EFESIOS

EFESIOS
Esta epístola fue escrita cuando San Pablo estaba preso en Roma. La intención parece ser
fortalecer a los efesios en la fe de Cristo, y dar elevados puntos de vista acerca del amor de Dios y
de la dignidad y excelencia de Cristo, fortaleciendo sus mentes contra el escándalo de la cruz.
Muestra que fueron salvados por gracia, y que por miserables que hayan sido una vez, ahora tienen
iguales privilegios que los judíos. Los exhorta a perseverar en su vocación cristiana y les estimula a
que anden de manera consecuente a su confesión, desempeñando fielmente los deberes generales y
comunes de la religión, y los deberes especiales de las relaciones particulares.
—————————
CAPÍTULO I
Versículos 1—8. Saludos y una relación de las bendiciones salvadoras, preparadas por la eterna
elección de Dios y adquiridas por la sangre de Cristo. 9—14. Y transmitidas en el llamamiento
eficaz; esto se aplica a los judíos creyentes y a los gentiles creyentes. 15—23. El apóstol
agradece a Dios la fe y amor de ellos y ora por la continuidad de su conocimiento y esperanza,
con respecto a la herencia celestial, y a la poderosa obra de Dios en ellos.
Vv. 1, 2. Todos los cristianos deben ser santos; si no llegan a ese carácter en la tierra, nunca serán
santos en la gloria. Los que no son fieles no son santos, no creen en Cristo ni son veraces a la
profesión que hacen de su relación con su Señor. Por gracia entendemos el amor y el favor libre e
inmerecido de Dios, y las gracias del Espíritu que fluyen; por la paz, todas las demás bendiciones
temporales y espirituales, fruto de lo anterior. No hay paz sin gracia. No hay paz ni gracia, sino de
Dios Padre y del Señor Jesucristo; y los mejores santos necesitan nuevas provisiones de la gracia
del Espíritu, y deseos de crecer.
Vv. 3—8. Las bendiciones celestiales y espirituales son las mejores bendiciones; con las cuales
no podemos ser miserables, y sin las cuales no podemos sino serlo. Esto viene de la elección de
ellos en Cristo, antes de la fundación del mundo, para que fuesen hechos santos por la separación
del pecado, siendo apartados para Dios y santificados por el Espíritu Santo, como consecuencia de
su elección en Cristo. Todos los escogidos para la felicidad como fin, son escogidos para santidad
como medio. Fueron predestinados o preordenados con amor para ser adoptados como hijos de Dios
por fe en Cristo Jesús, y ser abiertamente recibidos en los privilegios de la elevada relación con Él.
El creyente reconciliado y adoptado, el pecador perdonado, da toda la alabanza de su salvación a su
bondadoso Padre. Su amor estableció este método de redención, no escatimó a su propio Hijo, y
trajo a los creyentes a que oyeran y abrazaran esta salvación. Fue riqueza de su gracia proveer como
garantía a su propio Hijo, y entregarlo libremente. Este método de la gracia no estimula el mal;
muestra el pecado en toda su odiosidad, y cuánto merece la venganza. Las acciones del creyente, y
sus palabras, declaran las alabanzas de la misericordia divina.
Vv. 9—14. Las bendiciones fueron dadas a conocer a los creyentes cuando el Señor les muestra
el misterio de su soberana voluntad, y el método de redención y salvación. Pero esto debiera haber
estado por siempre oculto de nosotros, si Dios no las hubiera dado a conocer por su palabra escrita,
la predicación de su evangelio, y su Espíritu de verdad. —Cristo unió en su persona los dos bandos
en disputa, Dios y el hombre, y dio satisfacción por el mal que causó la separación. Obró por su
Espíritu las gracias de fe y amor por las cuales somos hechos uno con Dios, y unos con otros.
Dispensa todas sus bendiciones de acuerdo a su beneplácito. Su enseñanza divina condujo a los que
quiso, a que vieran la gloria de las verdades, mientras otros fueron dejados para blasfemar. —¡Qué
promesa de gracia es esta que asegura la dádiva del Espíritu Santo a quienes lo piden! La obra
santificadora y consoladora del Espíritu Santo sella a los creyentes como hijos de Dios y herederos
del cielo. Estas son las primicias de la santa dicha. Para esto fuimos hechos y para esto fuimos
redimidos; este es el gran designio de Dios en todo lo que ha hecho por nosotros; que todo sea
atribuido para la alabanza de su gloria.
