ROMANOS
El alcance o la intención del apóstol al escribir a los Romanos parece
haber sido contestar al
incrédulo y enseñar al judío creyente; confirmar al cristiano y
convertir al gentil idólatra; y mostrar
al convertido gentil como igual al judío en cuanto a su condición
religiosa, y a su rango en el favor
divino. Estos diversos designios se tratan oponiéndose al judío infiel o
incrédulo, o discutiendo con
él en favor del cristiano o del creyente gentil. Establece claramente
que la manera en que Dios
acepta al pecador, o lo justifica ante sus ojos, es sólo por gracia por
medio de la fe en la justicia de
Cristo, sin acepción de naciones. Esta doctrina es aclarada a partir de
las objeciones planteadas por
los cristianos judaizantes que favorecían las condiciones de la
aceptación con Dios por medio de
una mezcla de la ley y el evangelio, excluyendo a los gentiles de toda
participación en las
bendiciones de la salvación efectuada por el Mesías. En la conclusión,
pone aún más en vigencia la
santidad por medio de exhortaciones prácticas.
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CAPÍTULO I
Versículos 1—7. Misión del apóstol.
8—15. Ora por los santos
de Roma, y dice que desea verlos.
16, 17. El camino del evangelio de la
justificación por la fe es para judíos y gentiles. 18—32.
Exposición de los pecados de los gentiles.
Vv. 1—7. La doctrina sobre la cual escribe el
apóstol Pablo establece el cumplimiento de las
promesas hechas por medio de los profetas. Habla del Hijo de Dios, Jesús
el Salvador, el Mesías
prometido, que vino de David en cuanto a su naturaleza humana, pero que
fue declarado Hijo de
Dios por el poder divino que lo resucitó de entre los muertos. La
confesión cristiana no consiste en
el conocimiento conceptual o el sólo asentimiento intelectual, y mucho
menos, discusiones
perversas, sino en la obediencia. Sólo los llamados eficazmente por
Jesucristo son los llevados a la
obediencia de la fe. —Aquí se expone: —1. El privilegio de los
cristianos amados por Dios y
miembros de ese cuerpo que es amado. —2. El deber de los cristianos: ser
santos, de aquí en
adelante son llamados, llamados a ser santos. El apóstol saluda a éstos
deseándoles gracia que
santifique sus almas y paz que consuele sus corazones, las que brotan de
la misericordia libre de
Dios, el Padre reconciliado de todos los creyentes, que viene a ellos a
través del Señor Jesucristo.
Vv. 8—15. Debemos demostrar amor por nuestros
amigos no sólo orando por ellos, sino
alabando a Dios por ellos. Como en nuestros propósitos, y en nuestros
deseos debemos acordarnos
de decir, Si el Señor quiere, Santiago iv, 15. Nuestras jornadas son o
no prosperadas conforme a la
voluntad de Dios. Debemos impartir prontamente a otros lo que Dios nos
ha entregado,
regocijándonos al impartir gozo a los demás, especialmente
complaciéndonos en tener comunión
con los que creen las mismas cosas que nosotros. Si somos redimidos por
la sangre, y convertidos
por la gracia del Señor Jesús, somos completamente suyos y, por amor a
Él, estamos endeudados
con todos los hombres para hacer todo el bien que podamos. Tales
servicios son nuestro deber.
Vv. 16, 17. El apóstol expresa en estos versículos
el propósito de toda la epístola, en la cual
plantea una acusación de pecaminosidad contra toda carne; declara que el
único método de
liberación de la condena es la fe en la misericordia de Dios por medio
de Jesucristo y, luego, edifica
sobre ello la pureza del corazón, la obediencia agradecida, y los deseos
fervientes de crecer en todos
esas gracias y temperamentos cristianos que nada, sino la fe viva en
Cristo, puede producir. —Dios
es un Dios justo y santo, y nosotros somos pecadores culpables. Es
necesario que tengamos una
justicia para comparecer ante Él; tal justicia existe, fue traída por el
Mesías, y dada a conocer en el
evangelio: el método de aceptación por gracia a pesar de la culpa de
nuestros pecados. Es la justicia
de Cristo, que es Dios, la que proviene de una satisfacción de valor
infinito. La fe es todo en todo,
en el comienzo y en la continuación de la vida cristiana. No es de la fe
a las obras como si la fe nos
pusiera en un estado justificado y, luego, las obras nos mantuvieran
allí, pero siempre es de fe en fe:
es la fe que sigue adelante ganándole la victoria a la incredulidad.
Vv. 18—25. El apóstol empieza a mostrar que toda la
humanidad necesita la salvación del
evangelio, porque nadie puede obtener el favor de Dios o escapar de su
ira por medio de sus propias
obras. Porque ningún hombre puede alegar que ha cumplido todas sus
obligaciones para con Dios y
su prójimo, ni tampoco puede decir verazmente que ha actuado plenamente
sobre la base de la luz
que se le ha otorgado. La pecaminosidad del hombre es entendida como
iniquidad contra las leyes
de la primera tabla, e injusticia contra las de la segunda. La causa de
esa pecaminosidad es detener
con injusticia la verdad. Todos hacen más o menos lo que saben que es
malo y omiten lo que saben
que es bueno, de modo que nadie se puede permitir alegar ignorancia. El
poder invisible de nuestro
Creador y la Deidad están tan claramente manifestados en las obras que
ha hecho de modo que
hasta los idólatras y los gentiles malos se quedan sin excusa. Siguieron
neciamente la idolatría y las
criaturas racionales cambiaron la adoración del Creador glorioso por
animales, reptiles e imágenes
sin sentido. Se apartaron de Dios hasta perder todo vestigio de la
verdadera religión, si no lo hubiera
impedido la revelación del evangelio. Porque los hechos son innegables,
cualesquiera sean los
pretextos planteados en cuanto a la suficiencia de la razón humana para
descubrir la verdad divina y
la obligación moral o para gobernar bien la conducta. Estos muestran
simplemente que los hombres
deshonraron a Dios con las idolatrías y supersticiones más absurdas y
que se degradaron a sí
mismos con los afectos más viles y las obras más abominables.
Vv. 26—32. La verdad de nuestro Señor se muestra en
la depravación horrenda del pagano:
“que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la
luz, porque sus obras eran
malas. Porque todo aquel que hace lo malo, aborrece la luz”. La verdad
no era del gusto de ellos.
Todos sabemos cuán pronto se confabula el hombre contra la prueba más
evidente para razonar
evitándose creer lo que le disgusta. El hombre no puede ser llevado a
una esclavitud más grande que
la de ser entregado a sus propias lujurias. Como a los gentiles no les
gustó tener a Dios en su
conocimiento, cometieron delitos totalmente contrarios a la razón y a su
propio bienestar. La
naturaleza del hombre, sea pagano o cristiano, aún es la misma; y las
acusaciones del apóstol se
aplican más o menos al estado y al carácter de los hombres de todas las
épocas, hasta que sean
llevados a someterse por completo a la fe de Cristo, y sean renovados
por el poder divino. Nunca
hubo todavía un hombre que no tuviera razón para lamentarse de sus
fuertes corrupciones y de su
secreto disgusto por la voluntad de Dios. Por tanto, este capítulo es un
llamado a examinarse a uno
mismo, cuya finalidad debe ser la profunda convicción de pecado y de la
necesidad de ser liberado
del estado de condenación.
CAPÍTULO II
Versículos 1—16. Los judíos no
podían ser justificados por la ley de Moisés más que los gentiles
por la ley de la naturaleza. 17—29. Los pecados de los judíos refutan toda la vana confianza en
sus privilegios externos.
Vv. 1—16. Los judíos se creían pueblo santo,
merecedores de sus privilegios por derecho propio,
aunque eran ingratos, rebeldes e injustos, pero se les debe recordar a
todos los que así actúan, en
toda nación, época y clase, que el juicio de Dios será conforme al
verdadero carácter de ellos. El
caso es tan claro, que podemos apelar a los pensamientos propios del
pecador. En todo pecado
voluntario hay desprecio de la bondad de Dios. Aunque las ramificaciones
de la desobediencia del
hombre son muy variadas, todas brotan de la misma raíz. Sin embargo, en
el arrepentimiento
verdadero debe haber odio por la pecaminosidad anterior dado el cambio
obrado en el estado de la
mente que la dispone a elegir lo bueno y rechazar lo malo. También
muestra un sentido de
infelicidad interior. Tal es el gran cambio producido en el
arrepentimiento, es la conversión, y es
necesario para todo ser humano. La ruina de los pecadores es que caminan
tras un corazón duro e
impenitente. Sus obras pecaminosas se expresan con las fuertes palabras “atesoras
para ti mismo
ira”. —Nótese la exigencia total de la ley en la descripción del hombre
justo. Exige que los motivos
sean puros, y rechaza todas las acciones motivadas por la ambición o por
fines terrenales. En la
descripción del injusto, se presenta el espíritu contencioso como el
principio de todo mal. La
voluntad humana está enemistada con Dios. Hasta los gentiles, que no
tenían la ley escrita, tenían
por dentro lo que les dirigía en cuanto a lo que debían hacer por la luz
de la naturaleza. La
conciencia es un testigo que, tarde o temprano, dará testimonio. Al
obedecer o desobedecer estas
leyes naturales y sus dictados, las conciencias de ellos los exoneran o
los condenan. Nada causa más
terror a los pecadores, y más consuelo a los santos, que Cristo sea el
Juez. Los servicios secretos
serán recompensados, los pecados secretos serán castigados entonces y
sacados a la luz.
Vv. 17—24. El apóstol dirige su discurso a los
judíos y muestra de cuáles pecados eran
culpables a pesar de sus confesiones y vanas pretensiones. La raíz y la
suma de toda religión es
gloriarse en Dios creyendo, humilde y agradecidamente. Pero la jactancia
orgullosa que se
vanagloria en Dios, y en la profesión externa de su nombre, es la raíz y
la suma de toda hipocresía.
El orgullo espiritual es la más peligrosa de todas las clases de
orgullo. Un gran mal de los pecados
de los profesante es el deshonor contra Dios y la religión, porque no
viven conforme a lo que
profesan. Muchos que descansan en una forma muerta de piedad, son los
que desprecian a su
prójimo más ignorante, aunque ellos mismos confían en una forma de
conocimiento igualmente
desprovista de vida y poder, mientras algunos que se glorían en el
evangelio, llevan vidas impías
que deshonran a Dios y hacen que su nombre sea blasfemado.
Vv. 25—29. No pueden aprovechar las formas, las
ordenanzas o las nociones sin la gracia
regeneradora, que siempre lleva a buscar un interés en la justicia de
Dios por la fe. Porque no es
más cristiano ahora, de lo que era el judío de antaño, aquel que sólo lo
es en lo exterior: tampoco es
bautismo el exterior, en la carne. El cristiano verdadero es aquel que
por dentro es un creyente
verdadero con fe obediente. El bautismo verdadero es el del corazón, por
el lavado de la
regeneración y la renovación del Espíritu Santo que trae un marco
espiritual a la mente y una
voluntad de seguir la verdad en sus caminos santos. Oremos que seamos
hechos cristianos de
verdad, no por fuera, sino por dentro; en el corazón y el espíritu, no
en la letra; bautizados no tan
sólo con agua sino con el Espíritu Santo; y que nuestra alabanza sea no
de los hombres, sino de
Dios.
CAPÍTULO III
Versículos 1—8. Objeciones
contestadas. 9—18. Toda
la humanidad es pecadora. 19, 20. Judíos y
gentiles no pueden ser justificados por sus obras. 21—31. La justificación es por la libre gracia
de Dios, por fe en la justicia de Cristo, pero la ley no se deroga.
Vv. 1—8. La ley no podía salvar en el pecado ni de los pecados, pero daba ventajas a los
judíos para
obtener la salvación. Las ordenanzas establecidas, la educación en el
conocimiento del Dios
verdadero y su servicio, y muchos favores hechos a los hijos de Abraham,
eran todos medios de
gracia y verdaderamente fueron utilizados para la conversión de muchos.
Pero, las Escrituras les
fueron especialmente encargadas a ellos. El goce de la palabra y de las
ordenanzas de Dios es la
principal felicidad de un pueblo, pero las promesas Dios las hace sólo a
los creyentes, por tanto, la
incredulidad de algunos o de muchos prefesantes no puede inutilizar la
efectividad de esta fidelidad.
Él cumplirá las promesas a su pueblo y ejecutará sus amenazas de
venganza a los incrédulos. —El
juicio de Dios sobre el mundo deberá silenciar para siempre todas las
dudas y especulaciones sobre
su justicia. La maldad y la obstinada incredulidad de los judíos
demuestra la necesidad que tiene el
hombre de la justicia de Dios por la fe, y de su justicia para castigar
el pecado. Hagamos males para
que nos vengan bienes, es algo más frecuente en el corazón que en la
boca de los pecadores; porque
pocos se justificarán a sí mismos en sus malos caminos. El creyente sabe
que el deber es de él, y los
acontecimientos son de Dios; y que él no debe cometer ningún pecado ni
decir ninguna mentira con
la esperanza, ni con la seguridad, de que Dios se glorifique. Si alguien
habla y actúa así, su
condenación es justa.
Vv. 9—18. Aquí se señala nuevamente que toda la
humanidad está debajo de la culpa del
pecado como una carga, y está bajo el gobierno y el dominio del pecado,
esclavizada por él, para
obrar iniquidad. Varios pasajes de las Escrituras del Antiguo Testamento
dejan muy claro esto,
porque describen el estado depravado y corrupto de todos los hombres,
hasta que la gracia los
refrena o los cambia. Por grandes que sean nuestras ventajas, estos
textos describen a multitudes de
los que se dicen cristianos. Sus principios y su conducta prueban que no
hay temor de Dios delante
de sus ojos. Y donde no hay temor de Dios no se puede esperar nada
bueno.
