GÁLATAS
Las iglesias de Galacia estaban formadas en parte por judíos
convertidos, y en parte por
convertidos gentiles, como era el caso en general. San Pablo afirma su
carácter apostólico y las
doctrinas que enseñó para confirmar a las iglesias de Galacia en la fe
de Cristo, especialmente en lo
que respecta al punto importante de la justificación por la sola fe. De
manera que, el tema es
principalmente el mismo discutido en la epístola a los Romanos, esto es,
de la justificación sólo por
la fe. Sin embargo, en esta epístola se dirige la atención en particular
al punto en que los hombres
son justificados por fe sin las obras de la ley de Moisés. Sobre la
importancia de las doctrinas
establecidas con prominencia en esta epístola Lutero dice: “Tenemos que
temer como el peligro más
grande y más cercano que Satanás nos quite esta doctrina de la fe y
vuelva a traer a la Iglesia la
doctrina de las obras y de las tradiciones de los hombres. De ahí que
sea muy necesario que esta
doctrina sea mantenida en práctica continua y ejercicio público, tanto de
lectura como de oír. Si esta
doctrina se pierde, entonces también se pierden la doctrina de la
verdad, la vida, y la salvación”.
—————————
CAPÍTULO I
Versículos 1—5. El apóstol Pablo
afirma su carácter apostólico contra los que lo desprestigian. 6
—9. Reprende a los gálatas por rebelarse
contra el evangelio de Cristo por la influencia de
malos maestros. 10—14. Prueba la autoridad divina de su doctrina y misión, y declara lo que
era antes de su conversión y llamamiento, 15—24.
y cómo procedió después.
Vv. 1—5. San Pablo era apóstol de Jesucristo; fue
expresamente nombrado por Él, en consecuencia,
por Dios Padre, que es uno con Él en su naturaleza divina, y nombró
Mediador a Cristo. La gracia,
incluye la buena voluntad de Dios hacia nosotros, y su buena obra en
nosotros; y la paz, todo ese
consuelo interior o prosperidad externa que nosotros realmente
necesitamos. Estas proceden de
Dios Padre como fuente por medio de Jesucristo, pero nótese primero la
gracia, luego la paz. No
puede haber paz verdadera sin la gracia. —Cristo se dio por nuestros
pecados para hacer expiación
por nosotros: esto exigía la justicia de Dios y a esto se sometió
libremente. Aquí debe observarse la
infinita grandeza del precio pagado, y entonces, será evidente que el
poder del pecado es tan grande
que no podía ser quitado, de ninguna manera, salvo que el Hijo de Dios
fuera dado en rescate. El
que considera bien estas cosas, entiende que el pecado es lo más
horrible que pueda expresarse, lo
cual debiera conmovernos, y sin duda, asustarnos. Nótense bien
especialmente las palabras “por
nuestros pecados”. Porque aquí empieza de nuevo nuestra débil naturaleza
que primero desea ser
digna por sus propias obras. Desea llevar ante Él a los que están sanos
y no al que necesita médico.
—No sólo para redimirnos de la ira de Dios y la maldición de la ley,
sino también para separarnos
de las malas costumbres y prácticas, a las cuales estábamos esclavizados
naturalmente. Pero en
vano es que los que no han sido librados de este presente mundo malo por
la santificación del
Espíritu, tengan la expectativa de ser liberados de su condenación por
la sangre de Jesús.
Vv. 6—9. Los que desean establecer cualquier otro
camino al cielo fuera del que revela el
evangelio de Cristo, se hallarán miserablemente errados. El apóstol
imprime a los gálatas la debida
sensación de su culpa por abandonar el camino de la justificación según
el evangelio, aunque la
reprensión la hace con ternura y los retrata como arrastrados a eso por
las artes de algunos que los
perturbaban. Debemos ser fieles cuando reprendemos a otros, y
dedicarnos, no obstante, a
restaurarlos con el espíritu de mansedumbre. —Algunos desean instalar
las obras de la ley en el
lugar de la justicia de Cristo, y de este modo, corrompen el cristianismo.
El apóstol denuncia con
solemnidad, por maldito, a todo aquel que intente poner un fundamento
tan falso. Todos los demás
evangelios, fuera del de la gracia de Cristo, sean más halagadores para
el orgullo de la justicia
propia, o más favorables para las lujurias mundanas, son invenciones de
Satanás. Mientras
declaremos que rechazar la ley moral como regla de vida tiende a
deshonrar a Cristo, y a destruir la
religión verdadera, debemos también declarar que toda dependencia de las
buenas obras para la
justificación, sean reales o imaginarias, es igualmente fatal para los
que persisten en ellas. Mientras
seamos celosos de las buenas obras tengamos cuidado de no ponerlas en el
lugar de la justicia de
Cristo, y no proponer ninguna cosa que pudiera traicionar al prójimo con
un engaño tan horrendo.
Vv. 10—14. Al predicar el evangelio el apóstol
buscaba llevar personas a la obediencia, no de
los hombres, sino de Dios. Pero Pablo no deseaba alterar la doctrina de
Cristo, sea para ganar el
favor de ellos o evitar la furia de ellos. En un asunto tan importante
no debemos temer el enojo de
los hombres, ni buscar su favor usando palabras de humana sabiduría. —En
cuanto a la manera en
que él recibió el evangelio, fue por revelación desde el Cielo. No fue
llevado al cristianismo, como
muchos, sólo por la educación.
