personas, las
conexiones, la propiedad y el carácter de los hombres, pero no hagamos ninguna clase ni grado de
mal a nadie, y ocupémonos de ser útiles en cada situación de la vida.
Vv. 11—14. Aquí se enseñan cuatro cosas, como una lista del trabajo diario del cristiano.
Cuando despertarse: ahora; y despertarse del sueño de la seguridad carnal, la pereza y la
negligencia; despertarse del sueño de la muerte espiritual, y del sueño de la muerte espiritual.
Considera el tiempo: un tiempo ocupado, un tiempo peligroso. Además, la salvación está cerca, a la
mano. Ocupémonos de nuestro camino y hagamos nuestra paz, que estamos más cerca del final de
nuestro viaje. —Además, preparémonos. La noche casi ha pasado, el día está a la mano; por tanto,
es tiempo de vestirnos. Obsérvese qué debemos quitarnos: la ropa usada en la noche. Desechad las
obras pecaminosas de las tinieblas. Obsérvese qué debemos ponernos, cómo vestir nuestras almas.
Vestíos la armadura de la luz. El cristiano debe reconocerse desnudo si no está armado. Las gracias
del Espíritu son esta armadura, para asegurar al alma contra las tentaciones de Satanás y los ataques
del presente mundo malo. Vestíos de Cristo: eso lo incluye todo. Vestíos de la justicia de Dios para
la justificación. Vestíos el Espíritu y la gracia de Cristo para santificación. Debéis vestiros del Señor
Jesucristo como Señor que os gobierna, como Jesús que os salva; y en ambos casos, como Cristo
ungido y nombrado por el Padre para la obra de reinar y salvar. —Cómo caminar. Cuando estamos
de pie y listos, no tenemos que sentarnos tranquilamente, sino salir afuera: andemos. El cristianismo
nos enseña a andar para complacer a Dios que nos ve siempre. Anda honestamente, como de día
evitando las obras de las tinieblas. Donde hay tumultos y ebriedad suele haber libertinaje y lascivia,
discordia y envidia. Salomón las juntó a todas, Proverbios xxiii, 29–35. Fíjate en la provisión que
harás. Nuestro mayor cuidado debe ser por nuestras almas: ¿pero debemos no cuidar nuestros
cuerpos? Sí, pero hay dos cosas prohibidas. Confundirnos con afán ansioso y perturbador, y darnos
el gusto de los deseos ilícitos. Las necesidades naturales deben ser suplidas, pero hay que controlar
y negarse los malos apetitos. Nuestro deber es pedir carne para nuestras necesidades, se nos enseña
a orar pidiendo el pan cotidiano, pero pedir carne para nuestras lujurias es provocar a Dios, Salmo
lxxviii, 18.
CAPÍTULO XIV
Versículos 1—13. Se advierte a los convertidos judíos que no juzguen; y a los creyentes gentiles,
que no se desprecien unos a otros. 14—23. Se exhorta a los gentiles que cuiden de ofender
cuando usan cosas indiferentes.
Vv. 1—13. Las diferencias de opinión prevalecían hasta entre los seguidores inmediatos de Cristo y
sus discípulos. San Pablo no intentó terminarlas. El asentimiento forzoso de cualquier doctrina o la
conformidad con los ritos externos sin estar convencido, es hipócrita e infructuoso. Los intentos de
producir la unanimidad absoluta de los cristianos serán inútiles. Que la comunión cristiana no sea
perturbada por discordias verbales. Bueno será que nos preguntemos, cuando estamos tentados a
desdeñar y culpar a nuestros hermanos, ¿no los ha reconocido Dios? y si Él lo ha hecho, ¿me atrevo
yo a desconocerlos? —Que el cristiano que usa su libertad no desprecie a su hermano débil por
ignorante y supersticioso. Que el creyente escrupuloso no busque defectos en su hermano, porque
Dios le aceptó, sin considerar las distinciones de las carnes. Usurpamos el lugar de Dios cuando nos
ponemos a juzgar así los pensamientos e intenciones del prójimo, los cuales están fuera de nuestra
vista. Muy parecido era el caso acerca de guardar los días. Los que sabían que todas estas cosas
fueron terminadas por la venida de Cristo, no se fijaban en las festividades de los judíos. —Pero no
basta con que nuestras conciencias consientan a lo que hacemos; es necesario que sea certificado
por la palabra de Dios. Cuídate de actuar contra tu conciencia cuando duda. Somos buenos para
hacer de nuestras opiniones la norma de verdad, para considerar ciertas las cosas que para otros son
dudosas. De esta manera, a menudo los cristianos se desprecian o se condenan mutuamente por
asuntos dudosos de poca importancia. El reconocimiento agradecido de Dios, Autor y Dador de
todas nuestras misericordias, las santifica y las endulza.