Vv. 19, 20. Vano es buscar la justificación por las
obras de la ley. Todos deben declararse
culpables. La culpa ante Dios es palabra temible, pero ningún hombre
puede ser justificado por una
ley que lo condena por violarla. La corrupción de nuestra naturaleza
siempre impedirá toda
justificación por nuestras propias obras.
Vv. 21—26. ¿Debe el hombre culpable permanecer
sometido a la ira para siempre? ¿Está la
herida abierta para siempre? No, bendito sea Dios, hay otro camino
abierto para nosotros. Es la
justicia de Dios; la justicia en la ordenación, en la provisión y en la
aceptación. Es por esa fe que
tiene Jesucristo por su objeto; el Salvador ungido, que eso significa el
nombre Jesucristo. La fe
justificadora respeta a Cristo como Salvador en sus tres oficios
ungidos: Profeta, Sacerdote y Rey;
esa fe confía en Él, le acepta y se aferra de Él; en todo eso los judíos
y los gentiles son, por igual,
bienvenidos a Dios por medio de Cristo. No hay diferencia, su justicia
está sobre todo aquel que
cree; no sólo se les ofrece, sino se les pone a ellos como una corona,
como una túnica. Es libre
gracia, pura misericordia; nada hay en nosotros que merezca tales
favores. Nos llega gratuitamente,
pero Cristo la compró y pagó el precio. La fe tiene consideración
especial por la sangre de Cristo,
como la que hizo la expiación. —Dios declara su justicia en todo esto.
Queda claro que odia el
pecado, cuando nada inferior a la sangre de Cristo hace satisfacción por
el pecado. Cobrar la deuda
al pecador no estaría en conformidad con su justicia, puesto que el
Fiador la pagó y Él aceptó ese
pago a toda satisfacción.
Vv. 27—31. Dios ejecutará la gran obra de la justificación
y salvación de pecadores desde el
primero al último, para acallar nuestra jactancia. Ahora, si fuésemos
salvados por nuestras obras, no
se excluiría la jactancia, pero el camino de la justificación por la fe
excluye por siempre toda
jactancia. Sin embargo, los creyentes no son dejados con autorización
para transgredir la ley; la fe
es una ley, es una gracia que obra dondequiera obre en verdad. Por fe,
que en esta materia no es un
acto de obediencia o una buena obra, sino la formación de una relación
entre Cristo y el pecador,
que considera adecuado que el creyente sea perdonado y justificado por
amor del Salvador, y que el
incrédulo, que no está unido o relacionado de este modo con Él,
permanezca sometido a
condenación. La ley todavía es útil para convencernos de lo que es
pasado, y para dirigirnos hacia el
futuro. Aunque no podemos ser salvos por ella como un pacto, sin embargo
la reconocemos y nos
sometemos a ella, como regla en la mano del Mediador.
CAPÍTULO IV
Versículos 1—12. La doctrina de la
justificación ejemplificada con el caso de Abraham. 13—22.
Recibió la promesa por medio de la justicia de la fe. 23—25. Nosotros somos justificados por la
misma vía de creer.
Vv. 1—12. Para enfrentar los puntos de vista de
los judíos, el apóstol se refiere primero al ejemplo
de Abraham, en quien se gloriaban los judíos como su antepasado de mayor
renombre. Por exaltado
que fuese en diversos aspectos, no tenía nada de qué jactarse en la
presencia de Dios, siendo salvo
por gracia por medio de la fe, como los demás. Sin destacar los años que
pasaron antes de su
llamado y los momentos en que falló su obediencia, y aun su fe, la
Escritura estableció
expresamente que: “Y creyó a Jehová, y le fue contado por justicia”
Génesis xv, 6. —Se observa a
partir de este ejemplo que si un hombre pudiera obrar toda medida
exigida por la ley, la recompensa
sería considerada deuda, que evidentemente no fue el caso de Abraham,
puesto que la fe le fue
contada por justicia. Cuando los creyentes son justificados por la fe, “les
es contado por justicia”,
pero la fe de ellos no los justifica como parte, pequeña o grande, de la
justicia propia, sino como
medio designado de unirlos a Aquel que escogió el nombre por el cual
debe llamársele: “Jehová
Justicia nuestra”. —La gente perdonada es la única gente bendecida. —Claramente
surge de la
Escritura que Abraham fue justificado varios años antes de su
circuncisión. Por tanto, es evidente
que este rito no era necesario para la justificación. Era una señal de
la corrupción original de la
naturaleza humana. Y era una señal y un sello exterior concebido no solo
para ser la confirmación
de las promesas que Dios le había dado a él y a su descendencia, y de la
obligación de ellos de ser
del Señor, sino para asegurarle de igual modo que ya era un verdadero
partícipe de la justicia de la
fe. Abraham es, de este modo, el antepasado espiritual de todos los
creyentes que anduvieron según
el ejemplo de su obediencia de fe. El sello del Espíritu Santo en
nuestra santificación, al hacernos
nuevas criaturas, es la evidencia interior de la justicia de la fe.
Vv. 13—22. La promesa fue hecha a Abraham mucho
antes de la ley. Señala a Cristo y se
refiere a la promesa, Génesis xii, 3: “y serán benditas en ti todas las
familias de la tierra”. La ley
producía ira al indicar que todo transgresor queda expuesto al
descontento divino. —Como Dios
tenía la intención de dar a los hombres un título de las bendiciones
prometidas, así designó que
fuera por la fe, para que sea totalmente por gracia, para asegurársela a
todos los que eran de la
misma fe preciosa de Abraham, fueran judíos o gentiles de todas las
épocas. La justificación y la
salvación de los pecadores, el tomar para sí a los gentiles que no
habían sido pueblo, fue un
llamamiento de gracia de las cosas que no son como si fueran, y esto de
dar ser a las cosas que no
eran, prueba el poder omnipotente de Dios. —Se muestra la naturaleza y
el poder de la fe de
Abraham. Creyó el testimonio de Dios y esperó el cumplimiento de su
promesa, con una firme
esperanza cuando el caso parecía sin esperanzas. Es debilidad de la fe
lo que hace que el hombre se
agobie por las dificultades del camino hacia una promesa. Abraham no la
consideró como tema que
admitiera discusión ni debate. La incredulidad se halla en el fondo de
todos nuestras dudas de las
promesas de Dios. El poder de la fe se demuestra en su victoria sobre
los temores. Dios honra la fe
y la gran fe honra a Dios. —Le fue contada por justicia. La fe es una
gracia que, entre todas las
demás, da gloria a Dios. La fe es, claramente, el instrumento por el
cual recibimos la justicia de
Dios, la redención que es en Cristo; y aquello que es el instrumento por
el cual la tomamos o
recibimos, no puede ser la cosa misma, ni puede ser así tomado y
recibido el don. La fe de Abraham
no lo justificó por mérito o valor propio, sino al darle una
participación en Cristo.
Vv. 23—25. La historia de Abraham y de su
justificación quedó escrita para enseñar a los
hombres de todas las épocas posteriores, especialmente a los que,
entonces, se les daría a conocer el
evangelio. Es claro que no somos justificados por el mérito de nuestras
propias obras, sino por la fe
en Jesucristo y su justicia; que es la verdad que se enfatiza en este
capítulo y el anterior como la
gran fuente y fundamento de todo consuelo. Cristo obró meritoriamente
nuestra justificación y
salvación por su muerte y pasión, pero el poder y la perfección de esas,
con respecto a nosotros,
depende de su resurrección. Por su muerte pagó nuestra deuda, en su
resurrección recibió nuestra
absolución, Isaías liii, 8. Cuando Él fue absuelto, nosotros en Él y
junto con Él recibimos el
descargo de la culpa y del castigo de todos nuestros pecados. Este
último versículo es una reseña o
un resumen de todo el evangelio.
CAPÍTULO V
Versículos 1—5. Los felices efectos
de la justificación por la fe en la justicia de Cristo. 6—11.
Somos reconciliados por su sangre. 12—14. La caída de Adán llevó a toda la humanidad al
pecado y la muerte. 15—19. La gracia de Dios por la justicia de Cristo tiene más poder para
traer salvación de lo que tuvo el pecado de Adán para traer la
desgracia. 20, 21. Cómo
sobreabundó la gracia.
Vv. 1—5. Un cambio bendito ocurre en el estado del
pecador cuando llega a ser un creyente
verdadero, haya sido lo que fuera. Siendo justificado por la fe tiene
paz con Dios. El Dios santo y
justo no puede estar en paz con un pecador mientras esté bajo la culpa
del pecado. La justificación
elimina la culpa y, así, abre el camino para la paz. Esta es por medio
de nuestro Señor Jesucristo;
por medio de Él como gran Pacificador, el Mediador entre Dios y el
hombre. —El feliz estado de
los santos es el estado de gracia. Somos llevados a esta gracia. Eso
enseña que no nacemos en este
estado. No podríamos llegar a ese estado por nosotros mismos, sino que
somos llevados a él como
ofensores perdonados. Allí estamos firmes, postura que denota
perseverancia; estamos firmes y
seguros, sostenidos por el poder de Dios; estamos ahí como hombres que
mantienen su terreno, sin
ser derribados por el poder del enemigo. Y los que tienen la esperanza
de la gloria de Dios en el
mundo venidero, tienen suficiente para regocijarse en el de ahora. —La
tribulación produce
paciencia, no en sí misma ni de por sí, pero la poderosa gracia de Dios
obra en la tribulación y con
ella. Los que sufren con paciencia tienen la mayoría de las
consolaciones divinas que abundan
cuando abundan las aflicciones. Obra una experiencia necesaria para
nosotros. —Esta esperanza no
desilusiona, porque está sellada con el Espíritu Santo como Espíritu de
amor. Derramar el amor de
Dios en los corazones de todos los santos es obra de gracia del Espíritu
bendito. El recto sentido del
amor de Dios por nosotros no nos avergonzará en nuestra esperanza ni por
nuestros sufrimientos
por Él.
Vv. 6—11. Cristo murió por los pecadores; no sólo
por los que eran inútiles sino por los que
eran culpables y aborrecibles; por ésos cuya destrucción eterna sería
para la gloria de la justicia de
Dios. Cristo murió por salvarnos, no en nuestros pecados, sino de nuestros pecados y, aún éramos
pecadores cuando Él murió por nosotros. Sí, la mente carnal no sólo es
enemiga de Dios, sino la
enemistad misma, capítulo viii, 7; Colosenses i, 21. Pero Dios determinó
librar del pecado y obrar
un cambio grande. Mientras continúe el estado pecaminoso, Dios aborrece
al pecador y el pecador
aborrece a Dios, Zacarías xi, 8. Es un misterio que Cristo muriera por
los tales; no se conoce otro
ejemplo de amor, para que bien pueda dedicar la eternidad en adorar y
maravillarse de Él. —
Además, ¿qué idea tenía el apóstol cuando supone el caso de uno que
muere por un justo? Y eso que
sólo lo puso como algo que podría ser. ¿No era que al pasar este sufrimiento,
la persona que se
quería beneficiar, pudiese ser librada? Pero ¿de qué son librados los
creyentes en Cristo por su
muerte? No de la muerte corporal, porque todos deben soportarla. El mal,
del cual podía efectuarse
la liberación sólo de esta manera asombrosa, debe haber sido mucho más
terrible que la muerte
natural. No hay mal al que pueda aplicarse el argumento, salvo el que el
apóstol asevera
concretamente, el pecado y la ira, el castigo del
pecado determinado por la justicia infalible de
Dios. —Y si, por la gracia divina, así fueron llevados a arrepentirse y
a creer en Cristo, y así eran
justificados por el precio de su sangre derramada y por fe en esa
expiación, mucho más por medio
del que murió por ellos y resucitó, serán librados de caer en el poder
del pecado y de Satanás, o de
alejarse definitivamente de él. El Señor viviente de todos concretará el
propósito de su amor al
morir salvando hasta el último de todos los creyentes verdaderos. —Teniendo
tal señal de salvación
en el amor de Dios por medio de Cristo, el apóstol declara que los
creyentes no sólo se regocijan en
la esperanza del cielo, y hasta en sus tribulaciones por amor de Cristo,
sino que también se glorían
en Dios como el Amigo seguro y Porción absolutamente suficiente de
ellos, por medio de Cristo
únicamente.
Vv. 12—14. La intención de lo que sigue es clara.
Es la exaltación de nuestro punto de vista
acerca de las bendiciones que Cristo nos ha procurado, comparándolas con
el mal que siguió a la
caída de nuestro primer padre; y mostrando que estas bendiciones no sólo
se extienden para
eliminar estos males, sino mucho más allá. Adán peca, su naturaleza se
vuelve culpable y corrupta y
así pasa a sus hijos. Así todos pecamos en él. La muerte es por el
pecado, porque la muerte es la
paga del pecado. Entonces entró toda esa miseria que es la suerte debida
al pecado: la muerte
temporal, espiritual, y eterna. Si Adán no hubiera pecado no hubiera
muerto, pero la sentencia de
muerte fue dictada como sobre un criminal; pasó a todos los hombres como
una enfermedad
infecciosa de la que nadie escapa. Como prueba de nuestra unión con
Adán, y de nuestra parte en
aquella primera transgresión, observa que el pecado prevaleció en el
mundo por mucho tiempo
antes que se diera la ley de Moisés. La muerte reinó ese largo tiempo,
no sólo sobre los adultos que
pecaban voluntariamente, sino también sobre multitud de infantes, cosa
que muestra que ellos
habían caído bajo la condena en Adán, y que el pecado de Adán se
extendió a toda su posteridad.