Vv. 15—23. Dios ha puesto bendiciones espirituales en su Hijo el Señor Jesús; pero nos pide
que las busquemos y las obtengamos por la oración. Aun los mejores cristianos necesitan que se ore
por ellos; y mientras sepamos del bienestar de los amigos cristianos debemos orar por ellos. —
Hasta los creyentes verdaderos tienen gran necesidad de sabiduría celestial. ¿Acaso aun los mejores
de nosotros somos renuentes a uncirnos al yugo de Dios aunque no hay otro modo de hallar reposo
para el alma? ¿Acaso no nos alejamos de nuestra paz por un poco de placer? Si discutiéramos
menos y oráramos más con y por unos y otros, diariamente veríamos más y más cuál es la esperanza
de nuestra vocación, y las riquezas de la gloria divina en esta herencia. Deseable es sentir el fuerte
poder de la gracia divina que empieza y ejecuta la obra de la fe en nuestras almas. Pero cuesta
mucho llevar a un alma a creer plenamente en Cristo y aventurarse toda ella y su esperanza de vida
eterna en su justicia. Nada menos que el poder omnipotente obrará esto en nosotros. —Aquí se
significa que es Cristo el Salvador quien suple todas las necesidades de los que confían en Él, y les
da todas las bendiciones en la más rica abundancia. Siendo partícipes en Cristo mismo llegamos a
ser llenos con la plenitud de la gracia y la gloria en Él. Entonces, ¡cómo pueden olvidarse a sí
mismos esos que andan buscando la justicia fuera de Él! Esto nos enseña a ir a Cristo. Si
supiéramos a qué estamos llamados, qué podemos hallar en Él, con toda seguridad que iríamos y
seríamos parte de Él. Cuando sentimos nuestra debilidad y el poder de nuestros enemigos, es
cuando más notamos la grandeza de ese poder que efectúa la conversión del creyente y que está
dedicado a perfeccionar su salvación. Ciertamente esto nos constreñirá por amor para vivir para la
gloria de nuestro Redentor.
CAPÍTULO II
Versículos 1—10. Las riquezas de la gracia gratuita de Dios para con los hombres, son señaladas
por su deplorable estado natural, y el dichoso cambio que la gracia divina efectúa en ellos. 11
—13. Los efesios son llamados a reflexionar en su estado de paganismo. 14—22. Los
privilegios y las bendiciones del evangelio.
Vv. 1—10. El pecado es la muerte del alma. Un hombre muerto en delitos y pecados no siente
deseos por los placeres espirituales. Cuando miramos un cadáver, da una sensación espantosa. El
espíritu que nunca muere se ha ido, y nada ha dejado sino las ruinas de un hombre. Pero si viéramos
bien las cosas, deberíamos sentirnos mucho más afectados con el pensamiento de un alma muerta,
un espíritu perdido y caído. —El estado de pecado es el estado de conformidad con este mundo. Los
hombres impíos son esclavos de Satanás que es el autor de esa disposición carnal orgullosa que hay
en los hombres impíos; él reina en los corazones de los hombres. De la Escritura queda claro que si
los hombres han sido más dados a la iniquidad espiritual o sensual, todos los hombres, siendo
naturalmente hijos de desobediencia, son también por naturaleza hijos de ira. Entonces, ¡cuánta
razón tienen los pecadores para procurar fervorosamente la gracia que los hará hijos de Dios y
herederos de la gloria, habiendo sido hijos de ira! —El amor eterno o la buena voluntad de Dios
para con sus criaturas es la fuente de donde fluyen todas sus misericordias para nosotros; ese amor
de Dios es amor grande, y su misericordia es misericordia rica. Todo pecador convertido es un
pecador salvado; librado del pecado y de la ira. La gracia que salva es la bondad y el favor libre e
inmerecido de Dios; Él salva, no por las obras de la ley, sino por la fe en Cristo Jesús. —La gracia
en el alma es vida nueva en el alma. Un pecador regenerado llega a ser un ser viviente; vive una
vida de santidad, siendo nacido de Dios: vive, siendo librado de la culpa del pecado, por la gracia
que perdona y justifica. Los pecadores se revuelcan en el polvo; las almas santificadas se sientan en
los lugares celestiales, levantadas por sobre este mundo por la gracia de Cristo. —La bondad de
Dios al convertir y salvar pecadores aquí y ahora, estimula a los demás a esperar, en el futuro, en su
gracia y misericordia. Nuestra fe, nuestra conversión, y nuestra salvación eterna no son por las
obras, para que ningún hombre se jacte. Estas cosas no suceden por algo que nosotros hagamos, por
tanto, toda jactancia queda excluida. Todo es dádiva libre de Dios y efecto de ser vivificado por su
poder. Fue su propósito para lo cual nos preparó bendiciéndonos con el conocimiento de su
voluntad, y su Espíritu Santo produce tal cambio en nosotros que glorificaremos a Dios por nuestra
buena conversación y perseverancia en la santidad. Nadie puede abusar de esta doctrina apoyándose
en la Escritura, ni la acusa de ninguna tendencia al mal. Todos los que así hacen, no tienen excusa.