Vv. 15—24. San Pablo fue llevado maravillosamente
al conocimiento y la fe de Cristo. Todos
los convertidos para salvación son llamados por la gracia de Dios; la
conversión de ellos es obra de
su poder y gracia que obran en ellos. De poco nos servirá que tengamos a
Cristo revelado a nosotros
si Él no es revelado también en nosotros. Estaba preparado para obedecer instantáneamente, sin
importar su interés, crédito, comodidad mundano o la misma vida. Qué
motivo de acción de gracias
y de gozo es para las iglesias de Cristo cuando saben de casos
semejantes para la alabanza de la
gloria de su gracia, ¡sea que los hayan visto o no alguna vez! Ellos
glorifican a Dios por su poder y
misericordia al salvar a tales personas, y por todo el servicio hecho a
su pueblo y a su causa, y el
servicio que puede esperarse con posterioridad.
CAPÍTULO II
Versículos 1—10. El apóstol declara
que ha sido reconocido como apóstol a los gentiles. 11—14.
Resistió públicamente a Pedro por judaizar. 15—21. De ahí pasa a la doctrina de la
justificación por la fe en Cristo, sin las obras de la ley.
Vv. 1—10. Nótese la fidelidad del apóstol al dar
un relato completo de la doctrina que había
predicado entre los gentiles, y que aún estaba resuelto a predicar, la
del cristianismo, libre de toda
mezcla con el judaísmo. Esta doctrina sería desagradable para muchos,
pero él no temía
reconocerla. Su preocupación era que no decayera el éxito de sus labores
pasadas, o fuera estorbado
en su utilidad futura. Mientras dependamos claramente de Dios para el
éxito en nuestras labores,
debemos usar toda la cautela necesaria para eliminar errores, y contra
los opositores. Hay cosas que
se pueden cumplir lícitamente, pero cuando no se pueden hacer sin
traicionar la verdad, deben
rechazarse. No debemos dar lugar a ninguna conducta por la cual sea
rechazada la verdad del
evangelio. —Aunque Pablo hablaba con los otros apóstoles, no recibió de
ellos nada nuevo para su
conocimiento o autoridad. Se dieron cuenta de la gracia que le fue dada,
y le dieron a él y a
Bernabé, la diestra de compañía, por la cual reconocían que había sido
nombrado en el oficio y
dignidad de apóstol como ellos mismos. Acordaron que los dos debían ir a
los gentiles mientras
ellos seguían predicando a los judíos; juzgaron que agradaba a Cristo la
idea de dividirse así en la
obra. —Aquí aprendemos que el evangelio no es nuestro, sino de Dios, y
que los hombres somos
sólo sus custodios; por esto tenemos que alabar a Dios. El apóstol
mostró su disposición caritativa y
cuán dispuesto estaba para aceptar como hermanos a los judíos
convertidos, aunque muchos de
ellos dificilmente permitirían igual favor a los gentiles convertidos;
pero la sola diferencia de
opinión no era razón para que no les ayudara. He aquí un patrón de la
caridad cristiana, que
debemos extender a todos los discípulos de Cristo.
Vv. 11—14. A pesar del carácter de Pedro, cuando
Pablo lo vio actuando como para dañar la
verdad del evangelio y la paz de la iglesia, no tuvo temor de
reprenderlo. Cuando vio que Pedro y
los demás no vivían conforme al principio que enseña el evangelio, y que
ellos profesaban, a saber,
que por la muerte de Cristo fue derribado el muro divisorio entre judío
y gentil, y la observancia de
la ley de Moisés dejaba de tener vigencia; como la ofensa de Pedro era
pública, él lo reprendió
públicamente. Hay una diferencia muy grande entre la prudencia de San
Pablo, que sustentó, y usó
por un tiempo, las ceremonias de la ley como no pecaminosas, y la
conducta tímida de San Pedro
que, por apartarse de los gentiles, llevó a otros a pensar que estas
ceremonias eran necesarias.
Vv. 15—19. Habiendo así demostrado Pablo que él no
era inferior a ningún apóstol, ni al mismo
Pedro, habla de la gran doctrina fundamental del evangelio. ¿Para qué
creímos en Cristo? ¿No fue
para que fuésemos justificados por la fe de Cristo? De ser así, ¿no es
necio volver a la ley, y esperar
ser justificados por el mérito de obras morales, de los sacrificios o de
las ceremonias? La ocasión de
esta declaración surgió indudablemente de la ley ceremonial; pero el
argumento es tan fuerte contra
toda dependencia de las obras de la ley moral para lograr la
justificación. Para dar mayor peso a
esto se agrega aquí, “pero si buscando ser justificados en Cristo,
también nosotros somos hallados
pecadores, ¿es por eso Cristo ministro de pecado?” Esto sería muy
deshonroso para Cristo y
también muy dañino para ellos. Considerando la misma ley, entendió que
no debía esperar la
justificación por las obras de la ley, y que ahora ya no había más
necesidad de los sacrificios y sus
purificaciones, puesto que fueron terminados en Cristo al ofrecerse Él
como sacrificio por nosotros.
No esperaba ni temía nada de ello; no más que un hombre muerto para sus
enemigos. Pero el efecto
no era una vida descuidada e ilícita. Era necesario que él pudiera vivir
para Dios y dedicado a él por
medio de los motivos y la gracia del evangelio. No es objeción nueva,
pero sumamente injusto, que
la doctrina de la justificación por la sola fe, tienda a estimular a la
gente a pecar. No es así, porque
aprovecharse de la libre gracia, o de su doctrina, es vivir en pecado,
es tratar de hacer de Cristo
ministro de pecado, idea que debiera estremecer a todos los corazones
cristianos.