Era una figura o tipo del que iba a venir como Garantía del nuevo pacto
para todos los que estén
emparentados con Él.
Vv. 15—19. Por medio de la ofensa de un solo
hombre, toda la humanidad queda expuesta a la
condena eterna. Pero la gracia y la misericordia de Dios y el don libre
de la justicia y salvación son
por medio de Jesucristo como hombre: sin embargo, el Señor del cielo ha
llevado a la multitud de
creyentes a un estado más seguro y enaltecido que aquel desde el cual
cayeron en Adán. Este don
libre no los volvió a poner en estado de prueba; los fijó en un estado
de justificación, como hubiera
sido puesto Adán si hubiera resistido. Hay una semejanza asombrosa pese
a las diferencias. Como
por el pecado de uno prevalecieron el pecado y la muerte para
condenación de todos los hombres,
así por la justicia de uno prevaleció la gracia para justificación de
todos los relacionados con Cristo
por la fe. Por medio de la gracia de Dios ha abundado para muchos el don
de gracia por medio de
Cristo; sin embargo, las multitudes optan por seguir bajo el dominio del
pecado y la muerte en vez
de pedir las bendiciones del reino de la gracia. Pero Cristo no echará
afuera a nadie que esté
dispuesto a ir a Él.
Vv. 20, 21. Por Cristo y su justicia tenemos más
privilegios, y más grandes que los que
perdimos por la ofensa de Adán. La ley moral mostraba que eran
pecaminosos muchos
pensamientos, temperamentos, palabras y acciones, de modo que así se
multiplicaban las
transgresiones. No fue que se hiciera abundar más el pecado, sino
dejando al descubierto su
pecaminosidad, como al dejar que entre una luz más clara a una
habitación, deja al descubierto el
polvo y la suciedad que había ahí desde antes, pero que no se veían. El
pecado de Adán, y el efecto
de la corrupción en nosotros, son la abundancia de aquella ofensa que se
volvió evidente al entrar la
ley. Los terrores de la ley endulzan más aun los consuelos del
evangelio. Así, pues, Dios Espíritu
Santo nos entregó, por medio del bendito apóstol, una verdad más
importante, llena de consuelo,
apta para nuestra necesidad de pecadores. Por más cosas que alguien
pueda tener por encima de
otro, cada hombre es un pecador contra Dios, está condenado por la ley y
necesita perdón. No puede
hacerse de una mezcla de pecado y santidad esa justicia que es para
justificar. No puede haber
derecho a la recompensa eterna sin la justicia pura e inmaculada:
esperémosla ni más ni menos que
de la justicia de Cristo.
CAPÍTULO VI
Versículos 1, 2. Los creyentes deben
morir al pecado, y vivir para Dios. 3—10. Esto es una
demanda de su bautismo cristiano y de su unión con Cristo. 11—15. Vivos para Dios. 16—20.
Libertados del domino del pecado. 21—23. El fin del pecado es muerte, el de la vida eterna, la
santidad.
Vv. 1, 2. El apóstol es muy completo al enfatizar
la necesidad de la santidad. No la elimina al
exponer la libre gracia del evangelio, antes bien muestra que la
conexión entre justificación y
santidad es inseparable. Sea aborrecido el pensamiento de seguir en
pecado para que abunde la
gracia. Los creyentes verdaderos están muertos al pecado, por tanto, no
deben seguirlo. Nadie puede
estar vivo y muerto al mismo tiempo. Necio es quien, deseando estar
muerto al pecado, piensa que
puede vivir en él.
Vv. 3—10. El bautismo enseña la necesidad de morir
al pecado y ser como haber sido sepultado
de toda empresa impía e inicua, y resucitar para andar con Dios en una
vida nueva. Los profesantes
impíos pueden tener la señal externa de una muerte al pecado y de un
nuevo nacimiento a la
justicia, pero nunca han pasado de la familia de Satanás a la de Dios. —La
naturaleza corrupta,
llamada hombre viejo, porque derivó de Adán nuestro primer padre, en
todo creyente verdadero está
crucificada con Cristo por la gracia derivada de la cruz. Está
debilitada y en estado moribundo,
aunque todavía lucha por la vida, y hasta por la victoria. Pero todo el
cuerpo de pecado, sea lo que
sea que no concuerde con la santa ley de Dios, debe ser desechado para
que el creyente no sea más
esclavo del pecado, sino que viva para Dios y halle dicha en su
servicio.
Vv. 11—15. Aquí se estipulan los motivos más
fuertes contra el pecado, y para poner en
vigencia la obediencia. Siendo liberado del reinado del pecado, hecho
vivo para Dios, y teniendo la
perspectiva de la vida eterna, corresponde a los creyentes interesarse
mucho por hacer progresos a
ella, pero como las lujurias impías no han sido totalmente desarraigadas
en esta vida, la
preocupación del cristiano debe ser la de resistir sus indicaciones,
luchando con fervor para que, por
medio de la gracia divina, no prevalezcan en este estado mortal. Aliente
al cristiano verdadero el
pensamiento de que este estado pronto terminará, en cuanto a la
seducción de las lujurias que, tan a
menudo, le dejan confundido y le inquietan. Presentemos todos nuestros
poderes como armas o
instrumentos a Dios, listos para la guerra y para la obra de justicia a
su servicio. —Hay poder para
nosotros en el pacto de gracia. El pecado no tendrá dominio. Las
promesas de Dios para nosotros
son más poderosas y eficaces para mortificar el pecado que nuestras
promesas a Dios. El pecado
puede luchar en un creyente real y crearle una gran cantidad de
trastornos, pero no le dominará;
puede que lo angustie, pero no lo dominará. ¿Alguno se aprovecha de esta
doctrina estimulante para
permitirse la práctica de cualquier pecado? Lejos estén pensamientos tan
abominables, tan
contrarios a las perfecciones de Dios, y al designio de su evangelio,
tan opuestos al ser sometido a
la gracia. ¿Qué motivo más fuerte contra el pecado que el amor de
Cristo? ¿Pecaremos contra tanta
bondad y contra una gracia semejante?
Vv. 16—20. Todo hombre es el siervo del amo a cuyos
mandamientos se rinde, sean las
disposiciones pecaminosas de su corazón en acciones que llevan a la
muerte, o la nueva obediencia
espiritual implantada por la regeneración. Ahora se regocija el apóstol
porque ellos obedecieron de
todo corazón el evangelio en el cual fueron puestos como en un molde.
Así como el mismo metal se
hace vaso nuevo cuando es fundido y se vuelve a echar en otro molde, así
el creyente ha llegado a
ser nueva criatura. Hay una gran diferencia en la libertad de mente y de
espíritu, tan opuesta al
estado de esclavitud, que tiene el cristiano verdadero al servicio de su
justo Señor, a quien puede
considerar su Padre, y por la adopción de la gracia, considerarse hijo y
heredero de Aquel. El
dominio del pecado consiste en ser esclavos voluntarios; no en ser
arrasados por un poder odiado,
mientras se lucha por la victoria. Los que ahora son los siervos de Dios
fueron una vez los esclavos
del pecado.
Vv. 21—23. El placer y el provecho del pecado no
merecen ser llamados fruto. Los pecadores
no están más que arando iniquidad, sembrando vanidad y cosechando lo
mismo. La vergüenza vino
al mundo con el pecado y aún sigue siendo su efecto seguro. El fin del
pecado es la muerte. Aunque
el camino parezca placentero e invitador, de todos modos al final habrá
amargura. —El creyente es
puesto en libertad de esta condenación, cuando es hecho libre del
pecado. Si el fruto es para
santidad, si hay un principio activo de gracia verdadera y en
crecimiento, el final será la vida eterna,
¡un final muy feliz! Aunque el camino es cuesta arriba, aunque es
estrecho, espinoso y tentador, no
obstante, la vida eterna en su final está asegurada. La dádiva de Dios
es la vida eterna. Y este don es
por medio de Jesucristo nuestro Señor. Cristo la compró, la preparó, nos
prepara para ella, nos
preserva para ella; Él es el todo en todo de nuestra salvación.
CAPÍTULO VII
Versículos 1—6. Los creyentes están
unidos con Cristo para llevar fruto para Dios. 7—13.
El uso y
la excelencia de la ley. 14—25. Los conflictos espirituales entre la corrupción y la gracia en el
creyente.
Vv. 1—6. Mientras el hombre continúe bajo el
pacto de la ley, y procure justificarse por su
obediencia, sigue siendo en alguna forma esclavo del pecado. Nada sino
el Espíritu de vida en
Cristo Jesús, puede liberar al pecador de la ley del pecado y la muerte.
Los creyentes son liberados
del poder de la ley, que los condena por los pecados cometidos por
ellos, y son librados del poder de
la ley que incita y provoca al pecado que habita en ellos. Entienda
esto, no de la ley como regla,
sino como pacto de obras. —En profesión y privilegio estamos bajo un
pacto de gracia, y no bajo
un pacto de obras; bajo el evangelio de Cristo, no bajo la ley de
Moisés. La diferencia se plantea
con el símil o figura de estar casado con un segundo marido. El segundo
matrimonio es con Cristo.
Por la muerte somos liberados de la obligación a la ley en cuanto al
pacto, como la esposa lo es de
sus votos para el primer marido. En nuestro creer poderosa y eficazmente
estamos muertos para la
ley , y no tenemos más relación con ella que el siervo muerto, liberado
de su amo, la tiene con el
yugo de su amo. El día en que creímos es el día en que somos unidos al
Señor Jesús. Entramos en
una vida de dependencia de Él y de deber para con Él. Las buenas obras
son por la unión con
Cristo; como el fruto de la vid es el producto de estar en unión con sus
raíces, no hay fruto para
Dios hasta que estemos unidos con Cristo. La ley, y los esfuerzos más
grandes de uno bajo la ley,
aun en la carne, bajo el poder de principios corruptos, no pueden
enderezar el corazón en cuanto al
amor de Dios, ni derrotar las lujurias mundanas, o dar verdad y
sinceridad en las partes internas, ni
nada que venga por el poder especialmente santificador del Espíritu
Santo. Sólo la obediencia
formal de la letra externa de cualquier precepto puede ser cumplida por
nosotros sin la gracia
renovadora del nuevo pacto, que crea de nuevo.
Vv. 7—13. No hay manera de llegar al conocimiento
del pecado, que es necesario para el
arrepentimiento y, por tanto, para la paz y el perdón, sino tratando
nuestros corazones y vidas con la
ley. En su propio caso el apóstol no hubiera conocido la pecaminosidad
de sus pensamientos,
motivos y acciones sino por la ley. Esa norma perfecta mostró cuán malo
era su corazón y su vida,
probando que sus pecados eran más numerosos de lo que había pensado
antes, pero no contenía
ninguna cláusula de misericordia o gracia para su alivio. —Ignora la
naturaleza humana y la
perversidad de su propio corazón aquel que no advierte en sí mismo la
facilidad para imaginar que
hay algo deseable en lo que está fuera de su alcance. Podemos captar
esto en nuestros hijos, aunque
el amor propio nos enceguezca al respecto en nosotros mismos. Mientras
más humilde y espiritual
sea un cristiano, más verá que el apóstol describe al creyente
verdadero, desde sus primeras
convicciones de pecado hasta su mayor progreso en la gracia, durante
este presente estado
imperfecto. San Pablo fue una vez fariseo, ignorante de la
espiritualidad de la ley, que tenía cierto
carácter correcto sin conocer su depravación interior. Cuando el
mandamiento llegó a su conciencia
por la convicción del Espíritu Santo, y vio lo que exigía, halló que su
mente pecaminosa se
levantaba en contra. Al mismo tiempo sintió la maldad del pecado, su
propio estado pecaminoso, y
que era incapaz de cumplir la ley y que era como un criminal condenado. —Sin
embargo, aunque el
principio del mal en el corazón humano produce malas motivaciones, y más
aun tomando ocasión
por el mandamiento; de todos modos la ley es santa, y el mandamiento,
santo, justo y bueno. No es
favorable al pecado lo que lo busca en el corazón y lo descubre y
reprueba en su accionar interior.
Nada es tan bueno que una naturaleza corrupta y viciosa no pervierta. El
mismo calor que ablanda
la cera endurece al barro. El alimento o el remedio, cuando se toman
mal, pueden causar la muerte,
aunque su naturaleza es nutrir o sanar. La ley puede causar la muerte
por medio de la depravación
del hombre, pero el pecado es el veneno que produce la muerte. No la
ley, sino el pecado
descubierto por la ley fue hecho muerte para el apóstol. La naturaleza
destructora del pecado, la
pecaminosidad del corazón humano son claramente señalados aquí.