Vv. 11—13. Cristo y su pacto son el fundamento de todas las esperanzas del cristiano. —Aquí
hay una descripción triste y terrible pero ¿quién es capaz de quitarse de ello? ¿No desearíamos que
esto no fuera una descripción verdadera de muchos bautizados en el nombre de Cristo? ¿Quién
puede, sin temblar, reflexionar en la miseria de una persona separada por siempre del pueblo de
Dios, cortada del cuerpo de Cristo, caída del pacto de la promesa, sin tener esperanza ni Salvador y
sin ningún Dios sino un Dios de venganza por toda la eternidad? ¡No tener parte en Cristo! ¿Qué
cristiano verdadero puede oír esto sin horror? —La salvación está lejos del impío, pero Dios es una
ayuda a mano para su pueblo y esto es por los sufrimientos y la muerte de Cristo.
Vv. 14—18. Jesucristo hizo la paz por el sacrificio de sí mismo; en todo sentido Cristo era la
Paz de ellos, el autor, el centro y la sustancia de estar ellos en paz con Dios, y de su unión con los
creyentes judíos en una iglesia. A través de la persona, el sacrificio y la mediación de Cristo, se
permite a los pecadores acercarse a Dios Padre y son llevados con aceptación a su presencia, con su
adoración y su servicio, bajo la enseñanza del Espíritu Santo, como uno con el Padre y el Hijo.
Cristo compró el permiso para que nosotros vayamos a Dios; y el Espíritu da el corazón para ir, y la
fuerza para ir y, luego, la gracia para servir aceptablemente a Dios.
Vv. 19—22. La iglesia se compara con una ciudad, y todo pecador convertido está libre de eso.
También es comparada con una casa, y todo pecador convertido es uno de la familia; un siervo y un
hijo en la casa de Dios. —También se compara la Iglesia con un edificio fundado en la doctrina de
Cristo, entregada por los profetas del Antiguo Testamento, y los apóstoles del Nuevo Testamento.
Dios habita ahora en todos los creyentes; ellos llegan a ser el templo de Dios por la obra del bendito
Espíritu. Entonces, preguntémonos si nuestras esperanzas están fijadas en Cristo conforme a la
doctrina de su palabra. ¿Nos consagramos a Dios como templos santos por medio de Él? ¿Somos
morada de Dios en el Espíritu, estamos orientados espiritualmente y llevamos los frutos del
Espíritu? Cuidémonos de no contristar al santo Consolador. Deseemos su graciosa presencia y sus
influencias en nuestros corazones. Procuremos cumplir los deberes asignados a nosotros para la
gloria de Dios.
CAPÍTULO III
Versículos 1—7. El apóstol declara su oficio, y sus cualidades y su llamamiento a éste. 8—12.
Además, los nobles propósitos a que responde. 13—19. Ora por los efesios. 20, 21. Agrega una
acción de gracias.