Vv. 20, 21. Aquí, en su propia persona, el apóstol
describe la vida espiritual y oculta del
creyente. El viejo hombre ha sido crucificado, Romanos vi, 6; pero el
nuevo hombre está vivo; el
pecado es mortificado y la gracia es vivificada. Tiene las consolaciones
y los triunfos de la gracia,
pero esa gracia no es de sí mismo sino de otro. Los creyentes se ven
viviendo en un estado de
dependencia de Cristo. De ahí que, aunque viva en la carne, sin embargo,
no vive según la carne.
Los que tienen fe verdadera, viven por esa fe; y la fe se afirma en que
Cristo se dio a sí mismo por
nosotros. —Él me amó y se dio por mí. Como si el apóstol dijera: El
Señor me vio huyendo más y
más de Él. Tal maldad, error e ignorancia estaban en mi voluntad y
entendimiento, y no era posible
que yo fuera rescatado por otro medio que por tal precio. Considérese
bien este precio. —Aquí
nótese la fe falsa de muchos. Su confesión concuerda: tienen la forma de
la piedad sin el poder de
ella. Piensan que creen bien los artículos de la fe, pero están
engañados. Porque creer en Cristo
crucificado no sólo es creer que fue crucificado, sino también creer que
yo estoy juntamente
crucificado con Él. Esto es conocer a Cristo crucificado. De ahí
aprendemos cuál es la naturaleza de
la gracia. La gracia de Dios no puede estar unida al mérito del hombre.
La gracia no es gracia a
menos que sea dada libremente en toda forma. Mientras más sencillamente
el creyente confíe en
Cristo para todo, más devotamente andará delante de Él en todas sus
ordenanzas y mandamientos.
Cristo vive y reina en él, y él vive aquí en la tierra por la fe en el
Hijo de Dios, que obra por amor,
produce obediencia y cambia a su santa imagen. De este modo, no abusa de
la gracia de Dios ni la
hace vana.
CAPÍTULO III
Versículos 1—5. Los gálatas son
reprendidos por desviarse de la gran doctrina de la justificación
solo por la fe en Cristo. 6—9. Esta doctrina se afirma a partir del ejemplo de Abraham. 10—
14. Del tenor de la ley y la gravedad de su
maldición. 15—18. Del
pacto de la promesa que la
ley no podía anular. 19—25. La ley fue un ayo para guiarlos a Cristo. 26—29.
Bajo el estado
del evangelio todos los creyentes son uno en Cristo.
Vv. 1—5. Varias cosas hacían más grave la necedad
de los cristianos gálatas. A ellos se les había
predicado la doctrina de la cruz, y se les ministraba la cena del Señor.
En ambas se había expuesto
plena y claramente a Cristo crucificado y la naturaleza de sus
sufrimientos. —¿Habían sido hechos
partícipes del Espíritu Santo por la ministración de la ley o por cuenta
de algunas obras que ellos
hicieron en obediencia a aquella? ¿No fue porque oyeron y abrazaron la
doctrina de la sola fe en
Cristo para justificación? No fue por lo primero, sino por lo último.
Muy poco sabios son quienes
toleran ser desviados del ministerio y la doctrina en que fueron
bendecidos para provecho espiritual
de ellos. ¡Ay, que los hombres se desvíen de la doctrina de Cristo
crucificado, de importancia
absoluta, para oír distinciones inútiles, pura prédica moral o locas
imaginaciones! El dios de este
mundo ha cegado el entendimiento de los hombres por diversos hombres y
medios, para que
aprendan a no confiar en el Salvador crucificado. Podemos preguntar
directamente, ¿dónde se da
más evidentemente el fruto del Espíritu Santo; en los que predican la
justificación por las obras de
la ley, o en quienes predican la doctrina de la fe? Con toda seguridad,
en estos últimos.
Vv. 6—14. El apóstol prueba la doctrina, de cuyo
rechazo había culpado a los gálatas; a saber, la
de la justificación por la fe, sin las obras de la ley. Hace esto a
partir del ejemplo de Abraham, cuya
fe se afirmó en la palabra y la promesa de Dios, y por creer fue
reconocido y aceptado por Dios
como hombre justo. Se dice que la Escritura prevé, porque el que previó
es el Espíritu Santo, que
inspiró las Escrituras. Abraham fue bendecido por fe en la promesa de
Dios; y es esta la única forma
en que los demás obtienen este privilegio. Entonces, estudiemos el
objeto, la naturaleza y los
efectos de la fe de Abraham, porque, ¿quién puede escapar de la
maldición de la santa ley de alguna
otra manera? La maldición es contra todos los pecadores, por tanto,
contra todos los hombres,
porque todos pecaron y todos se hicieron culpables ante Dios; y si, como
transgresores de la ley
estamos bajo su maldición, debe ser vano buscar justificación por ella.
Justos o rectos son sólo los
liberados de la muerte y de la ira, y restaurados a un estado de vida en
el favor de Dios: sólo a
través de la fe llegan las personas a ser justas. —Así, vemos, pues, que
la justificación por la fe no
es una doctrina nueva, sino que fue enseñada en la Iglesia de Dios mucho
antes de los tiempos del
evangelio. En verdad, es la única manera por la cual fueron o pueden ser
justificados los pecadores.