Vv. 14—17. Comparado con la santa regla de conducta
de la ley de Dios, el apóstol se halló tan
lejos de la perfección que le pareció que era carnal; como un hombre que
está vendido contra su
voluntad a un amo odiado, del cual no puede ser liberado. El cristiano
verdadero sirve
involuntariamente a ese amo odiado, pero no puede sacudirse la cadena
humillante hasta que lo
rescata su Amigo poderoso y la gracia de lo alto. El mal remanente de su
corazón es un estorbo real
y humillante para que sirva a Dios como lo hacen los ángeles y los
espíritus de los justos
perfeccionados. Este fuerte lenguaje fue el resultado del gran avance en
santidad de San Pablo, y de
la profundidad de la humillación de sí mismo y el odio por el pecado. Si
no entendemos este
lenguaje se debe a que estamos tan detrás de él en santidad, en el
conocimiento de la espiritualidad
de la ley de Dios y del mal de nuestros propios corazones y del odio del
mal moral. Muchos
creyentes han adoptado el lenguaje del apóstol, demostrando que es apto
para sus profundos
sentimientos de aborrecimiento del pecado y humillación de sí mismos. —El
apóstol se expande en
cuanto al conflicto que mantenía diariamente con los vestigios de su
depravación original. Fue
tentado frecuentemente en temperamento, palabras o actos que él no
aprobaba o no permitía en su
juicio y en afecto renovado. Distinguiendo su yo verdadero, su parte
espiritual, del yo o carne, en
que habita el pecado, y observando que las acciones malas eran hechas,
no por él, sino por el
pecado que habita en él, el apóstol no quiso decir que los hombres no
sean responsables de rendir
cuentas de sus pecados, sino que enseña el mal de sus pecados
demostrando que todos lo están
haciendo contra su razón y su conciencia. El pecado que habita en un
hombre no resulta ser quien le
manda o le domina; si un hombre vive en una ciudad o en un país, aún
puede no reinar ahí.
Vv. 18—22. Mientras más puro y santo sea el
corazón, será más sensible al pecado que
permanece en él. El creyente ve más de la belleza de la santidad y la
excelencia de la ley. Sus
deseos fervientes de obedecer aumentan a medida que crece en la gracia.
Pero no hace todo el bien
al cual se inclina plenamente su voluntad; el pecado siempre brota en él
a través de los vestigios de
corrupción, y a menudo, hace el mal aunque contra la decidida
determinación de su voluntad. —Las
presiones del pecado interior apenaban al apóstol. Si por la lucha de la
carne contra el Espíritu,
quiso decir que él no podía hacer ni cumplir como sugería el Espíritu,
así también, por la eficaz
oposición del Espíritu, no podía hacer aquello a lo cual la carne lo
impelía. ¡Qué diferente es este
caso del de los que se sienten cómodos con las seducciones internas de
la carne que les impulsan al
mal! ¡Estos, contra la luz y la advertencia de su conciencia, siguen
adelante, hasta en la práctica
externa, haciendo el mal, y de ese modo, con premeditación, siguen en el
camino a la perdición!
Porque cuando el creyente está bajo la gracia, y su voluntad está en el
camino de la santidad, se
deleita sinceramente en la ley de Dios y en la santidad que exige,
conforme a su hombre interior; el
nuevo hombre en él, creado según Dios en la justicia y santidad de la
verdad.
Vv. 23—25. Este pasaje no representa al apóstol
como uno que anduviera en pos de la carne,
sino como uno que se disponía de todo corazón no andar así. Si hay
quienes abusan de este pasaje,
como también de las demás Escrituras, para su propia destrucción, los
cristianos serios encuentran,
no obstante, causa para bendecir a Dios por haber provisto así para su
sostenimiento y el consuelo.
No tenemos que ver defectos en la Escritura, porque los cegados por sus
propias lujurias abusen de
ellas, ni tampoco de ninguna interpretación justa y bien respaldada de
ellas. Ningún hombre que no
esté metido en este conflicto puede entender claramente el significado
de estas palabras, ni juzgar
rectamente acerca de este conflicto doloroso que llevó al apóstol a
lamentarse de sí mismo como
miserable, constreñido a hacer lo que aborrecía. —No podía librarse a sí
mismo y esto le hacía
agradecer más fervorosamente a Dios el camino de salvación revelado por
medio de Jesucristo, que
le prometió la liberación final de este enemigo. Así, pues, entonces,
dice él, yo mismo, con mi
mente, mi juicio consciente, mis afectos y propósitos de hombre
regenerado por gracia divina, sirvo
y obedezco la ley de Dios; pero con la carne, la naturaleza carnal, los
vestigios de la depravación,
sirvo a la ley del pecado, que batalla contra la ley de mi mente. No es
que la sirva como para vivir
bajo ella o permitirla, sino que es incapaz de librarse a sí mismo de
ella, aun en su mejor estado, y
necesitando buscar ayuda y liberación fuera de sí mismo. Evidente es que
agradece a Dios por
Cristo, como nuestro libertador, como nuestra expiación y justicia en Él
mismo, y no debido a
ninguna santidad obrada en nosotros. No conocía una salvación así, y
rechazó todo derecho a ella.
Está dispuesto a actuar en todos los puntos conforme a la ley, en su
mente y conciencia, pero se lo
impedía el pecado que lo habitaba, y nunca alcanzó la perfección que la
ley requiere. ¿En qué puede
consistir la liberación para un hombre siempre pecador, sino la libre
gracia de Dios según es
ofrecida en Cristo Jesús? El poder de la gracia divina y del Espíritu
Santo podrían desarraigar el
pecado de nuestros corazones aun en esta vida, si la sabiduría divina lo
hubiese adecuado. Pero se
sufre, para que los cristianos sientan y entiendan constante y
completamente el estado miserable del
cual los salva la gracia divina; para que puedan ser resguardados de
confiar en sí mismos; y que
siempre puedan sacar todo su consuelo y esperanza de la rica y libre
gracia de Dios en Cristo.
CAPÍTULO VIII
Versículos 1—9. La libertad de los
creyentes respecto de la condenación. 10—17. Sus privilegios
por ser los hijos de Dios. 18—25. Sus esperanzas ante las tribulaciones. 26,
27. La ayuda del
Espíritu Santo en la oración. 28—31. Su interés en el amor de Dios. 32—39. Triunfo final por
medio de Cristo.
Vv. 1—9. Los creyentes pueden ser castigados por
el Señor, pero no serán condenados con el
mundo. Por su unión con Cristo por medio de la fe, están seguros. ¿Cuál
es el principio de su andar:
la carne o el Espíritu, la naturaleza vieja o la nueva, la corrupción o
la gracia? ¿Para cuál de estos
hacemos provisión, por cuál somos gobernados? La voluntad sin renovar es
incapaz de obedecer
por completo ningún mandamiento. La ley, además de los deberes externos,
requiere obediencia
interna. Dios muestra su aborrecimiento del pecado por los sufrimientos
de su Hijo en la carne, para
que la persona del creyente fuera perdonada y justificada. Así, se
satisfizo la justicia divina y se
abrió el camino de la salvación para el pecador. El Espíritu escribe la
ley del amor en el corazón, y
aunque la justicia de la ley no sea cumplida por nosotros, de todos modos, bendito sea
Dios, se
cumple en nosotros; en todos
los creyentes hay quienes responden a la intención de la ley. —El
favor de Dios, el bienestar del alma, los intereses de la eternidad, son
las cosas del Espíritu que
importan a quienes son según el Espíritu. ¿Por cuál camino se mueven con
más deleite nuestros
pensamientos? ¿Por cuál camino van nuestros planes e ingenios? ¿Somos
más sabios para el mundo
o para nuestras almas? Los que viven en el placer están muertos, 1
Timoteo v, 6. El alma santificada
es un alma viva, y esa vida es paz. La mente carnal no es sólo enemiga
de Dios, sino la enemistad
misma. El hombre carnal
puede, por el poder de la gracia divina, ser sometido a la ley de Dios, pero
la mente carnal,
nunca; esta debe ser quebrantada y expulsada. —Podemos conocer nuestro estado y
carácter verdadero cuando nos preguntamos si tenemos o no el Espíritu de
Dios y de Cristo,
versículo 9. Vosotros no estáis en la carne, sino en el Espíritu. Tener
el Espíritu de Cristo significa
haber cambiado el designio en cierto grado al sentir que había en Cristo
Jesús, y eso tiene que
notarse en una vida y una conversación que corresponda a sus preceptos y
a su ejemplo.
Vv. 10—17. Si el Espíritu está en nosotros, Cristo
está en nosotros. Él habita en el corazón por
fe. La gracia en el alma es su nueva naturaleza; el alma está viva para
Dios y ha comenzado su santa
felicidad que durará para siempre. La justicia imputada de Cristo
asegura al alma, la mejor parte, de
la muerte. De esto vemos cuán grande es nuestro deber de andar, no en
busca de la carne, sino en
pos del Espíritu. Si alguien vive habitualmente conforme a las lujurias
corruptas, ciertamente
perecerá en sus pecados, profese lo que profese. ¿Y puede una vida
mundana presente, digna por un
momento, ser comparada con el premio noble de nuestro supremo
llamamiento? Entonces, por el
Espíritu esforcémonos más y más en mortificar la carne. —La regeneración
por el Espíritu Santo
trae al alma una vida nueva y divina, aunque su estado sea débil. Los
hijos de Dios tienen al
Espíritu para que obre en ellos la disposición de hijos; no tienen el
espíritu de servidumbre, bajo el
cual estaba la Iglesia del Antiguo Testamento, por la oscuridad de esa
dispensación. El Espíritu de
adopción no estaba, entonces, plenamente derramado. Y, se refiere al
espíritu de servidumbre, al
cual estaban sujetos muchos santos en su conversión. —Muchos se jactan
de tener paz en sí
mismos, a quienes Dios no les ha dado paz; pero los santificados, tienen
el Espíritu de Dios que da
testimonio a sus espíritus que les da paz a su alma. —Aunque ahora
podemos parecer perdedores
por Cristo, al final no seremos, no podemos
ser, perdedores para Él.
Vv. 18—25. Los sufrimientos de los santos golpean,
pero no más hondo que las cosas del
tiempo, sólo duran el tiempo actual, son aflicciones leves y sólo
pasajeras. ¡Cuán diferentes son la
sentencia de la palabra y el sentimiento del mundo respecto de los sufrimientos de este tiempo
presente! Indudablemente toda la creación espera con anhelosa
expectativa el período en que se
manifiesten los hijos de Dios en la gloria preparada para ellos. Hay
impureza, deformidad y
enfermedad que sobrevinieron a la criatura por la caída del hombre. Hay
enemistad de una criatura
contra otra. Son utilizadas, más bien se abusa de ellas, por el hombre
como instrumentos de pecado.
Sin embargo, este estado deplorable de la creación está “con esperanza”.
Dios lo librará de estar así
mantenida en esclavitud por la depravación del hombre. Las miserias de
la raza humana, por medio
de la maldad propia de cada uno y de unos con otros, declaran que el
mundo no siempre continúa
como está. —Que nosotros hayamos recibido las primicias del Espíritu,
vivifica nuestros deseos,
anima nuestras esperanzas y eleva nuestra expectativa. El pecado fue y
es la causa culpable de todo
el sufrimiento que existe en la creación de Dios. El pecado trajo los
ayes de la tierra; enciende las
llamas del infierno. En cuanto al hombre, ninguna lágrima ha sido
derramada, ningún lamento se ha
emitido, ninguna punzada se ha sentido, en cuerpo o mente, que no haya
procedido del pecado. Esto
no es todo: hay que considerar que el pecado afecta la gloria de Dios.
¡Con cuánta temeridad,
temible, mira el grueso de la humanidad a esto! —Los creyentes han sido
llevados a un estado de
seguridad, pero su consuelo consiste más bien en esperanza que en
deleite. No pueden ser sacados
de esta esperanza por la expectativa vana de hallar satisfacción en las
cosas del tiempo y de los
sentidos. Necesitamos paciencia, nuestro camino es áspero y largo, pero
el que ha de venir, vendrá
aunque parezca que tarda.
Vv. 26, 27. Aunque las dolencias de los cristianos
son muchas y grandes, de modo que serían
vencidos si fueran dejados a sí mismos, el Espíritu Santo los sostiene.
El Espíritu, como Espíritu
iluminador, nos enseña por qué cosa orar; como Espíritu santificador
obra y estimula las gracias
para orar; como Espíritu consolador, acalla nuestros temores y nos ayuda
a superar todas las
desilusiones. El Espíritu Santo es la fuente de todos los deseos que
tengamos de Dios, los cuales
son, a menudo, más de lo que pueden expresar las palabras. El Espíritu
que escudriña los corazones
puede captar la mente y la voluntad del espíritu, la mente renovada, y
abogar por su causa. El
Espíritu intercede ante Dios y el enemigo no vence.
Vv. 28—31. Lo bueno para los santos es lo que hace
buena su alma. Toda providencia tiende al
bien espiritual de los que aman a Dios: apartándolos del pecado, acercándolos
a Dios, quitándolos
del mundo y equipándolos para el cielo. Cuando los santos actúan fuera
de su carácter, serán
corregidos para volverlos a donde deben estar. Aquí está el orden de las
causas de nuestra salvación,
una cadena de oro que no puede ser rota. —1. “Porque a los que antes
conoció, también los
predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo”.