Vv. 1—7. Por haber predicado la doctrina de la verdad, el apóstol estaba preso, pero era preso de
Jesucristo; era objeto de protección y cuidado especial mientras sufría por Él. Todas las ofertas de
gracia del evangelio y la nueva de gran gozo que contiene, vienen de la rica gracia de Dios; es el
gran medio por el cual el Espíritu obra la gracia en las almas de los hombres. —El misterio es ese
propósito de salvación secreto, escondido, por medio de Cristo. —Esto no fue tan claramente
mostrado en épocas anteriores a Cristo, como a los profetas del Nuevo Testamento. Esta era la gran
verdad dada a conocer al apóstol, que Dios llamaría a los gentiles a la salvación por fe en Cristo.
Una obra eficaz del poder divino acompaña los dones de la gracia divina. Como Dios nombró a
Pablo para el oficio, así lo equipó para él.
Vv. 8—12. Aquellos a quienes Dios promueve a cargos honrosos, los hace sentirse bajos ante
sus propios ojos; donde Dios da gracia para ser humilde, ahí da toda la gracia necesaria. ¡Cuán alto
habla de Jesucristo, de las inescrutables riquezas de Cristo! Aunque muchos no son enriquecidos
con estas riquezas, de todos modos ¡qué favor tan grande, que se nos predique a nosotros, y que nos
sean ofrecidas! Si no somos enriquecidos con ellas es nuestra propia falta. La primera creación,
cuando Dios hizo todas las cosas de la nada, y la nueva creación, por la cual los pecadores son
hechos nuevas criaturas por la gracia que convierte, son de Dios por Jesucristo. Sus riquezas son tan
inescrutables y tan seguras como siempre, aunque mientras los ángeles adoran la sabiduría de Dios
en la redención de su Iglesia, la ignorancia de los hombres carnales sabios ante sus propios ojos,
condena a todo como necedad.
Vv. 13—19. El apóstol parece estar más ansioso por los creyentes, no sea que se desanimen y
desfallezcan por sus tribulaciones, que por lo que él mismo tenía que soportar. Pide bendiciones
espirituales que son las mejores bendiciones. La fuerza del Espíritu de Dios en el hombre interior;
fuerza en el alma; el poder de la fe para servir a Dios y cumplir nuestro deber. Si la ley de Cristo
está escrita en nuestros corazones, y el amor de Cristo es derramado por todas partes, entonces
Cristo habita en él. Donde habita su Espíritu, ahí habita Él. Desearíamos que los buenos afectos
fueran fijados a nosotros. ¡Cuán deseable es tener la sensación firme del amor de Dios en Cristo en
nuestras almas! —¡Con cuánta fuerza habla el apóstol del amor de Cristo! La anchura muestra su
magnitud a todas las naciones y rangos; la longitud, que va de eternidad a eternidad; la profundidad,
la salvación de los sumidos en las profundidades del pecado y la miseria; la altura, su elevación a la
dicha y gloria celestiales. Puede decirse que están llenos con la plenitud de Dios los que reciben
gracia por gracia de la plenitud de Cristo. ¿No debiera esto satisfacer al hombre? ¿Debe llenarse con
mil engaños, jactándose que con esas completa su dicha?
Vv. 20, 21. Siempre es apropiado terminar las oraciones con alabanza. Esperemos más, y
pidamos más, alentados por lo que Cristo ya ha hecho por nuestras almas, estando seguros de que la
conversión de los pecadores y el consuelo de los creyentes, será para su gloria por siempre jamás.
CAPÍTULO IV
Versículos 1—6. Exhortaciones a la mutua tolerancia y unión. 7—16. Al debido uso de los dones y
gracias espirituales. 17—24. A la pureza y la santidad. 25—32. Y a cuidarse de los pecados
practicados por los paganos.
Vv. 1—6. Nada se exhorta con mayor énfasis en las Escrituras que andar como corresponde a los
llamados al reino y gloria de Cristo. Por humildad entiéndase lo que se opone al orgullo. Por
mansedumbre, la excelente disposición del alma que hace que los hombres no estén prontos a
provocar, y que no se sientan fácilmente provocados u ofendidos. Encontramos mucho en nosotros
mismos por lo cual apenas nos podríamos perdonar; por tanto, no debe sorprendernos si hallamos
en el prójimo lo que creemos difícil de perdonar. Hay un Cristo en quien tienen esperanza todos los
creyentes, y un cielo en el que todos esperan; por tanto, debieran ser de un solo corazón. Todos
tenían una fe en su objeto, Autor, naturaleza y poder. Todos ellos creían lo mismo en cuanto a las
grandes verdades de la religión; todos ellos habían sido recibidos en la Iglesia por un bautismo con
agua en el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo como signo de la regeneración. En todos
los creyentes habita Dios Padre como en su santo templo, por su Espíritu y gracia especial.