—Aunque no cabe esperar liberación por medio de la ley, hay una vía
abierta para escapar de la
maldición y recuperar el favor de Dios, a saber, por medio de la fe en
Cristo. Cristo nos redimió de
la maldición de la ley; fue hecho pecado, u ofrenda por el pecado por
nosotros. Así fue hecho
maldición por nosotros; no separado de Dios, pero por un tiempo, estuvo
sujeto al castigo divino.
Los intensos sufrimientos del Hijo de Dios advierten a gritos a los
pecadores que huyan de la ira
venidera, más que de todas las maldiciones de la ley, porque, ¿cómo
podría Dios salvar a un hombre
que permanece bajo pecado, viendo que no salvó a su propio Hijo, cuando
nuestros pecados fueron
cargados sobre Él? Pero, al mismo tiempo, Cristo, desde la cruz, invita
libremente a los pecadores a
que se refugien en Él.
Vv. 15—18. El pacto que Dios hizo con Abraham no
fue cancelado por la entrega de la ley a
Moisés. El pacto fue establecido con Abraham y su Simiente. Aún está
vigente. Cristo permanece
para siempre en su Persona y en su simiente espiritual, los que son
suyos por fe. Por esto
conocemos la diferencia entre las promesas de la ley y las del
evangelio. Las promesas de la ley son
hechas a la persona de cada hombre; las promesas del evangelio son
hechas, primeramente a Cristo,
luego por medio de Él a los que por fe son injertados en Cristo. —Para
dividir correctamente la
palabra de verdad debe erigirse una gran diferencia entre la promesa y
la ley, en cuanto a los afectos
interiores y a toda la práctica de la vida. Cuando la promesa se mezcla
con la ley, se anula
convirtiéndose en ley. Que Cristo esté siempre ante nuestros ojos como
argumento seguro para la
defensa de la fe contra la dependencia de la justicia humana.
Vv. 19—22. Si esa promesa fue suficiente para
salvación, ¿entonces de qué sirvió la ley? Los
israelitas, aunque escogidos para ser el pueblo peculiar de Dios, eran
pecadores como los demás. La
ley no fue concebida para descubrir una manera de justificar, diferente
de la dada a conocer por la
promesa, sino para conducir a los hombres a ver su necesidad de la
promesa, mostrándoles la
pecaminosidad del pecado, y para señalar a Cristo solo, por medio del
cual podían ser perdonados y
justificados. La promesa fue dada por Dios mismo; la ley fue dada por el
ministerio de ángeles, y la
mano de un mediador, Moisés. De ahí que la ley no pudiera ser diseñada
para abrogar la promesa.
Como lo indica el mismo vocablo, el mediador es un amigo que se
interpone entre dos partes y que
no actúa sólo con una y por una de ellas. La gran intención de la ley
era que la promesa por fe en
Jesucristo fuera dada a los que creyeran; a los que, estando convictos
de su culpa, y de la
insuficiencia de la ley para efectuar justicia por ellos, pudieran ser
persuadidos a creer en Cristo, y
así, alcanzar el beneficio de la promesa. No es posible que la santa,
justa y buena ley de Dios, la
norma del deber para todos, sea contraria al evangelio de Cristo.
Intenta toda forma de promoverlo.
Vv. 23—25. La ley no enseñaba un conocimiento vivo
y salvador, pero por sus ritos y
ceremonias, especialmente por sus sacrificios, señalaba hacia Cristo
para que ellos fuesen
justificados por fe. Así era que la palabra significa propiamente un
siervo para llevar a Cristo, como
los niños eran llevados a la escuela por los siervos encargados de
atenderlos, para ser enseñados
más plenamente por Él, que es el verdadero camino de justificación y
salvación, el cual es
únicamente por fe en Cristo. Se señala la ventaja enormemente más grande
del estado del evangelio,
en el cual disfrutamos de la revelación de la gracia y misericordia
divina más claramente que los
judíos de antes. La mayoría de los hombres siguen encerrados como en un
calabozo oscuro,
enamorados de sus pecados, cegados y adormecidos por Satanás, por medio
de los placeres,
preocupaciones y esfuerzos mundanales. Pero el pecador despertado
descubre su estado terrible.
Entonces siente que la misericordia y la gracia de Dios forman su única
esperanza. Los terrores de
la ley suelen ser usados por el Espíritu que produce convicción, para
mostrar al pecador que
necesita a Cristo, para llevarle a confiar en sus sufrimientos y
méritos, para que pueda ser
justificado por la fe. Entonces, la ley, por la enseñanza del Espíritu
Santo, llega a ser su amada
norma del deber y su norma para el examen diario de sí mismo. En este
uso de ella, aprende a
confiar más claramente en el Salvador.