Todo eso que Dios concibió
como la finalidad de la gloria y felicidad, lo decretó como el camino de
la gracia y la santidad. Toda
la raza humana merecía la destrucción, pero por razones imperfectamente
conocidas para nosotros,
Dios determinó recuperar a algunos por la regeneración y el poder de su
gracia. El predestinó, o
decretó antes, que ellos fueran conformados a la imagen de su Hijo. En
esta vida ellos son
renovados en parte y andan en sus huellas. —2. “Y a los que predestinó,
a éstos también llamó”. Es
un llamamiento eficaz, desde el yo y desde la tierra a Dios y a Cristo y
al cielo, como nuestro fin;
desde el pecado y la vanidad a la gracia y la santidad como nuestro
camino. Este es el llamado del
evangelio. El amor de Dios, que reina en los corazones de quienes, una
vez fueron Sus enemigos,
prueba que ellos fueron llamados conforme a su propósito. —3. “Y a los
que llamó, a éstos también
justificó”. Nadie es así justificado, sino los llamados eficazmente. Los
que resisten el evangelio,
permanecen sujetos a la culpa y la ira. —4. “Y a los que justificó, a
éstos también glorificó”. Siendo
roto el poder de la corrupción en el llamamiento eficaz, y eliminada la
culpa del pecado en la
justificación, nada puede interponerse entre esa alma y la gloria. Esto
estimula nuestra fe y
esperanza, porque como Dios, su camino, su obra, es perfecta. —El
apóstol habla como alguien
asombrado y absorto de admiración, maravillándose por la altura y la
profundidad, y el largo y la
anchura del amor de Cristo que sobrepasa todo conocimiento. Mientras más
sabemos de otras cosas,
menos nos maravillamos, pero mientras más profundamente somos guiados en
los misterios del
evangelio, más afectados somos por ellos. Mientras Dios esté por
nosotros, y nosotros seamos
mantenidos en su amor, podemos desafiar con santa osadía a todas las
potestades de las tinieblas.
Vv. 32—39. Todas las cosas del cielo y la tierra,
cualesquiera sean, no son tan grandes como
para exhibir el libre amor de Dios como la dádiva de su coigual Hijo,
como expiación por el pecado
del hombre en la cruz; y todo lo demás sigue a la unión con Él y el
interés en Él. “Todas las cosas”,
todo eso que pueda ser causa o medio de cualquier bien real para el
cristiano fiel. El que ha
preparado una corona y un reino para nosotros, nos dará lo que
necesitamos en el camino para
alcanzarla. —Los hombres pueden justificarse a sí mismos aunque las
acusaciones contra ellos
estén plenamente vigentes; pero si Dios justifica, eso responde a todo.
Así somos asegurados por
Cristo. Él pagó nuestra deuda por el mérito de su muerte. Sí, más que
eso, Él ha resucitado. Esta es
la prueba convincente de que la justicia divina fue satisfecha. De
manera que tenemos un Amigo a
la diestra de Dios; toda potestad le ha sido dada a Él, que está allí, e
intercede. ¡Creyente!; ¡dice tu
alma dentro de ti, ¡oh, que Él fuera mío! Y ¡oh, que yo fuera de Él!
¡que yo pudiese complacerle y
vivir para Él! Entonces, no juegues tu espíritu ni confundas tus
pensamientos en dudas estériles e
interminables, sino como estás convencido de impiedad, cree en aquel que
justifica al impío. Estás
condenado, pero Cristo ha muerto y resucitado. Huye a Él en esa calidad.
—Habiendo Dios
manifestado su amor al dar a su propio Hijo por nosotros, ¿podemos
pensar que haya algo que
pueda apartar o eliminar ese amor? Los problemas no causan ni muestran
ninguna disminución de
su amor. No importa de qué sean separados los creyentes, queda
suficiente. Nadie puede quitar a
Cristo del creyente; nadie puede quitar al creyente de Cristo, y eso
basta. Todos los otros riesgos
nada significan. ¡Sí, pobres pecadores! Aunque abunden con posesiones de
este mundo, ¡qué cosas
tan vanas son! Puedes decir de cualquiera de ellas, ¿quién nos separará?
Puede que hasta te saquen
las habitaciones preciosas, las amistades y la fortuna. Puede que vivas
hasta para ver y esperar tu
partida. Al final, debes separarte, porque debes morir. Entonces, adiós
a todo lo que este mundo
considera de supremo valor. ¿Qué te ha quedado, pobre alma, que no
tienes a Cristo, sino aquello de
lo cual te separaras gustoso, sin poder hacerlo: ¡la culpa condenadora
de todos tus pecados!? Pero el
alma que está en Cristo, cuando le quitan las demás cosas, se aferra a
Cristo y estas separaciones no
le pesan. Sí, cuando llega la muerte, eso rompe todas las demás uniones,
hasta la del alma con el
cuerpo, lleva el alma del creyente a la unión más íntima con su amado
Señor Jesús, y al gozo pleno
de Él para siempre.
CAPÍTULO IX
Versículos 1—5. La preocupación del
apóstol porque sus compatriotas eran extranjeros para el
evangelio. 6—13. Las
promesas valen para la simiente espiritual de Abraham. 14—24.
Respuesta a las objeciones contra la conducta soberana de Dios al
ejercer misericordia y
justicia. 25—29. Esta
soberanía está en los tratos de Dios con judíos y gentiles. 30—33. La
deficiencia de los judíos se debe a que buscan su justificación por las
obras de la ley, no por la
fe.
Vv. 1—5. Estando a punto de tratar el rechazo de
los judíos y el llamamiento a los gentiles, y de
mostrar que todo concuerda con el electivo amor soberano de Dios el
apóstol expresa con fuerza su
afecto por su pueblo. Apela solemnemente a Cristo; su conciencia,
iluminada y dirigida por el
Espíritu Santo da testimonio de su sinceridad. Se sometería a ser
anatema, a ser condenado,
crucificado, y, aun, estar en el horror y angustia más profundos si
pudiera rescatar a su nación de la
destrucción venidera por su obstinada incredulidad. Ser insensible al
estado eterno de nuestro
prójimo es contrario al amor requerido por la ley y por la misericordia
del evangelio. Ellos habían
profesado hace mucho tiempo ser adoradores de Jehová. La ley y el pacto
nacional, fundamentado
en ella, eran suyos. La adoración del templo era un tipo de la salvación
por el Mesías y del medio de
comunión con Dios. Todas las promesas referidas a Cristo y su salvación
les fueron dadas. No solo
está sobre todo como Mediador; es el Dios bendito por los siglos.
Vv. 6—13. El rechazo de los judíos por la
dispensación del evangelio no quebrantó la promesa
de Dios a los patriarcas. Las promesas y las advertencias se cumplirán.
La gracia no corre por la
sangre; ni los beneficios salvíficos se hallan siempre en los
privilegios externos de la iglesia. No
sólo fueron elegidos algunos de la simiente de Abraham, y otros no, sino
que Dios obró conforme al
consejo de su voluntad. Dios profetizó de Esaú y Jacob, nacidos en
pecado, hijos de la ira por
naturaleza, como los demás. Si eran dejados a sí mismos hubieran
continuado en pecado durante
toda la vida, pero, por razones santas y sabias, que no nos son dadas a
conocer, Él se propuso
cambiar el corazón de Jacob y dejar a Esaú en su maldad. Este caso de
Esaú y Jacob ilumina la
conducta divina con la raza caída del hombre. Toda la Escritura muestra
la diferencia entre el
cristiano confeso y el creyente real. Los privilegios externos son
concedidos a muchos que no son
los hijos de Dios. Sin embargo, hay un estímulo completo para el uso
diligente de los medios de
gracia que Dios ha determinado.
Vv. 14—24. Cualquier cosa que Dios haga debe ser
justa. De ahí que el feliz pueblo santo de
Dios sea diferente de los demás. La sola gracia de Dios les hace ser
diferentes. Él actúa como
benefactor en esta gracia eficaz y previsora que distingue, porque su
gracia es sólo suya. Nadie la ha
merecido, de modo que los que son salvos deben agradecer únicamente a
Dios; y aquellos que
perecen, deben sólo culparse a sí mismos, Oseas xiii, 9. Dios no está
obligado más allá de lo que le
parezca bien obligarse según su pacto y promesa, que es su voluntad
revelada. Esta es que recibirá y
no echará fuera a los que vienen a Cristo; pero la elección de almas,
para que vayan, es un favor
anticipado y distintivo para los que Él quiere. —¿Por qué encuentra
faltas aún? Esta no es objeción
que la criatura pueda hacer a su Creador, el hombre contra Dios. La
verdad, como pasa con Jesús,
anonada al hombre, poniéndolo como menos que nada, y establece a Dios
como el soberano Señor
de todo. ¿Quién eres tú, tan necio, tan débil, tan incapaz de juzgar los
consejos divinos? Nos
corresponde someternos a Él, no objetarlo. ¿Los hombres no permitirían
al infinito Dios el mismo
derecho soberano para manejar los asuntos de la creación, como el
alfarero ejerce su derecho a
disponer de su barro, cuando del mismo montón de barro hacer un vaso
para un uso más honroso, y
otro para uso más vil? Dios no puede hacer injusticia por más que así le
parezca a los hombres. Dios
hará evidente que odia el pecado. Además, formó vasos llenos con
misericordia. La santificación es
la preparación del alma para la gloria. Esta es obra de Dios. Los
pecadores se preparan para el
infierno, pero Dios es quien prepara a los santos para el cielo; y a
todos los que Dios destina para el
cielo en el más allá, a ésos prepara ahora. —¿Queremos saber quiénes son estos vasos de
misericordia? A los que Dios llamó, y éstos no sólo son de los judíos
sino de los gentiles.
Ciertamente que no puede haber injusticia en ninguna de estas
dispensaciones divinas; no la hay en
Dios que ejerce su benignidad, paciencia y tolerancia para con los
pecadores sujetos a culpa
creciente, antes de traerles su destrucción total. La falta está en el
mismo pecador encallecido. En
cuanto a todos los que aman y temen a Dios, por más que esas verdades
parezcan más allá del
alcance de su entendimiento, aun así guardan silencio ante Él. Es el
Señor solo quien nos hace
diferentes; debemos adorar su misericordia perdonadora y su gracia que
crea de nuevo, y poner
diligencia para asegurar nuestra vocación y elección.
Vv. 25—29. El rechazo de los judíos y la
incorporación de los gentiles estaban profetizados en
el Antiguo Testamento. Esto ayuda mucho a esclarecer una verdad, a
observar cómo se cumple en
ella la Escritura. Prodigio de la potestad y misericordia divinas es que
haya algunos salvos: porque
aun los dejados para ser simiente hubiesen perecido con los demás, si
Dios los hubiera tratado
conforme a sus pecados. Esta gran verdad nos la enseña esta Escritura.
Se debe temer que, aun en el
vasto número de cristianos profesantes, sólo un remanente será salvo.
Vv. 30—33. Los gentiles no conocían su culpa y
miseria, por tanto, no se tomaban la molestia
de procurarse remedio. Pero alcanzaron la justicia por fe. No por
volverse prosélitos de la religión
judía, ni por someterse a la ley ceremonial, sino abrazando a Cristo,
creyendo en Él, y sujetándose
al evangelio. Los judíos hablaban mucho de justificación y santidad, y
parecía que deseaban mucho
ser los favoritos de Dios. Buscaron, pero no de la manera correcta, no
de la manera que hace
humilde, no de la manera establecida. No por fe, no por abrazar a
Cristo, sin depender de Cristo ni
sujetarse al evangelio. Esperaban la justificación obedeciendo los
preceptos y las ceremonias de la
ley de Moisés. Los judíos incrédulos tuvieron una justa oferta de
justicia, vida y salvación, hecha a
ellos en las condiciones del evangelio, cosa que no les gustó y no
aceptaron. ¿Hemos procurado
saber cómo podemos ser justificados ante Dios, procurando esa bendición
en la forma aquí
señalada, por fe en Cristo, como Jehová Justicia nuestra? Entonces, no
seremos avergonzados en
ese día terrible, cuando todos los refugios de mentiras sean arrasados, y
la ira divina innunde todo
escondite salvo aquel que Dios ha preparado en su Hijo.
CAPÍTULO X
Versículos 1—4. El deseo fervoroso
del apóstol por la salvación de los judíos. 5—11.
La diferencia
entre la justicia de la ley y la justicia de la fe. 12—17. Los gentiles están al mismo nivel de los
judíos en justificación y salvación. 18—21.
Los judíos podían saberlo por las profecías del
Antiguo Testamento.
Vv. 1—4. Los judíos edificaron sobre un
fundamento falso y no quisieron ir a Cristo para recibir la
salvación gratuita por fe, y son muchos los que en cada época hacen lo
mismo en diversas formas.
La severidad de la ley demostró a los hombres su necesidad de salvación
por gracia por medio de la
fe. Las ceremonias eran una sombra de Cristo que cumple la justicia y
carga con la maldición de la
ley. Así que aun bajo la ley, todos los que fueron justificados ante
Dios, obtuvieron esa bendición
por la fe, por la cual fueron hechos partícipes de la perfecta justicia
del Redentor prometido. La ley
no es destruida ni frustrada la intención del Legislador, pero habiendo
dado la muerte de Cristo la
satisfacción plena por nuestra violación de la ley, se alcanza la
finalidad. Esto es, Cristo cumplió
toda la ley, por tanto, quien cree en Él, es contado justo ante Dios
como si él mismo hubiese
cumplido toda la ley. Los pecadores nunca se diluyen en vanas fantasías
de su propia justicia si
conocieron la justicia de Dios como Rey o su rectitud como Salvador.
Vv. 5—11. El pecador condenado por sí mismo no
tiene que confundirse con la manera en que
puede hallarse esta justicia. Cuando hablamos de mirar a Cristo,
recibirlo y alimentarnos de Él, no
queremos decir a Cristo en el cielo ni Cristo en lo profundo, sino
Cristo en la promesa, Cristo
ofrecido en la palabra. La justificación por fe en Cristo es una
doctrina sencilla. Se expone ante la
mente y el corazón de cada persona, dejándola así sin disculpa por la
incredulidad. Si un hombre ha
confesado su fe en Jesús como Señor y Salvador de los pecadores
perdidos, y realmente cree en su
corazón que Dios le levantó desde los muertos, para mostrar que había
aceptado la expiación, debe
ser salvado por la justicia de Cristo, imputada a él por medio de la fe.