Vv. 7—16. A cada creyente es dado algún don de la gracia para que se ayuden mutuamente.
Todo se da según a Cristo le parezca bien otorgar a cada uno. Él recibió para ellos, para darles a
ellos, una gran medida de dones y gracias; particularmente el don del Espíritu Santo. No es un
simple conocimiento intelectual ni un puro reconocimiento de Cristo como Hijo de Dios, sino como
quien produce confianza y obediencia. Hay una plenitud en Cristo y una medida de esa plenitud
dada en el consejo de Dios a cada creyente, pero nunca llegaremos a la medida perfecta sino hasta
que lleguemos al cielo. Los hijos de Dios están creciendo mientras están en este mundo; y el
crecimiento del cristiano busca la gloria de Cristo. Mientras más impulsado se encuentre un hombre
a aprovechar su estado, conforme a su medida y todo lo que haya recibido, para el bien espiritual
del prójimo, más ciertamente puede creer que tiene la gracia del amor y la caridad sincera arraigada
en su corazón.
Vv. 17—24. El apóstol encarga a los efesios, en el nombre y por la autoridad del Señor Jesús,
que habiendo profesado el evangelio, no deben ser como los gentiles inconversos que andaban en la
vanidad de su mente y en afectos carnales. ¿No andan los hombres en la vanidad de su mente por
todos lados? ¿No debemos, entonces, enfatizar la distinción entre los cristianos reales y los
nominales? Ellos estaban desprovistos de todo conocimiento salvador; estaban en tinieblas y las
amaban más que a la luz. Les disgustaba y aborrecían la vida de santidad, que no sólo es el camino
de vida que Dios exige y aprueba, y por el cual vivimos para Él, sino tiene alguna semejanza a Dios
mismo en su pureza, justicia, verdad y bondad. La verdad de Cristo se manifiesta en su belleza y
poder cuando aparece en Jesús. —La naturaleza corrupta se llama hombre; como el cuerpo humano
tiene diversas partes que se apoyan y fortalecen entre sí. Los deseos pecaminosos son
concupiscencias engañosas; prometen felicidad a los hombres pero los vuelven más miserables; los
llevan a la destrucción, si no se someten y se mortifican. Por tanto, deben quitarse como ropa vieja
y sucia; deben ser sometidas y mortificadas. Pero no basta con sacarse los principios corruptos:
debemos tener principios de gracia. Por el hombre nuevo se significa la nueva naturaleza, la nueva
criatura, dirigida por un principio nuevo, la gracia regeneradora, que capacita al hombre para llevar
una vida nueva de justicia y santidad. Esto es creado o producido por el poder omnipotente de Dios.
Vv. 25—28. Nótense los detalles con que debemos adornar nuestra confesión cristiana. Cuidaos
de toda cosa contraria a la verdad. No aduléis ni engañéis al prójimo. El pueblo de Dios es de hijos
que no mienten, que no se atreven a mentir, que odian y aborrecen la mentira. Cuidaos de la ira y de
las pasiones desenfrenadas. Si hay una ocasión justa para expresar descontento por lo malo, y
reprenderlo, hágase sin pecar. Damos lugar al diablo cuando los primeros indicios del pecado no
contristan nuestra alma, cuando consentimos a ellos; y cuando repetimos una obra mala. Esto
enseña que es pecado si uno se rinde y permite que el diablo venga a nosotros; tenemos que
resistirle, cuidándonos de toda apariencia de mal. —El ocio hace al ladrón. Los que no trabajan se
exponen a la tentación de robar. Los hombres deben ser trabajadores para que puedan hacer algo de
bien, y para que sean librados de la tentación. Deben trabajar no sólo para vivir honestamente, sino
para que puedan dar para las necesidades del prójimo. Entonces, ¡qué hemos de pensar de los
llamados cristianos, que se enriquecen con fraude, opresión y prácticas engañosas! Para que Dios
acepte las ofrendas, no deben ganarse con injusticia y robo, sino con honestidad y trabajo. Dios odia
el robo para los holocaustos.