Vv. 26—29. Los cristianos reales disfrutan grandes
privilegios sujetos al evangelio, y ya no son
más contados como siervos, sino como hijos; ahora no son mantenidos a
cierta distancia y sujetos a
ciertas restricciones como los judíos. Habiendo aceptado a Cristo Jesús
como su Señor y Salvador, y
confiando solo en Él para justificación y salvación, ellos llegan a ser
los hijos de Dios. Pero ninguna
forma externa o confesión puede garantizar esas bendiciones, porque si
alguien no tiene el Espíritu
de Cristo, no es de Él. —En el bautismo nos investimos de Cristo; por
éste, profesamos ser sus
discípulos. Siendo bautizados en Cristo, somos bautizados en su muerte,
porque como Él murió y
resucitó, así nosotros morimos al pecado y andamos en la vida nueva y
santa. Investirse de Cristo
según el evangelio no consiste en la imitación externa, sino de un
nacimiento nuevo, un cambio
completo. —El que hace que los creyentes sean herederos, proveerá para
ellos. Por tanto, nuestro
afán debe ser cumplir los deberes que nos corresponden, y debemos echar
sobre Dios todos los
demás afanes. Nuestro interés especial debe ser por el cielo; las cosas
de esta vida no son sino
fruslerías. La ciudad de Dios en el cielo es la porción o la parte del
hijo. Procura asegurarte de eso
por sobre todas las cosas.
CAPÍTULO IV
Versículos 1—7. La necedad de
volver a las observancias legales para la justificación. 8—11. El
cambio feliz efectuado en los creyentes gentiles. 12—18. El apóstol razona en contra de seguir
a los falsos maestros. 19, 20. Expresa su intensa preocupación por ellos. 21—31. Y luego
explica la diferencia entre lo que debe esperarse de la ley y del evangelio.
Vv. 1—7. El apóstol trata claramente con los que
querían imponer la ley de Moisés junto con el
evangelio de Cristo, proponiéndose sujetar a los creyentes a su
esclavitud. No podían entender
plenamente el significado de la ley dada por Moisés. Como esa era una
dispensación de tinieblas,
era de esclavitud; ellos estaban atados a tantos ritos y observancias
fatigosas, por los que se les
enseñaba, y se les mantenía sujetos, como niño a tutores y curadores. —Bajo
la dispensación del
evangelio aprendemos el estado más feliz de los cristianos. Nótese en
estos versículos las maravillas
del amor y la misericordia divina, particularmente de Dios Padre al
enviar a su Hijo al mundo para
redimir y salvarnos; del Hijo de Dios al someterse a tanta bajeza y
sufrir tanto por nosotros; y del
Espíritu Santo al condescender a habitar en los corazones de los
creyentes para tales propósitos de
gracia. Además, las ventajas que disfrutan los cristianos bajo el
evangelio. Aunque por naturaleza
hijos de ira y desobediencia, ellos llegan a ser por gracia hijos del
amor y participan de la naturaleza
de los hijos de Dios; porque Él hará que todos sus hijos se le parezcan.
El hijo mayor es el heredero
entre los hombres; pero todos los hijos de Dios tendrán la herencia de
los primogénitos. Que el
temperamento y la conducta de los hijos muestre para siempre nuestra
adopción y que el Espíritu
Santo testifique a nuestros espíritus que somos hijos y herederos de
Dios.
Vv. 8—11. El cambio feliz por el cual los gálatas
se volvieron de los ídolos al Dios vivo, y
recibieron, por medio de Cristo, la adopción de hijos, fue el efecto de
su libre y rica gracia. Ellos
fueron puestos bajo la obligación mayor de mantener la libertad con que
Él los hizo libres. Todo
nuestro conocimiento de Dios empieza de su lado; lo conocemos porque
somos conocidos por Él.
—Aunque nuestra religión prohíbe la idolatría, aún hay muchos que
practican la idolatría espiritual
en sus corazones. Porque lo que más ama un hombre, y aquello que más le
interesa, eso es su dios:
algunos tienen sus riquezas como su dios; algunos, sus placeres, y
otros, sus lujurias. Muchos
adoran, sin saber, a un dios de su propia hechura; un dios todo hecho de
misericordia sin ninguna
justicia. Porque se convencen de que hay misericordia de Dios para ellos
aunque no se arrepientan y
sigan en sus pecados. —Es posible que los que hicieron una gran
profesión de la religión, después
sean desviados de la pureza y simplicidad. Mientras más misericordia
haya mostrado Dios al llevar
a alguien a conocer el evangelio, y sus libertades y privilegios, más
grande es su pecado y necedad
al tolerar que ellos mismos sean privados de ello. De aquí, pues, que
todos los miembros de la
iglesia externa deban aprender a temer su yo, y a sospechar de sí
mismos. No debemos contentarnos
con tener algunas cosas buenas en nosotros. Pablo teme que su labor
fuera en vano, pero aún se
esfuerza; y el hacerlo así, siga lo que siguiere, es la verdadera
sabiduría y el temor de Dios. Esto
debe recordar cada hombre en su puesto y llamamiento.
Vv. 12—18. El apóstol desea que ellos sean unánimes
con él en cuanto a la ley de Moisés y
unidos con él en amor. Al reprender a los otros, debemos cuidar de
convencerlos de que nuestra
reprensión viene de una sincera consideración de la honra de Dios y la
religión y del bienestar de
ellos. El apóstol recuerda a los gálatas la dificultad con que trabajó
cuando estuvo entre ellos por
primera vez. Pero nota que fue un mensajero bien recibido por ellos. Sin
embargo, ¡cuán inciertos
son el favor y el respeto de los hombres! Esforcémonos por ser aceptos a
Dios. —Una vez os
creísteis dichosos por recibir el evangelio; ¿ahora tenéis razón para
pensar lo contrario? Los
cristianos no deben dejar de decir la verdad por temor de ofender al
prójimo. Los falsos maestros
que desviaron a los gálatas de la verdad del evangelio, eran hombres
astutos. Pretendían afecto, pero
no eran sinceros ni rectos. Se da una regla excelente. Bueno es ser
siempre celoso de algo bueno; no
sólo por una vez, o cada tanto tiempo, sino siempre. Dichoso sería para
la Iglesia de Cristo si este
celo fuese mejor sostenido.