Vv. 7—13. Aunque algunos son débiles y otros son fuertes, todos deben, no obstante, estar de
acuerdo en no vivir para sí mismos. Nadie que haya dado su nombre a Cristo tiene permiso para ser
egoísta; eso es contrario al cristianismo verdadero. La actividad de nuestras vidas no es
complacernos a nosotros mismos, sino complacer a Dios. Cristianismo verdadero es el que hace a
Cristo el todo en todo. Aunque los cristianos sean de diferentes fuerzas, capacidades y costumbres
en cuestiones menores, aún así, todos son del Señor; todos miran a Cristo, le sirven y buscan ser
aprobados por Él. Él es el Señor de los que están vivos y los manda, a los que están muertos, los
revive y los levanta. Los cristianos no deben juzgarse ni despreciarse unos a otros, porque tanto el
uno como el otro deben rendir cuentas dentro de poco. Una consideración creyente del juicio del
gran día, debiera silenciar los juicios apresurados. Que cada hombre escudriñe su corazón y su vida;
aquel que es estricto para juzgarse y humillarse, no es apto para juzgar y despreciar a su hermano.
Debemos cuidarnos de decir y hacer cosas que puedan hacer que otros tropiecen o caigan. Lo uno
significa un grado menor de ofensa, lo otro uno mayor, los cuales pueden ser ocasión de pena o de
culpa para nuestro hermano.
Vv. 14—18. Cristo trata bondadosamente a los que tienen la gracia verdadera aunque sean
débiles en ella. Considérese la intención de la muerte de Cristo: además, de llevar un alma al pecado
amenaza destruir esa alma. Cristo se negó por nuestros hermanos, al morir por ellos, y ¿nosotros no
nos negaremos por ellos, al resguardarlos de toda indulgencia? —No podemos impedir que las
lenguas desenfrenadas hablen mal, pero no debemos darles la ocasión. Debemos negarnos en
muchos casos, de lo que es lícito, cuando nuestro quehacer pueda dañar nuestra buena fama.
Nuestro bien suele venir de que hablan mal de nosotros, porque usamos las cosas lícitas de manera
egoísta y nada caritativa. Como valoramos la reputación de lo bueno que profesamos y practicamos,
busquemos aquello de lo cual no pueda hablarse mal. Justicia, paz y gozo son palabras de enorme
significado. En cuanto a Dios, nuestro gran interés es presentarnos ante Él justificados por la muerte
de Cristo, santificados por el Espíritu de su gracia, porque el justo Señor ama la justicia. En cuanto
a nuestros hermanos, es vivir en paz, y amor, y caridad con ellos: siguiendo la paz con todos los
hombres. En cuanto a nosotros mismos, es el gozo en el Espíritu Santo; ese gozo espiritual obrado
por el bendito Espíritu en los corazones de los creyentes, que respeta a Dios como su Padre
reconciliado, y al cielo como su hogar esperado. Respecto a cumplir nuestros deberes para con
Cristo, Él solo puede hacerlos aceptables. Son más agradables a Dios los que más se complacen en
Él; y abundan en paz y gozo del Espíritu Santo. Son aprobados por los hombres sabios y buenos; y
la opinión de los demás no tiene que tomarse en cuenta.