Pero ninguna fe justifica lo
que no es poderoso para santificar al corazón y reglamentar todos sus
afectos por el amor de Cristo.
Debemos consagrar y rendir nuestras almas y nuestros cuerpos a Dios:
nuestras almas al creer con
el corazón, y nuestros cuerpos al confesar con la boca. El creyente
nunca tendrá causa para
arrepentirse de su confianza total en el Señor Jesús. Ningún pecador
será nunca avergonzado de tal
fe ante Dios; y debiera gloriarse de ella ante los hombres.
Vv. 12—17. No hay un Dios para los judíos que sea
más bueno, y otro para los gentiles que sea
menos bueno; el Señor es el Padre de todos los hombres. La promesa es la
misma para todos los que
invocan el nombre del Señor Jesús como Hijo de Dios, como Dios
manifestado en carne. Todos los
creyentes de esta clase invocan al Señor Jesús y nadie más lo hará tan
humilde o sinceramente, pero
¿cómo podría invocar al Señor Jesús, el Salvador divino, alguien que no
ha oído de Él? ¿Cuál es la
vida del cristiano, sino una vida de oración? Eso demuestra que sentimos
nuestra dependencia de Él
y que estamos listos para rendirnos a Él, y tenemos la expectativa
confiada acerca de todo lo nuestro
de parte de Él. —Era necesario que el evangelio fuera predicado a los
gentiles. Alguien debe
mostrarles lo que tienen que creer. ¡Qué recibimiento debiera tener el
evangelio entre aquellos a
quienes les es predicado! El evangelio es dado no sólo para ser conocido
y creído, sino para ser
obedecido. No es un sistema de nociones, sino una regla de conducta. El
comienzo, el desarrollo y
el poder de la fe vienen por oír, pero sólo el oír la palabra, porque la
palabra de Dios fortalecerá la
fe.
Vv. 18—21. ¿No sabían los judíos que los gentiles
iban a ser llamados? Ellos podrían haberlo
sabido por Moisés e Isaías. Isaías habla claramente de la gracia y el
favor de Dios que avanza para
ser recibido por los gentiles. ¿No fue este nuestro caso? ¿No empezó
Dios con amor, y se nos dio a
conocer cuando nosotros no preguntábamos por Él? La paciencia de Dios
para con los pecadores
provocadores es maravillosa. El tiempo de la paciencia de Dios es llamado
un día, liviano como un
día y apto para el trabajo y los negocios; pero limitado como el día, y
hay una noche que le pone
fin. La paciencia de Dios empeora la desobediencia del hombre, y la
vuelve más pecaminosa.
Podemos maravillarnos ante la misericordia de Dios, de que su bondad no
sea vencida por la
maldad del hombre; podemos maravillarnos ante la iniquidad del hombre,
que su maldad no sea
vencida por la bondad de Dios. Es cuestión de gozo pensar que Dios ha
enviado el mensaje de
gracia a tantísimos millones por la amplia difusión de su evangelio.
CAPÍTULO XI
Versículos 1—10. El rechazo de los
judíos no es universal. 11—21. Dios pasó por alto la
incredulidad de ellos al hacer a los gentiles partícipes de los
privilegios del evangelio. 22—32.
Los gentiles son advertidos contra el orgullo y la incredulidad. 33—36. Una solemne
glorificación de la sabiduría, la bondad y la justicia de Dios.
Vv. 1—10. Hubo un remanente escogido de judíos
creyentes que tuvo justicia y vida por fe en
Jesucristo. Estos fueron preservados conforme a la elección de gracia.
Si entonces esta elección era
de gracia, no podía ser por obras, sean hechas o previstas. Toda
disposición verdaderamente buena
en una criatura caída debe ser efecto, por tanto, no puede ser causa, de
la gracia de Dios otorgada a
ella. La salvación de principio a fin debe ser de gracia o de deuda.
Estas cosas se contradicen entre
sí, tanto que no pueden fundirse. Dios glorifica su gracia cambiando los
corazones y los
temperamentos de los rebeldes. ¡Entonces, cómo debieran admirarlo y
alabarlo! —La nación judía
estaba como en un profundo sueño sin conocer su peligro ni interesarse
al respecto; no tienen
conciencia de necesitar al Salvador o de estar al borde de su
destrucción eterna. Habiendo predicho
por el Espíritu los sufrimientos de Cristo infligidos por su pueblo,
David predice los terribles juicios
de Dios contra ellos por eso, Salmo lxix. Esto nos enseña a entender
otras oraciones de David
contra sus enemigos; estas son profecías de los juicios de Dios, no
expresiones de su propia ira. Las
maldiciones divinas obran por largo tiempo y tenemos nuestros ojos
ensombrecidos si nos
inclinamos ante la mentalidad mundana.
Vv. 11—21. El evangelio es la riqueza más grande en
todo lugar donde esté. Por tanto, así como
el justo rechazo de los judíos incrédulos fue la ocasión para que una
multitud tan inmensa de
gentiles se reconciliara con Dios, y tuviera paz con Él, la futura
recepción de los judíos en la Iglesia
significará un cambio tal que se parecerá a la resurrección general de
los muertos en pecado a una
vida de justicia. —Abraham era la raíz de la Iglesia. Los judíos eran
ramas de este árbol hasta que,
como nación, rechazaron al Mesías; después de eso, su relación con
Abraham y Dios fue cortada.
Los gentiles fueron injertados en este árbol en lugar de ellos, siendo
admitidos en la Iglesia de Dios.
Hubo multitudes hechas herederos de la fe, de la santidad y de la
bendición de Abraham. El estado
natural de cada uno de nosotros es ser silvestre por naturaleza. La
conversión es como el injerto de
las ramas silvestres en el buen olivo. El olivo silvestre se solía
injertar en el fructífero cuando éste
empezaba a decaer, entonces no sólo llevó fruto, sino hizo revivir y
florecer al olivo decadente. Los
gentiles, de pura gracia, fueron injertados para compartir las ventajas.
Por tanto, debían cuidarse de
confiar en sí mismos y de toda clase de orgullo y ambición; no fuera a
ser que teniendo sólo una fe
muerta y una profesión de fe vacía, se volvieran contra Dios y
abandonaran sus privilegios. Si
permanecemos es absolutamente por la fe; somos culpables e incapaces en
nosotros mismos y
tenemos que ser humildes, estar alertas, temer engañarnos con el yo, o
de ser vencido por la
tentación. No sólo tenemos que ser primero justificados por fe, pero
debemos mantenernos hasta el
final en el estado justificado sólo por fe, aunque por una fe que no
está sola sino que obra por amor
a Dios y el hombre.
Vv. 22—32. Los juicios espirituales son los más
dolorosos de todos los juicios; de estos habla
aquí el apóstol. La restauración de los judíos, en el curso de los
acontecimientos, es mucho menos
improbable que el llamamiento a los gentiles para ser los hijos de
Abraham; y aunque ahora otros
posean estos privilegios, no impedirá que sean admitidos de nuevo. Por
rechazar el evangelio y por
indignarse por la predicación a los gentiles, los judíos se volvieron
enemigos de Dios; aunque aún
son favorecidos por amor de sus padres piadosos. Aunque en la actualidad
son enemigos del
evangelio, por su odio a los gentiles, cuando llegue el tiempo de Dios,
eso no existirá más, y el
amor de Dios por sus padres será recordado. —La gracia verdadera no
procura limitar el favor de
Dios. Los que hallan misericordia deben esforzarse para que por su
misericordia otros también
puedan alcanzar misericordia. No se trata de una restauración en que los
judíos vuelvan a tener su
sacerdocio, el templo y las ceremonias nuevamente; a todo esto se puso
fin; pero van a ser llevados
a creer en Cristo, el Mesías verdadero, al cual crucificaron; van a ser
llevados a la iglesia cristiana y
se volverá un solo redil con los gentiles, sometidos a Cristo el gran
Pastor. Las cautividades de
Israel, su dispersión, y el hecho de ser excluidos de la iglesia son
emblemas de los correctivos para
los creyentes por hacer lo malo; el cuidado continuo del Señor para su
pueblo, y la misericordia
final y la bendita restauración concebida para ellos, muestra la
paciencia y el amor de Dios.
Vv. 33—36. El apóstol Pablo conocía los misterios
del reino de Dios tan bien como ningún otro
hombre; sin embargo, se reconoce impotente; desesperando por llegar al
fondo, se sienta
humildemente en el borde y adora lo profundo. Los que más saben en este
estado imperfecto,
sienten más su debilidad. No es sólo la profundidad de los consejos
divinos sino las riquezas, la
abundancia de lo que es precioso y de valor. Los consejos divinos son
completos; no sólo tienen
profundidad y altura, sino anchura y longitud, Efesios iii, 18, y eso
sobrepasa a todo conocimiento.
Hay vasta distancia y desproporción entre Dios y el hombre, entre el
Creador y la criatura, que por
siempre nos impide conocer sus caminos. ¿Qué hombre le enseñará a Dios
cómo gobernar al
mundo? El apóstol adora la soberanía de los consejos divinos. Todas las
cosas de cielo y tierra,
especialmente las que se relacionan con nuestra salvación, que
corresponden a nuestra paz, son
todas de Él por la creación,
por medio de Él por la
providencia, para que al final sean para Él. De
Dios como Manantial y Fuente de todo; por
medio de Cristo, para Dios como fin. Estas incluyen
todas las relaciones de Dios con sus criaturas; si todos somos de Él, y
por Él, todos seremos de Él y
para Él. Todo lo que comienza, que su fin sea la gloria de Dios;
adorémosle especialmente cuando
hablamos de los consejos y acciones divinas. Los santos del cielo nunca
discuten; siempre alaban.
CAPÍTULO XII
Versículos 1, 2. Los creyentes deben
consagrarse a Dios. 3—8. Ser
humildes, y usar fielmente sus
dones espirituales en sus respectivos puestos. 9—16. Exhortaciones a diversos deberes. 17—21.
Y a una conducta pacífica con todos los hombres, con tolerancia y
benevolencia.
Vv. 1, 2. Habiendo terminado el apóstol la parte
de su carta en que argumenta y prueba diversas
doctrinas que son aplicadas prácticamente, aquí plantea deberes
importantes a partir de los
principios del evangelio. Él ruega a los romanos, como hermanos en
Cristo, que por las
misericordias de Dios presenten sus cuerpos en sacrificio vivo a Él.
Este es un poderoso llamado.
Recibimos diariamente del Señor los frutos de su misericordia.
Presentémonos; todo lo que somos,
todo lo que tenemos, todo lo que hacemos, porque después de todo, ¿qué
tanto es en comparación
con las grandes riquezas que recibimos? Es aceptable a Dios: un culto
racional, por el cual somos
capaces y estamos preparados para dar razón, y lo entendemos. La
conversión y la santificación son
la renovación de la mente; cambio, no de la sustancia, sino de las
cualidades del alma. El progreso
en la santificación, morir más y más al pecado, y vivir más y más para
la justicia, es llevar a cabo
esta obra renovadora, hasta que es perfeccionada en la gloria. El gran
enemigo de esta renovación es
conformarse a este mundo. Cuidaos de formaros planes para la felicidad,
como si estuviera en las
cosas de este mundo, que pronto pasan. No caigáis en las costumbres de
los que andan en las
lujurias de la carne, y se preocupan de las cosas terrenales. La obra
del Espíritu Santo empieza,
primero, en el entendimiento y se efectúa en la voluntad, los afectos y
la conversación, hasta que
hay un cambio de todo el hombre a la semejanza de Dios, en el
conocimiento, la justicia y la
santidad de la verdad. Así, pues, ser piadoso es presentarnos a Dios.
Vv. 3—8. El orgullo es un pecado que está en
nosotros por naturaleza; necesitamos que se nos
advierta y que seamos armados en su contra. Todos los santos constituyen
un cuerpo en Cristo que
es la Cabeza del cuerpo, y el centro común de su unidad. En el cuerpo
espiritual hay algunos que
son aptos para una clase de obra y don llamados a ella; otros, para otra
clase de obra. Tenemos que
hacer todo el bien que podamos, unos a otros, y para provecho del
cuerpo. Si pensáramos
debidamente en los poderes que tenemos, y cuán lejos estamos de
aprovecharlos apropiadamente,
eso nos humillaría. Pero, como no debemos estar orgullosos de nuestros
talentos, debemos
cuidarnos, no sea que so pretexto de la humildad y la abnegación, seamos
perezosos en entregarnos
para beneficio de los demás. No debemos decir, no soy nada, así que me
quedaré quieto y no haré
nada; sino no soy nada por mí mismo y, por tanto, me daré hasta lo sumo
en el poder de la gracia de
Cristo. Sean cuales fueren nuestros dones o situaciones, tratemos de
ocuparnos humilde, diligente,
alegre y con sencillez, sin buscar nuestro propio mérito o provecho,
sino el bien de muchos en este
mundo y el venidero.
Vv. 9—16. El amor mutuo que los cristianos se
profesan debe ser sincero, libre de engaño, y de
adulaciones mezquinas y mentirosas. En dependencia de la gracia divina,
ellos deben detestar y
tenerle pavor a todo mal, y deben amar y deleitarse en todo lo que sea
bueno y útil. No sólo
debemos hacer lo bueno; tenemos que aferrarnos al bien. Todo nuestro
deber mutuo está resumido
en esta palabra: amor. Esto significa el amor de los padres por sus
hijos, que es más tierno y natural
que cualquier otro; es espontáneo y sin ataduras. Amar con celo a Dios y
al hombre por el evangelio
dará diligencia al cristiano sabio en todos sus negocios mundanos para
alcanzar una destreza
superior. —Dios debe ser servido con el espíritu, bajo las influencias
del Espíritu Santo. Él es
honrado con nuestra esperanza y confianza en Él, especialmente cuando
nos regocijamos en esa
esperanza. Se le sirve no sólo haciendo su obra, sino sentándonos
tranquilos y en silencio cuando
nos llama a sufrir. La paciencia por amor a Dios es la piedad verdadera.