Vv. 19, 20. Los gálatas estaban listos para
considerar enemigo al apóstol, pero él les asegura que
era su amigo; que por ellos tenía sentimientos paternales. Duda del
estado de ellos y ansía conocer
el resultado de sus engaños presentes. Nada es prueba tan segura de que
un pecador ha pasado al
estado de justificación como que Cristo se esté formando en él por la
renovación del Espíritu Santo,
pero esto no puede esperarse mientras los hombres dependan de la ley
para ser aceptados por Dios.
Vv. 21—27. La diferencia de los creyentes que
descansan sólo en Cristo y los que confían en la
ley queda explicada por las historias de Isaac e Ismael. Estas cosas son
una alegoría en que el
Espíritu de Dios señala algo más además del sentido literal e histórico
de las palabras. Agar y Sara
eran emblemas adecuados de las dos dispensaciones diferentes del pacto.
La Jerusalén celestial, la
Iglesia verdadera de lo alto, representada por Sara está en estado de
libertad y es la madre de todos
los creyentes que nacen del Espíritu Santo. Por regeneración y fe
verdadera fueron parte de la
verdadera semilla de Abraham, conforme a la promesa hecha a él.
Vv. 28—31. Se aplica la historia así expuesta.
Entonces, hermanos, no somos hijos de la esclava
sino de la libre. Si los privilegios de todos los creyentes son tan
grandes, conforme al pacto nuevo,
¡qué absurdo sería que los convertidos gentiles estén bajo esa ley que
no pudo librar a los judíos
incrédulos de la esclavitud o de la condenación! —Nosotros no hubiésemos
hallado esta alegoría en
la historia de Sara y Agar si no nos hubiera sido señalada, pero no
podemos dudar que así fue
concebido por el Espíritu Santo. Es una explicación del tema, no un
argumento que lo compruebe.
En esto están prefigurados los dos pactos, el de obras y el de gracia, y
los profesantes legales y los
evangélicos. Las obras y los frutos producidos por el poder del hombre
son legales, pero si surgen
de la fe en Cristo son evangélicos. El espíritu del primer pacto es de
esclavitud al pecado y la
muerte. El espíritu del segundo pacto es de libertad y liberación; no de
libertad para pecar sino en
deber y para el deber. El primero es un espíritu de persecución; el
segundo es un espíritu de amor.
Que miren a este los profesantes que tengan un espíritu violento, duro y
autoritario hacia el pueblo
de Dios. Pero así como Abraham desechó a Agar, así es posible que el
creyente se desvíe en algunas
cosas al pacto de obras, cuando por incredulidad y negligencia de la
promesa actúe en su propio
poder conforme a la ley; o en un camino de violencia, no de amor, hacia
sus hermanos. Sin
embargo, no es su espíritu hacerlo así, de ahí que nunca repose hasta
que regrese a su dependencia
de Cristo. Reposemos nuestras almas en las Escrituras, y mostremos, por
una esperanza evangélica
y la obediencia jubilosa, que nuestra conversión y tesoro están, sin
duda, en el cielo.
CAPÍTULO V
Versículos 1—12. Una ferviente
exhortación a estar firmes en la libertad del evangelio. 13—15. A
cuidarse de consentir un temperamento pecador. 16—26. Y a caminar en el Espíritu, y no dar
lugar a las lujurias de la carne: se describen las obras de ambos.
Vv. 1—6. Cristo no será el Salvador de nadie que
no lo reciba y confíe en Él como su único
Salvador. Prestemos oído a las advertencias y las exhortaciones del
apóstol a estar firmes en la
doctrina y la libertad del evangelio. Todos los cristianos verdaderos
que son enseñados por el
Espíritu Santo, esperan la vida eterna, la recompensa de la justicia, y
el objeto de su esperanza,
como dádiva de Dios por fe en Cristo; y no por amor de sus propias
obras. —El convertido judío
puede observar las ceremonias o afirmar su libertad, el gentil puede
desecharlas o participar en
ellas, siempre y cuando no dependa de ellas. Ningún privilegio o
profesión externo servirá para ser
aceptos de Dios sin la fe sincera en nuestro Señor Jesús. La fe
verdadera es una gracia activa; obra
por amor a Dios y a nuestros hermanos. Que estemos en el número de
aquellos que, por el Espíritu,
aguardan la esperanza de justicia por la fe. —El peligro de antes no
estaba en cosas sin importancia
en sí, como ahora son muchas formas y observancias. Pero sin la fe que
obra por el amor, todo lo
demás carece de valor, y comparado con ello las otras cosas son de
escaso valor.