Vv. 19—23. Muchos que desean la paz y hablan de ella en voz alta, no siguen las cosas que
hacen la paz. Mansedumbre, humildad, abnegación y amor, hacen la paz. No podemos edificar uno
sobre otro mientras peleamos y contendemos. Muchos destruyen la obra de Dios en sí mismos por
la comida y la bebida; nada destruye más el alma de un hombre que halagar y complacer la carne, y
satisfacer su lujuria; así otros son perjudicados, por una ofensa voluntariamente cometida. Las cosas
lícitas pueden volverse ilícitas si se hacen ofendiendo al hermano. Esto comprende todas las cosas
indiferentes por las cuales un hermano sea llevado a pecar, o a meterse en problemas; o que hacen
que se debiliten sus gracias, sus consuelos o sus resoluciones. ¿Tienes fe? Esa se refiere al
conocimiento y claridad en cuanto a nuestra libertad cristiana. Disfruta la comodidad que da, pero
no perturbes a los demás por el mal uso de ella. Tampoco podemos actuar contra una conciencia que
está con dudas. ¡Qué excelentes son las bendiciones del reino de Cristo, que no consiste de ritos y
ceremonias externas, sino de justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo! ¡Qué preferible es el servicio
de Dios respecto de todos los demás servicios! Al servir a Dios no somos llamados a vivir y a morir
por nosotros mismos, sino por Cristo, al cual pertenecemos y al cual debemos servir.
CAPÍTULO XV
Versículos 1—7. Instrucciones sobre cómo comportarse con el débil. 8—13. Todos se reciben unos
a otros como hermanos. 14—21. La escritura y la predicación del apóstol. 22—29. Sus viajes
propuestos. 30—33. Les pide oraciones.
Vv. 1—7. La libertad cristiana se permitió, no para nuestro placer, sino para la gloria de Dios y para
bien del prójimo. Debemos agradar a nuestro prójimo por el bien de su alma; no para servir su
malvada voluntad, ni contentarlo de manera pecaminosa; si así buscamos agradar a los hombres, no
somos siervos de Cristo. Toda la vida de Cristo fue una vida de negación y no agradarse a sí mismo.
El que más se conforma a Cristo es el cristiano más avanzado. Considerando su pureza y santidad
inmaculadas, nada podía ser más contrario a Él, que ser hecho pecado y maldición por nosotros, y
que cayeran sobre Él los reproches de Dios: el justo por el injusto. Él llevó la culpa del pecado, y la
maldición de éste; nosotros sólo somos llamados a soportar un poco del problema. Él llevó los
pecados impertinentes del impío; nosotros sólo somos llamados a soportar las fallas del débil. ¿Y no
debiéramos ser humildes, abnegados y dispuestos para considerarnos los unos a otros que somos
miembros unos de otros? —Las Escrituras se escribieron para que nosotros las usemos y nos
beneficiemos, tanto como para aquellos a los que se dieron primeramente. —Los más poderosos en
las Escrituras son los más doctos. El consuelo que surge de la palabra de Dios es lo más seguro,
dulce y grandioso para anclar la esperanza. El Espíritu como Consolador es las arras de nuestra
herencia. Esta unanimidad debe estar de acuerdo con el precepto de Cristo, conforme a su patrón y
ejemplo. Es dádiva de Dios, y dádiva preciosa es, por la cual debemos buscarle fervorosamente.
Nuestro Maestro divino invita a sus discípulos y los alienta mostrándose a ellos manso y humilde de
espíritu. La misma disposición debe caracterizar la conducta de sus siervos, especialmente la del
fuerte para con el débil. —El gran fin de todos nuestros actos debe ser que Dios sea glorificado;
nada fomenta esto más que el amor y la bondad mutuo de los que profesan la religión. Quienes
concuerdan en Cristo, bien pueden concordar entre ellos.
Vv. 8—13. Cristo cumplió las profecías y las promesas relacionadas con los judíos y los
convertidos gentiles no tienen excusa para despreciarlas. Los gentiles, al ser puestos en la Iglesia,
son compañeros de paciencia y tribulación. —Deben alabar a Dios. El llamado a todas las naciones
para que alaben al Señor, indica que ellos tendrán conocimiento de Él. Nunca buscaremos a Cristo
mientras no confiemos en Él. Todo el plan de redención está adaptado para que nos reconciliemos
unos con otros, y con nuestro bondadoso Dios, de modo que podamos alcanzar la esperanza
permanente de la vida eterna por medio del poder santificador y consolador del Espíritu Santo.