Los que se regocijan en la
esperanza probablemente sean pacientes cuando están atribulados. No
debemos ser fríos ni
cansarnos en el deber de la oración. —No sólo debe haber benignidad para
los amigos y los
hermanos; los cristianos no deben albergar ira contra los enemigos. Solo
es amor falso el que se
queda en las palabras bonitas cuando nuestros hermanos necesitan
provisiones reales y nosotros
podemos proveerles. Hay que estar preparados para recibir a los que
hacen el bien: según haya
ocasión, debemos dar la bienvenida a los forasteros. —Bendecid, y no
maldigáis. Presupone la
buena voluntad completa no bendecirlos cuando oramos para maldecirlos en
otros momentos, sino
bendecirlos siempre sin maldecirlos en absoluto. El amor cristiano
verdadero nos hará participar en
las penas y alegrías de unos y otros. Trabaja lo más que pueda para
concordar en las mismas
verdades espirituales; y cuando no lo logres, concuerda en afecto. Mira
con santo desprecio la
pompa y dignidad mundanas. No te preocupes por ellas, no te enamores de
ellas. Confórmate con el
lugar en que Dios te ha puesto en su providencia, cualquiera sea. Nada
es más bajo que nosotros
sino el pecado. Nunca encontraremos en nuestros corazones la
condescendencia para con el prójimo
mientras alberguemos vanidad personal; por tanto, esta debe ser
mortificada.
Vv. 17—21. Desde que los hombres se hicieron
enemigos de Dios, han estado muy dispuestos a
ser enemigos entre sí. Los que abrazan la religión deben esperar
encontrarse con enemigos en un
mundo cuyas sonrisas rara vez concuerdan con las de Cristo. No paguéis a
nadie mal por mal. Esa
es una recompensa brutal, apta sólo para los animales que no tienen
consciencia de ningún ser
superior, o de ninguna existencia después de esta. Y no sólo hagáis,
sino estudiad y cuidaos para
hacer lo que es amistoso y encomiable, y que hace que la religión
resulte recomendable a todos
aquellos con los que converséis. —Estudia las cosas que traen la paz; si
es posible, sin ofender a
Dios ni herir la conciencia. No os venguéis vosotros mismos. Esta es una
lección difícil para la
naturaleza corrupta; por tanto, se da el remedio para eso. Dejad lugar a
la ira. Cuando la pasión del
hombre está en su auge, y el torrente es fuerte, déjelo pasar no sea que
sea enfurecido más aún
contra nosotros. La línea de nuestro deber está claramente marcada y si
nuestros enemigos no son
derretidos por la benignidad perseverante, no tenemos que buscar la
venganza; ellos serán
consumidos por la fiera ira de ese Dios al que pertenece la venganza. —El
último versículo sugiere
lo que es fácilmente entendido por el mundo: que en toda discordia y
contienda son vencidos los
que se vengan, y son vencedores los que perdonan. No te dejes aplastar
por el mal. Aprende a
derrotar las malas intenciones en tu contra, ya sea para cambiarlas o
para preservar tu paz. El que
tiene esta regla en su espíritu, es mejor que el poderoso. Se puede
preguntar a los hijos de Dios si
para ellos no es más dulce, que todo bien terrenal, que Dios los
capacite por su Espíritu de manera
que sea éste su sentir y su actuar.
CAPÍTULO XIII
Versículos 1—7. El deber de
someterse a los gobernantes. 8—10. Exhortaciones al amor mutuo. 11
—14. A la templanza y la sobriedad.
Vv. 1—7. La gracia del evangelio nos enseña
sumisión y silencio cuando el orgullo y la mente
carnal sólo ven motivos para murmurar y estar descontentos. Sean quienes
sean las personas que
ejercen autoridad sobre nosotros, debemos someternos y obedecer el justo
poder que tienen. En el
transcurso general de los asuntos humanos, los reyes no son terror para
los súbditos honestos,
tranquilos y buenos, sino para los malhechores. Tal es el poder del
pecado y de la corrupción que
muchos son refrenados de delinquir sólo por el miedo al castigo. Tú
tienes el beneficio del
gobierno, por tanto, haz lo que puedas por conservarlo, y nada para
perturbarlo. Esto es una orden
para que los individuos se comporten con tranquilidad y paz donde Dios
los haya puesto, 1 Timoteo
ii, 1, 2. Los cristianos no deben usar trucos ni fraudes. Todo
contrabando, tráfico de mercaderías de
contrabando, la retención o evasión de los impuestos, constituyen una
rebelión contra el
mandamiento expreso de Dios. De esta manera, se roba a los vecinos
honestos, que tendrán que
pagar más, y se fomentan los delitos de los contrabandistas y otros que
se les asocian. Duele que
algunos profesantes del evangelio estimulen tales costumbres deshonestas.
Conviene que todos los
cristianos aprendan y practiquen la lección que aquí se enseña, para que
los santos de la tierra sean
siempre hallados como los tranquilos y pacíficos de la tierra, no
importa cómo sean los demás.
Vv. 8—10. Los cristianos deben evitar los gastos
inútiles y tener cuidado de no contraer deudas
que no puedan pagar. También deben alejarse de toda especulación
aventurera y de los
compromisos precipitados, y de todo lo que puedan exponerlos al peligro
de no dar a cada uno lo
que le es debido. No debáis nada a nadie. Dad a cada uno lo que le
corresponda. No gastéis en
vosotros lo que debe al prójimo. Sin embargo, muchos de los que son muy
sensibles a los
problemas, piensan poco del pecado de endeudarse. —El amor al prójimo
incluye todos los deberes
de la segunda tabla (de los mandamientos). Los últimos cinco
mandamientos se resumen en esta ley
real: Amarás a tu prójimo como a ti mismo; con la misma sinceridad con
que te amas a ti, aunque
no en la misma medida y grado. El que ama a su prójimo como a sí mismo,
deseará el bienestar de
su prójimo. Sobre este se edifica la regla de oro: hacer como queremos
que nos hagan. El amor es
un principio activo de obediencia de toda la ley. No sólo evitemos el
daño a las personas, las
conexiones, la propiedad y el carácter de los hombres, pero no hagamos
ninguna clase ni grado de
mal a nadie, y ocupémonos de ser útiles en cada situación de la vida.
Vv. 11—14. Aquí se enseñan cuatro cosas, como una
lista del trabajo diario del cristiano.
Cuando despertarse: ahora; y despertarse del sueño de la seguridad
carnal, la pereza y la
negligencia; despertarse del sueño de la muerte espiritual, y del sueño
de la muerte espiritual.
Considera el tiempo: un tiempo ocupado, un tiempo peligroso. Además, la salvación
está cerca, a la
mano. Ocupémonos de nuestro camino y hagamos nuestra paz, que estamos
más cerca del final de
nuestro viaje. —Además, preparémonos. La noche casi ha pasado, el día
está a la mano; por tanto,
es tiempo de vestirnos. Obsérvese qué debemos quitarnos: la ropa usada
en la noche. Desechad las
obras pecaminosas de las tinieblas. Obsérvese qué debemos ponernos, cómo
vestir nuestras almas.
Vestíos la armadura de la luz. El cristiano debe reconocerse desnudo si
no está armado. Las gracias
del Espíritu son esta armadura, para asegurar al alma contra las
tentaciones de Satanás y los ataques
del presente mundo malo. Vestíos de Cristo: eso lo incluye todo. Vestíos
de la justicia de Dios para
la justificación. Vestíos el Espíritu y la gracia de Cristo para
santificación. Debéis vestiros del Señor
Jesucristo como Señor que os gobierna, como Jesús que os salva; y en
ambos casos, como Cristo
ungido y nombrado por el Padre para la obra de reinar y salvar. —Cómo
caminar. Cuando estamos
de pie y listos, no tenemos que sentarnos tranquilamente, sino salir
afuera: andemos. El cristianismo
nos enseña a andar para complacer a Dios que nos ve siempre. Anda
honestamente, como de día
evitando las obras de las tinieblas. Donde hay tumultos y ebriedad suele
haber libertinaje y lascivia,
discordia y envidia. Salomón las juntó a todas, Proverbios xxiii, 29–35.
Fíjate en la provisión que
harás. Nuestro mayor cuidado debe ser por nuestras almas: ¿pero debemos
no cuidar nuestros
cuerpos? Sí, pero hay dos cosas prohibidas. Confundirnos con afán
ansioso y perturbador, y darnos
el gusto de los deseos ilícitos. Las necesidades naturales deben ser
suplidas, pero hay que controlar
y negarse los malos apetitos. Nuestro deber es pedir carne para nuestras
necesidades, se nos enseña
a orar pidiendo el pan cotidiano, pero pedir carne para nuestras
lujurias es provocar a Dios, Salmo
lxxviii, 18.
CAPÍTULO XIV
Versículos 1—13. Se advierte a los
convertidos judíos que no juzguen; y a los creyentes gentiles,
que no se desprecien unos a otros. 14—23. Se exhorta a los gentiles que cuiden de ofender
cuando usan cosas indiferentes.
Vv. 1—13. Las diferencias de opinión prevalecían
hasta entre los seguidores inmediatos de Cristo y
sus discípulos. San Pablo no intentó terminarlas. El asentimiento
forzoso de cualquier doctrina o la
conformidad con los ritos externos sin estar convencido, es hipócrita e
infructuoso. Los intentos de
producir la unanimidad absoluta de los cristianos serán inútiles. Que la
comunión cristiana no sea
perturbada por discordias verbales. Bueno será que nos preguntemos,
cuando estamos tentados a
desdeñar y culpar a nuestros hermanos, ¿no los ha reconocido Dios? y si
Él lo ha hecho, ¿me atrevo
yo a desconocerlos? —Que el cristiano que usa su libertad no desprecie a
su hermano débil por
ignorante y supersticioso. Que el creyente escrupuloso no busque
defectos en su hermano, porque
Dios le aceptó, sin considerar las distinciones de las carnes. Usurpamos
el lugar de Dios cuando nos
ponemos a juzgar así los pensamientos e intenciones del prójimo, los
cuales están fuera de nuestra
vista. Muy parecido era el caso acerca de guardar los días. Los que
sabían que todas estas cosas
fueron terminadas por la venida de Cristo, no se fijaban en las
festividades de los judíos. —Pero no
basta con que nuestras conciencias consientan a lo que hacemos; es
necesario que sea certificado
por la palabra de Dios. Cuídate de actuar contra tu conciencia cuando
duda. Somos buenos para
hacer de nuestras opiniones la norma de verdad, para considerar ciertas
las cosas que para otros son
dudosas. De esta manera, a menudo los cristianos se desprecian o se
condenan mutuamente por
asuntos dudosos de poca importancia. El reconocimiento agradecido de
Dios, Autor y Dador de
todas nuestras misericordias, las santifica y las endulza.
Vv. 7—13. Aunque algunos son débiles y otros son
fuertes, todos deben, no obstante, estar de
acuerdo en no vivir para sí mismos. Nadie que haya dado su nombre a
Cristo tiene permiso para ser
egoísta; eso es contrario al cristianismo verdadero. La actividad de
nuestras vidas no es
complacernos a nosotros mismos, sino complacer a Dios. Cristianismo
verdadero es el que hace a
Cristo el todo en todo. Aunque los cristianos sean de diferentes
fuerzas, capacidades y costumbres
en cuestiones menores, aún así, todos son del Señor; todos miran a
Cristo, le sirven y buscan ser
aprobados por Él. Él es el Señor de los que están vivos y los manda, a
los que están muertos, los
revive y los levanta. Los cristianos no deben juzgarse ni despreciarse
unos a otros, porque tanto el
uno como el otro deben rendir cuentas dentro de poco. Una consideración
creyente del juicio del
gran día, debiera silenciar los juicios apresurados. Que cada hombre
escudriñe su corazón y su vida;
aquel que es estricto para juzgarse y humillarse, no es apto para juzgar
y despreciar a su hermano.
Debemos cuidarnos de decir y hacer cosas que puedan hacer que otros
tropiecen o caigan. Lo uno
significa un grado menor de ofensa, lo otro uno mayor, los cuales pueden
ser ocasión de pena o de
culpa para nuestro hermano.
Vv. 14—18. Cristo trata bondadosamente a los que
tienen la gracia verdadera aunque sean
débiles en ella. Considérese la intención de la muerte de Cristo:
además, de llevar un alma al pecado
amenaza destruir esa alma. Cristo se negó por nuestros hermanos, al
morir por ellos, y ¿nosotros no
nos negaremos por ellos, al resguardarlos de toda indulgencia? —No
podemos impedir que las
lenguas desenfrenadas hablen mal, pero no debemos darles la ocasión.
Debemos negarnos en
muchos casos, de lo que es lícito, cuando nuestro quehacer pueda dañar
nuestra buena fama.