Vv. 7—12. La vida del cristiano es una carrera en
la cual debe correr y mantenerse si desea
obtener el premio. No basta con que profesemos el cristianismo; debemos
correr bien viviendo
conforme a esa confesión. Muchos que empezaron bien en la religión son
estorbados en su avance o
se desvían del camino. A los que empezaron a salirse del camino o a
cansarse les corresponde
preguntarse seriamente qué les estorba. —La opinión o la persuasión,
versículo 8, sin duda, era la
de mezclar las obras de la ley con la fe en Cristo en cuanto a la
justificación. El apóstol deja que
ellos juzguen de dónde surgió, pero muestra lo suficiente para indicar
que no se debe a nadie sino a
Satanás. —Para las iglesias cristianas es peligroso animar a los que
siguen errores destructores, pero
en especial a los que los difunden. Al reprender el pecado y el error,
siempre debemos distinguir
entre los líderes y los liderados. Los judíos se ofendían porque se
predicaba a Cristo como la única
salvación para los pecadores. Si Pablo y los otros hubieran aceptado que
la observancia de la ley de
Moisés debía unirse a la fe en Cristo, como necesaria para la salvación,
entonces los creyentes
hubieran podido evitar muchos de los sufrimientos que tuvieron. Hay que
resistir los primeros
indicios de esa levadura. Ciertamente los que persisten en perturbar a
la Iglesia de Cristo deben
soportar su juicio.
Vv. 13—15. El evangelio es una doctrina conforme a
la piedad, 1 Timoteo vi, 3, y está lejos de
consentir con el menor pecado, que nos somete a la obligación más fuerte
de evitarlo y vencerlo. El
apóstol insiste en que toda la ley se cumple en una palabra: Amarás a tu
prójimo como a ti mismo.
Si se pelean los cristianos, que deben ayudarse mutuamente y regocijarse
unos en otros, ¿qué puede
esperarse sino que el Dios de amor niegue su gracia, que el Espíritu de
amor se vaya, y prevalezca
el espíritu maligno que busca destruirlos? —Bueno fuera que los
creyentes se pusieran en contra del
pecado en ellos mismos y en los lugares donde viven, en vez de morderse
y devorarse unos a otros
con motivo de diversidad de opinión diferente.
Vv. 16—26. Si fuéramos cuidadosos para actuar bajo
la dirección y el poder del Espíritu
bendito, aunque no fuésemos liberados de los estímulos y de la oposición
de la naturaleza corrupta
que queda en nosotros, esta no tendría dominio sobre nosotros. Los
creyentes están metidos en un
conflicto en que desean sinceramente esa gracia que puede alcanzar la
victoria plena y rápida. Los
que desean entregarse a la dirección del Espíritu Santo no están bajo la
ley como pacto de obras, ni
expuestos a su espantosa maldición. Su odio por el pecado, y su búsqueda
de la santidad, muestran
que tienen una parte en la salvación del evangelio. —Las obras de la
carne son muchas y
manifiestas. Esos pecados excluirán del cielo a los hombres. Pero,
¡cuánta gente que se dice
cristiana vive así y dicen que esperan el cielo! —Se enumeran los frutos
del Espíritu, o de la
naturaleza renovada, que tenemos que hacer. Y así como el apóstol había
nombrado principalmente
las obras de la carne, no sólo dañinas para los mismos hombres, sino que
tienden a hacerlos
mutuamente nocivos, así aquí el apóstol nota principalmente los frutos
del Espíritu, que tienden a
hacer mutuamente agradables a los cristianos, como asimismo a hacerlos
felices. Los frutos del
Espíritu muestran evidentemente que ellos son guiados por el Espíritu. —La
descripción de las
obras de la carne y de los frutos del Espíritu nos dice qué debemos
evitar y resistir y qué debemos
desear y cultivar; y este es el afán y empresa sinceros de todos los
cristianos reales. El pecado no
reina ahora en sus cuerpos mortales, de modo que le obedezcan, Romanos
vi, 12, pues ellos
procuran destruirlo. Cristo nunca reconocerá a los que se rinden a ser
siervos del pecado. Y no basta
con que cesemos de hacer el mal sino que debemos aprender a hacer el
bien. Nuestra conversación
siempre deberá corresponder al principio que nos guía y nos gobierna,
Romanos viii, 5. Debemos
dedicarnos con fervor a mortificar las obras del cuerpo y a caminar en
la vida nueva sin desear la
vanagloria ni desear indebidamente la estima y el aplauso de los
hombres, sin provocarse ni
envidiarse mutuamente, sino buscando llevar esos buenos frutos con mayor
abundancia, que son, a
través de Jesucristo, para la alabanza y la gloria de Dios.
CAPÍTULO VI
Versículos 1—5. Exhortaciones a la
mansedumbre, la benignidad y la humildad. 6—11. A la
bondad para con todos los hombres, especialmente los creyentes. 12—15. Los gálatas,
advertidos contra los maestros judaizantes. 16—18. Una bendición solemne.
Vv. 1—5. Tenemos que sobrellevar las cargas los
unos de los otros. Así cumplimos la ley de Cristo.
Esto nos obliga a la tolerancia mutua y a la compasión de unos con
otros, conforme a su ejemplo.
Nos corresponde llevar las cargas de unos y otros como compañeros de
viaje. —Muy corriente es
que el hombre se considere más sabio y mejor que todos los demás
hombres, y bueno para
mandarlos. Se engaña a sí mismo; pretende lo que no tiene, se engaña a
sí mismo, y tarde o
temprano, se hallará con lamentables efectos. Este nunca ganará la
estima de Dios ni la de los
hombres. Se advierte a cada uno que examine su obra. Mientras mejor
conozcamos nuestro corazón
y nuestros modales, menos despreciaremos a los demás y más dispuestos
estaremos para ayudarles
cuando tengan enfermedades y aflicciones. Cuán leves les parecen los
pecados a los hombres
cuando los cometen, pero los hallarán como carga pesada cuando tengan
que dar cuenta a Dios de
ellos. Nadie puede pagar el rescate por un hermano; y el pecado es una
carga para el alma. Es una
carga espiritual; y mientras menos la sienta alguien, más causa tiene
para sospechar de sí. La
mayoría de los hombres están muertos en sus pecados y, por tanto, no ven
ni sienten la carga
espiritual del pecado. Al sentir el peso y carga de nuestros pecados,
debemos procurar ser aliviados
por el Salvador, y darnos por advertidos contra todo pecado.