Nuestro propio poder nunca lograría esto; por tanto, donde esté esta esperanza, y abunde, es el
Espíritu bendito quien debe tener toda la gloria. “Todo gozo y paz”; toda clase de verdadero gozo y
paz para quitar las dudas y los temores por la obra poderosa del Espíritu Santo.
Vv. 14—21. El apóstol estaba convencido que los cristianos romanos estaban llenos con un
espíritu bueno y afectuoso, y de conocimiento. Les había escrito para recordarles sus deberes y sus
peligros, porque Dios le había nombrado ministro de Cristo para los gentiles. Pablo les predicó;
pero lo que los convirtió en sacrificios para Dios fue su santificación; no la obra de Pablo, sino la
obra del Espíritu Santo: las cosas impías nunca pueden ser gratas para el santo Dios. La conversión
de las almas pertenece a Dios; por tanto, es la materia de que se gloría Pablo; no de las cosas de la
carne. Pero aunque era un gran predicador, no podía hacer obediente a ninguna alma, más allá de lo
que el Espíritu Santo acompañara sus labores. Procuró principalmente el bien de los que estaban en
tinieblas. Sea cual fuere el bien que hagamos, es Cristo quien lo hace por nosotros.
Vv. 22—29. El apóstol buscaba las cosas de Cristo más que su propia voluntad, y no podía dejar
su obra de plantar iglesias para ir a Roma. Concierne a todos hacer primero lo que sea más
necesario. No debemos tomar a mal si nuestros amigos prefieren una obra que agrada a Dios antes
que las visitas y los cumplidos que pueden complacernos a nosotros. —De todos los cristianos se
espera justamente que promuevan toda buena obra, especialmente la bendita obra de la conversión
de almas. La sociedad cristiana es un cielo en la tierra, una primicia de nuestra reunión con Cristo
en el gran día, pero es parcial comparada con nuestra comunión con Cristo, prque sólo ella satisfará
al alma. —El apóstol iba a Jerusalén como mensajero de la caridad. Dios ama al dador alegre. —
Todo lo que pasa entre los cristianos debe ser prueba y ejemplo de la unión que tienen en Jesucristo.
Los gentiles recibieron el evangelio de salvación por los judíos; por tanto, estaban obligados a
ministrarles lo que era necesario para el cuerpo. Respecto de lo que esperaba de ellos habla
dubitativamente aunque habla confiado acerca de lo que esperaba de Dios. ¡Qué delicioso y
ventajoso es tener el evangelio con la plenitud de sus bendiciones! ¡Qué efectos maravillosos y
felices produce cuando se acompaña con el poder del Espíritu!
Vv. 30—33. Aprendamos a valorar la oración ferviente y eficaz del justo. ¡Cuánto cuidado
debemos tener, para no abandonar nuestro interés en el amor y las oraciones del pueblo suplicante
de Dios! Si hemos experimentado el amor del Espíritu, no nos faltemos en este oficio de bondad
para con el prójimo. —Los que prevalecen en oración, deben esforzarse en oración. Los que piden
las oraciones de otras personas, no deben descuidar sus oraciones. Aunque conoce perfectamente
nuestro estado y nuestras necesidades, Cristo quiere saberlo de nosotros. Como debemos buscar a
Dios para que refrene la mala voluntad de nuestros enemigos, así también debemos hacerlo para
preservar y aumentar la buena voluntad de nuestros amigos. Todo nuestro gozo depende de la
voluntad de Dios. Seamos fervientes en las oraciones con otros y por otros, para que, por amor a
Cristo, y por el amor del Espíritu Santo, puedan venir grandes bendiciones a las almas de los
cristianos y a las labores de los ministros.
CAPÍTULO XVI
Versículos 1—16. El apóstol encomienda a Febe a la iglesia de Roma, y saluda a varios amigos de
allá. 17—20. Advierte a la iglesia contra los que hacen divisiones. 21—24. Los saludos
cristianos. 25—27. La epístola concluye dando la gloria a Dios.