Nuestro bien suele venir de que hablan mal de nosotros, porque usamos
las cosas lícitas de manera
egoísta y nada caritativa. Como valoramos la reputación de lo bueno que
profesamos y practicamos,
busquemos aquello de lo cual no pueda hablarse mal. Justicia, paz y gozo
son palabras de enorme
significado. En cuanto a Dios, nuestro gran interés es presentarnos ante
Él justificados por la muerte
de Cristo, santificados por el Espíritu de su gracia, porque el justo
Señor ama la justicia. En cuanto
a nuestros hermanos, es vivir en paz, y amor, y caridad con ellos:
siguiendo la paz con todos los
hombres. En cuanto a nosotros mismos, es el gozo en el Espíritu Santo;
ese gozo espiritual obrado
por el bendito Espíritu en los corazones de los creyentes, que respeta a
Dios como su Padre
reconciliado, y al cielo como su hogar esperado. Respecto a cumplir
nuestros deberes para con
Cristo, Él solo puede hacerlos aceptables. Son más agradables a Dios los
que más se complacen en
Él; y abundan en paz y gozo del Espíritu Santo. Son aprobados por los
hombres sabios y buenos; y
la opinión de los demás no tiene que tomarse en cuenta.
Vv. 19—23. Muchos que desean la paz y hablan de
ella en voz alta, no siguen las cosas que
hacen la paz. Mansedumbre, humildad, abnegación y amor, hacen la paz. No
podemos edificar uno
sobre otro mientras peleamos y contendemos. Muchos destruyen la obra de
Dios en sí mismos por
la comida y la bebida; nada destruye más el alma de un hombre que
halagar y complacer la carne, y
satisfacer su lujuria; así otros son perjudicados, por una ofensa
voluntariamente cometida. Las cosas
lícitas pueden volverse ilícitas si se hacen ofendiendo al hermano. Esto
comprende todas las cosas
indiferentes por las cuales un hermano sea llevado a pecar, o a meterse
en problemas; o que hacen
que se debiliten sus gracias, sus consuelos o sus resoluciones. ¿Tienes
fe? Esa se refiere al
conocimiento y claridad en cuanto a nuestra libertad cristiana. Disfruta
la comodidad que da, pero
no perturbes a los demás por el mal uso de ella. Tampoco podemos actuar
contra una conciencia que
está con dudas. ¡Qué excelentes son las bendiciones del reino de Cristo,
que no consiste de ritos y
ceremonias externas, sino de justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo!
¡Qué preferible es el servicio
de Dios respecto de todos los demás servicios! Al servir a Dios no somos
llamados a vivir y a morir
por nosotros mismos, sino por Cristo, al cual pertenecemos y al cual
debemos servir.
CAPÍTULO XV
Versículos 1—7. Instrucciones sobre
cómo comportarse con el débil. 8—13. Todos se reciben unos
a otros como hermanos. 14—21. La escritura y la predicación del apóstol. 22—29. Sus viajes
propuestos. 30—33. Les
pide oraciones.
Vv. 1—7. La libertad cristiana se permitió, no
para nuestro placer, sino para la gloria de Dios y para
bien del prójimo. Debemos agradar a nuestro prójimo por el bien de su
alma; no para servir su
malvada voluntad, ni contentarlo de manera pecaminosa; si así buscamos
agradar a los hombres, no
somos siervos de Cristo. Toda la vida de Cristo fue una vida de negación
y no agradarse a sí mismo.
El que más se conforma a Cristo es el cristiano más avanzado. Considerando
su pureza y santidad
inmaculadas, nada podía ser más contrario a Él, que ser hecho pecado y
maldición por nosotros, y
que cayeran sobre Él los reproches de Dios: el justo por el injusto. Él
llevó la culpa del pecado, y la
maldición de éste; nosotros sólo somos llamados a soportar un poco del
problema. Él llevó los
pecados impertinentes del impío; nosotros sólo somos llamados a soportar
las fallas del débil. ¿Y no
debiéramos ser humildes, abnegados y dispuestos para considerarnos los
unos a otros que somos
miembros unos de otros? —Las Escrituras se escribieron para que nosotros
las usemos y nos
beneficiemos, tanto como para aquellos a los que se dieron primeramente.
—Los más poderosos en
las Escrituras son los más doctos. El consuelo que surge de la palabra
de Dios es lo más seguro,
dulce y grandioso para anclar la esperanza. El Espíritu como Consolador
es las arras de nuestra
herencia. Esta unanimidad debe estar de acuerdo con el precepto de
Cristo, conforme a su patrón y
ejemplo. Es dádiva de Dios, y dádiva preciosa es, por la cual debemos
buscarle fervorosamente.
Nuestro Maestro divino invita a sus discípulos y los alienta mostrándose
a ellos manso y humilde de
espíritu. La misma disposición debe caracterizar la conducta de sus
siervos, especialmente la del
fuerte para con el débil. —El gran fin de todos nuestros actos debe ser
que Dios sea glorificado;
nada fomenta esto más que el amor y la bondad mutuo de los que profesan
la religión. Quienes
concuerdan en Cristo, bien pueden concordar entre ellos.
Vv. 8—13. Cristo cumplió las profecías y las
promesas relacionadas con los judíos y los
convertidos gentiles no tienen excusa para despreciarlas. Los gentiles,
al ser puestos en la Iglesia,
son compañeros de paciencia y tribulación. —Deben alabar a Dios. El
llamado a todas las naciones
para que alaben al Señor, indica que ellos tendrán conocimiento de Él.
Nunca buscaremos a Cristo
mientras no confiemos en Él. Todo el plan de redención está adaptado
para que nos reconciliemos
unos con otros, y con nuestro bondadoso Dios, de modo que podamos
alcanzar la esperanza
permanente de la vida eterna por medio del poder santificador y
consolador del Espíritu Santo.
Nuestro propio poder nunca lograría esto; por tanto, donde esté esta
esperanza, y abunde, es el
Espíritu bendito quien debe tener toda la gloria. “Todo gozo y paz”;
toda clase de verdadero gozo y
paz para quitar las dudas y los temores por la obra poderosa del
Espíritu Santo.
Vv. 14—21. El apóstol estaba convencido que los
cristianos romanos estaban llenos con un
espíritu bueno y afectuoso, y de conocimiento. Les había escrito para
recordarles sus deberes y sus
peligros, porque Dios le había nombrado ministro de Cristo para los
gentiles. Pablo les predicó;
pero lo que los convirtió en sacrificios para Dios fue su santificación;
no la obra de Pablo, sino la
obra del Espíritu Santo: las cosas impías nunca pueden ser gratas para
el santo Dios. La conversión
de las almas pertenece a Dios; por tanto, es la materia de que se gloría
Pablo; no de las cosas de la
carne. Pero aunque era un gran predicador, no podía hacer obediente a
ninguna alma, más allá de lo
que el Espíritu Santo acompañara sus labores. Procuró principalmente el
bien de los que estaban en
tinieblas. Sea cual fuere el bien que hagamos, es Cristo quien lo hace
por nosotros.
Vv. 22—29. El apóstol buscaba las cosas de Cristo
más que su propia voluntad, y no podía dejar
su obra de plantar iglesias para ir a Roma. Concierne a todos hacer
primero lo que sea más
necesario. No debemos tomar a mal si nuestros amigos prefieren una obra
que agrada a Dios antes
que las visitas y los cumplidos que pueden complacernos a nosotros. —De
todos los cristianos se
espera justamente que promuevan toda buena obra, especialmente la
bendita obra de la conversión
de almas. La sociedad cristiana es un cielo en la tierra, una primicia
de nuestra reunión con Cristo
en el gran día, pero es parcial comparada con nuestra comunión con
Cristo, prque sólo ella satisfará
al alma. —El apóstol iba a Jerusalén como mensajero de la caridad. Dios
ama al dador alegre. —
Todo lo que pasa entre los cristianos debe ser prueba y ejemplo de la
unión que tienen en Jesucristo.
Los gentiles recibieron el evangelio de salvación por los judíos; por
tanto, estaban obligados a
ministrarles lo que era necesario para el cuerpo. Respecto de lo que
esperaba de ellos habla
dubitativamente aunque habla confiado acerca de lo que esperaba de Dios.
¡Qué delicioso y
ventajoso es tener el evangelio con la plenitud de sus bendiciones! ¡Qué
efectos maravillosos y
felices produce cuando se acompaña con el poder del Espíritu!
Vv. 30—33. Aprendamos a valorar la oración
ferviente y eficaz del justo. ¡Cuánto cuidado
debemos tener, para no abandonar nuestro interés en el amor y las
oraciones del pueblo suplicante
de Dios! Si hemos experimentado el amor del Espíritu, no nos faltemos en
este oficio de bondad
para con el prójimo. —Los que prevalecen en oración, deben esforzarse en
oración. Los que piden
las oraciones de otras personas, no deben descuidar sus oraciones.
Aunque conoce perfectamente
nuestro estado y nuestras necesidades, Cristo quiere saberlo de
nosotros. Como debemos buscar a
Dios para que refrene la mala voluntad de nuestros enemigos, así también
debemos hacerlo para
preservar y aumentar la buena voluntad de nuestros amigos. Todo nuestro
gozo depende de la
voluntad de Dios. Seamos fervientes en las oraciones con otros y por
otros, para que, por amor a
Cristo, y por el amor del Espíritu Santo, puedan venir grandes
bendiciones a las almas de los
cristianos y a las labores de los ministros.
CAPÍTULO XVI
Versículos 1—16. El apóstol
encomienda a Febe a la iglesia de Roma, y saluda a varios amigos de
allá. 17—20. Advierte
a la iglesia contra los que hacen divisiones. 21—24.
Los saludos
cristianos. 25—27. La
epístola concluye dando la gloria a Dios.
Vv. 1—17. Pablo encomienda a Febe a los cristianos
de Roma. Corresponde a los cristianos
ayudarse unos a otros en sus asuntos, especialmente a los forasteros; no
sabemos qué ayuda
podremos necesitar nosotros mismos. Pablo pide ayuda para una que ha
sido útil para muchos; el
que riega también será regado. —Aunque el cuidado de todas las iglesias
estaba con él a diario,
podía recordar a muchas personas y enviar saludos a cada una, con sus
caracteres particulares y
expresar interés por ellos. —Para que nadie se sienta herido, como si
Pablo se hubiera olvidado de
ellos, manda sus recuerdos al resto, como hermanos y santos, aunque no
los nombra. Agrega, al
final, un saludo general para todos ellos en el nombre de las iglesias
de Cristo.
Vv. 17—20. ¡Cuán fervientes, cuán afectuosas son
estas exhortaciones! Lo que se parta de la
sana doctrina de las Escrituras es algo que abre la puerta a la división
y a las ofensas. Si se
abandona la verdad, no durarán mucho la paz y la unidad. Muchos que
llaman Maestro, Señor, a
Cristo, distan mucho de servirle, porque sirven sus intereses mundanos,
sensuales y carnales.
Corrompen la cabeza engañando al corazón; pervierten los juicios porque
se enredan en los afectos.
Tenemos gran necesidad de cuidar nuestros corazones con toda diligencia.
La política corriente de
los seductores es imponerse sobre los que están ablandados por sus
convicciones. El temperamento
dócil es bueno cuando está bien guiado, de lo contrario puede ser
llevado a descarriarse. Sed tan
sabios como para no ser engañados, pero tan sencillos como para no
engañar. —La bendición de
Dios que espera el apóstol es la victoria sobre Satanás. Esto incluye
todos los designios y
estratagemas de Satanás contra las almas, para contaminarlas,
perturbarlas y destruirlas; todos sus
intentos son para obstaculizarnos la paz del cielo aquí, y la posesión
del cielo en el más allá.
Cuando parezca que Satanás prevalece, y que estamos listos para darlo
todo por perdido, entonces
intervendrá el Dios de paz por nosotros. Por tanto, resistid con fe y
paciencia un poco más. Si la
gracia de Cristo está con nosotros, ¿quién puede vencernos?
Vv. 21—24. El apóstol agrega recuerdos afectuosos
de personas que están con él, conocidos por
los cristianos de Roma. Gran consuelo es ver la santidad y el servicio
de nuestros parientes. No son
llamados muchos nobles, ni muchos poderosos, pero algunos los son. Es
lícito que los creyentes
desempeñen oficios civiles y sería deseable que todos los oficios de los
países cristianos, y de la
Iglesia, fueran encargados a cristianos prudentes y firmes.
Vv. 25—27. Lo que confirma las almas es la clara
predicación de Jesucristo. Nuestra redención
y salvación hecha por el Señor Jesucristo, incuestionablemente es el
gran misterio de la piedad. Sin
embargo, bendito sea Dios, que tanto de este misterio sea claro como
para llevarnos al cielo, si no
rechazamos voluntariamente una salvación tan grande. La vida y la
inmortalidad son sacadas a la
luz por el evangelio, y el Sol de Justicia se levanta sobre el mundo.
Las Escrituras de los profetas, lo
que dejaron por escrito, no sólo es claro en sí, sino que por ellas se
da a conocer este misterio a
todas las naciones. Cristo es salvación para todas las naciones. El
evangelio es revelado, no para
conversarlo ni para debatirlo, sino para someterse a él. La obediencia
de fe es la obediencia dada a
la palabra de la fe, y que viene por la gracia de la fe. —Toda la gloria
que el hombre caído dé a
Dios, para ser aceptado por Él, debe ser por medio del Señor Jesús,
porque en Él solo pueden ser
agradables para Dios nuestras personas y nuestras obras. Debemos
mencionar esta justicia, como
suya solamente, de Aquel que es el Mediador de todas nuestras oraciones,
porque Él es y será, por
la eternidad, el Mediador de todas nuestras alabanzas. Recordando que
somos llamados a la
obediencia de fe, y que todo grado de sabiduría es del único sabio Dios,
debemos rendir a Él, por
palabra y obra, la gloria por medio de Jesucristo; para que, así esté la
gracia de nuestro Señor
Jesucristo con nosotros para siempre.
Henry, Matthew