Vv. 6—11. Muchos se excusan de la obra de la
religión, aunque pueden simularla y profesarla.
Pueden imponerse a los demás, pero se engañan si piensan que pueden
engañar a Dios, que conoce
sus corazones y sus acciones; y como Él no puede ser engañado, así no
será burlado. Nuestro
tiempo es tiempo de siembra; en el otro mundo segaremos lo que sembramos
ahora. Hay dos clases
de siembra, una para la carne, y otra para el Espíritu: así será la
rendición de cuentas en el más allá.
Los que llevan una vida sensual y carnal, no deben esperar otro fruto de
ese camino que no sea
miseria y ruina. Pero los que, bajo la dirección y el poder del Espíritu
Santo, llevan una vida de fe
en Cristo, y abundan en la gracia cristiana, cosecharán vida eterna del
Espíritu Santo. —Todos
somos muy proclives a cansarnos del deber, particularmente de hacer el
bien. Debemos velar con
gran cuidado y guardarnos al respecto. La recompensa se promete sólo a
la perseverancia en hacer
el bien. —Aquí hay una exhortación a todos para hacer el bien en donde
están. Debemos tener
cuidado de hacer el bien en nuestra vida y hacer de él la actividad de
nuestra vida, especialmente si
se presentan ocasiones nuevas, y hasta donde alcance nuestro poder.
Vv. 12—15. Los corazones orgullosos, vanos y
carnales se contentan precisamente con tanta
religión como la que les ayude a simular en buena forma. Pero el apóstol
profesa su propia fe,
esperanza y gozo, y que su gloria principal está en la cruz de Cristo.
Por la cual se significan aquí
sus sufrimientos y muerte en la cruz, la doctrina de la salvación por el
Redentor crucificado. Por
Cristo, o por la cruz de Cristo, el mundo es crucificado para el
creyente y él para el mundo.
Mientras más consideremos los sufrimientos del Redentor de parte del
mundo, menos probable es
que amemos al mundo. Al apóstol lo afectaban tan poco sus encantos como
el espectador lo sería
por cualquier cosa que fuese graciosa en la cara de una persona
crucificada, cuando la contempla
ennegrecida en las agonías de la muerte. Él no era más afectado por los
objetos que le rodeaban
como alguien que expira fuera afectado con alguna de las perspectivas
que sus ojos moribundos
pudieran ver desde la cruz de la cual cuelga. Y en cuanto a aquellos que
han creído verdaderamente
en Cristo Jesús, todas las cosas les son contadas como supremamente
inválidas comparadas con Él.
Hay una nueva creación: las viejas cosas pasaron, he aquí los nuevos
puntos de vista y las nuevas
disposiciones son traídas bajo las influencia regeneradoras de Dios
Espíritu Santo. Los creyentes
son llevados a un nuevo mundo, y siendo creados en Cristo Jesús para
nuevas obras, son formados
para una vida de santidad. Es un cambio de mentalidad y corazón por el
cual somos capacitados
para creer en el Señor Jesús y vivir para Dios; y donde falte esta
religión interior práctica, las
profesiones o los nombres externos nunca la reemplazarán.
Vv. 16—18. Una nueva creación a imagen de Cristo
que demuestra fe en Él es la distinción más
grande entre uno y otro hombre y una bendición declarada a todos los que
andan conforme a esta
regla. Las bendiciones son paz y misericordia. Paz con Dios y nuestra
conciencia, y todos los
consuelos de esta vida en la medida que sean necesarios. Y la
misericordia, el interés en el amor y
favor gratuitos de Dios en Cristo, el manantial y la fuente de todas las
demás bendiciones. —La
palabra escrita de Dios es la regla por la que tenemos que guiarnos,
tanto por sus preceptos como
por sus doctrinas. Que Su gracia esté siempre con nuestro espíritu, para
santificarnos, vivificarnos y
alegrarnos y que siempre nosotros estemos listos para sostener el honor
de Aquel que
indudablemente es nuestra vida. El apóstol tenía en su cuerpo las marcas
del Señor Jesús, las
cicatrices de las heridas infligidas por los enemigos perseguidores
porque él se aferraba a Cristo y a
la doctrina del evangelio. —El apóstol trata de hermanos suyos a los
gálatas, mostrando con ellos su
humildad y su tierno afecto por ellos, y se va con una oración muy seria
pidiendo que ellos disfruten
del favor de Cristo Jesús en sus efectos a la vez que en sus pruebas. No
tenemos que desear más que
la gracia de nuestro Señor Jesucristo para hacernos felices. El apóstol
no ora que la ley de Moisés o
la justicia de las obras sea con ellos sino que la gracia de Cristo sea
con ellos; para que pueda estar
en sus corazones y con sus espíritus, reviviéndoles, consolándoles y
fortaleciéndoles: a todo lo cual
pone su Amén; con ello significando su deseo de que así sea, y su fe en
que así será.