Vv. 1—17. Pablo encomienda a Febe a los cristianos de Roma. Corresponde a los cristianos
ayudarse unos a otros en sus asuntos, especialmente a los forasteros; no sabemos qué ayuda
podremos necesitar nosotros mismos. Pablo pide ayuda para una que ha sido útil para muchos; el
que riega también será regado. —Aunque el cuidado de todas las iglesias estaba con él a diario,
podía recordar a muchas personas y enviar saludos a cada una, con sus caracteres particulares y
expresar interés por ellos. —Para que nadie se sienta herido, como si Pablo se hubiera olvidado de
ellos, manda sus recuerdos al resto, como hermanos y santos, aunque no los nombra. Agrega, al
final, un saludo general para todos ellos en el nombre de las iglesias de Cristo.
Vv. 17—20. ¡Cuán fervientes, cuán afectuosas son estas exhortaciones! Lo que se parta de la
sana doctrina de las Escrituras es algo que abre la puerta a la división y a las ofensas. Si se
abandona la verdad, no durarán mucho la paz y la unidad. Muchos que llaman Maestro, Señor, a
Cristo, distan mucho de servirle, porque sirven sus intereses mundanos, sensuales y carnales.
Corrompen la cabeza engañando al corazón; pervierten los juicios porque se enredan en los afectos.
Tenemos gran necesidad de cuidar nuestros corazones con toda diligencia. La política corriente de
los seductores es imponerse sobre los que están ablandados por sus convicciones. El temperamento
dócil es bueno cuando está bien guiado, de lo contrario puede ser llevado a descarriarse. Sed tan
sabios como para no ser engañados, pero tan sencillos como para no engañar. —La bendición de
Dios que espera el apóstol es la victoria sobre Satanás. Esto incluye todos los designios y
estratagemas de Satanás contra las almas, para contaminarlas, perturbarlas y destruirlas; todos sus
intentos son para obstaculizarnos la paz del cielo aquí, y la posesión del cielo en el más allá.
Cuando parezca que Satanás prevalece, y que estamos listos para darlo todo por perdido, entonces
intervendrá el Dios de paz por nosotros. Por tanto, resistid con fe y paciencia un poco más. Si la
gracia de Cristo está con nosotros, ¿quién puede vencernos?
Vv. 21—24. El apóstol agrega recuerdos afectuosos de personas que están con él, conocidos por
los cristianos de Roma. Gran consuelo es ver la santidad y el servicio de nuestros parientes. No son
llamados muchos nobles, ni muchos poderosos, pero algunos los son. Es lícito que los creyentes
desempeñen oficios civiles y sería deseable que todos los oficios de los países cristianos, y de la
Iglesia, fueran encargados a cristianos prudentes y firmes.
Vv. 25—27. Lo que confirma las almas es la clara predicación de Jesucristo. Nuestra redención
y salvación hecha por el Señor Jesucristo, incuestionablemente es el gran misterio de la piedad. Sin
embargo, bendito sea Dios, que tanto de este misterio sea claro como para llevarnos al cielo, si no
rechazamos voluntariamente una salvación tan grande. La vida y la inmortalidad son sacadas a la
luz por el evangelio, y el Sol de Justicia se levanta sobre el mundo. Las Escrituras de los profetas, lo
que dejaron por escrito, no sólo es claro en sí, sino que por ellas se da a conocer este misterio a
todas las naciones. Cristo es salvación para todas las naciones. El evangelio es revelado, no para
conversarlo ni para debatirlo, sino para someterse a él. La obediencia de fe es la obediencia dada a
la palabra de la fe, y que viene por la gracia de la fe. —Toda la gloria que el hombre caído dé a
Dios, para ser aceptado por Él, debe ser por medio del Señor Jesús, porque en Él solo pueden ser
agradables para Dios nuestras personas y nuestras obras. Debemos mencionar esta justicia, como
suya solamente, de Aquel que es el Mediador de todas nuestras oraciones, porque Él es y será, por
la eternidad, el Mediador de todas nuestras alabanzas. Recordando que somos llamados a la
obediencia de fe, y que todo grado de sabiduría es del único sabio Dios, debemos rendir a Él, por
palabra y obra, la gloria por medio de Jesucristo; para que, así esté la gracia de nuestro Señor
Jesucristo con nosotros para siempre.

Henry, Matthew