Vv. 29—32. Las palabras sucias salen de la corrupción del que las dice y corrompen la mente de
los que las oyen: los cristianos deben cuidarse de esa manera de hablar. Es deber de los cristianos
procurar la bendición de Dios, que las personas piensen seriamente y animar y advertir a los
creyentes con lo que digan. Sed amables unos con otros. Esto establece el principio del amor en el
corazón y su expresión externa en una conducta cortés y humilde. —Nótese cómo el perdón de Dios
nos hace perdonar. Dios nos perdonó aunque no teníamos razón para pecar contra Él. Debemos
perdonar como Él nos ha perdonado. Toda comunicación mentirosa y corrupta, que estimule los
malos deseos y las lujurias, contristan al Espíritu de Dios. Las pasiones corruptas del rencor, ira,
rabia, quejas, maledicencia y malicia, contristan al Espíritu Santo. No provoques al santo y bendito
Espíritu de Dios a que retire su presencia y su influencia de gracia. El cuerpo será redimido del
poder de la tumba el día de la resurrección. Dondequiera que el bendito Espíritu habite como
santificador, es la primicia de todo deleite, y las glorias del día de la redención; seríamos deshechos
si Dios nos quitara su Espíritu Santo.
CAPÍTULO V
Versículos 1, 2. Exhortación al amor fraternal. 3—14. Advertencia contra diversos pecados. 15—
21. Instrucciones para una conducta adecuada y los deberes relacionados. 22—33. Los deberes
de las esposas y maridos se realzan por la relación espiritual entre Cristo y la Iglesia.
Vv. 1, 2. Dios os ha perdonado por amor a Cristo, por tanto, sed seguidores de Dios, imitadores de
Dios. Imitadle en especial en su amor y en su bondad perdonadora, como conviene a los amados de
su Padre celestial. —En el sacrificio de Cristo triunfa su amor, y nosotros tenemos que considerarlo
plenamente.
Vv. 3—14. Las sucias concupiscencias deben arrancarse de raíz. Hay que temer y abandonar
esos pecados. Estas no son sólo advertencias contra los actos groseros de pecado, sino contra lo que
algunos toman a la ligera. Pero estas cosas distan tanto de ser provechosas, que contaminan y
envenenan a los oyentes. Nuestro júbilo debiera notarse como corresponde a los cristianos al dar
gloria a Dios. El hombre codicioso hace un dios de su dinero; pone en los bienes mundanos su
esperanza, confianza y delicia, las que sólo debieran estar en Dios. Los que caen en la
concupiscencia de la carne o en el amor al mundo, no pertenecen al reino de la gracia, ni irán al
reino de la gloria. Cuando los transgresores más viles se arrepienten y creen el evangelio, llegan a
ser hijos de obediencia de los cuales se aparta la ira de Dios. ¿Osaremos tomar a la ligera lo que
provoca la ira de Dios? —Los pecadores, como hombres en tinieblas, van a donde no saben que
van, y hacen lo que no saben, pero la gracia de Dios obra un cambio tremendo en las almas de
muchos. Andan como hijos de luz, como teniendo conocimiento y santidad. Las obras de las
tinieblas son infructuosas, cualquiera sea el provecho del que se jacten, porque terminan en la
destrucción del pecador impenitente. Hay muchas maneras de inducir o de participar en los pecados
ajenos: felicitando, aconsejando, consintiendo u ocultando. Si participamos con el prójimo en sus
pecados, debemos esperar una participación en sus plagas. Si no reprendemos los pecados de otros,
tenemos comunión con ellos. —El hombre bueno debe avergonzarse de hablar de lo que a muchos
impíos no avergüenza hacer. No sólo debemos tener la noción y la visión de que el pecado es
pecado y vergonzoso en alguna medida, pero hemos de entenderlo como violación de la santa ley de
Dios. Según el ejemplo de los profetas y apóstoles debemos llamar a los que están durmiendo y
muertos en pecado para que se despierten y se levantan para que Cristo les dé luz.
Vv. 15—21. Otro remedio contra el pecado es el cuidado o la cautela, siendo imposible
mantener de otro modo la pureza de corazón y vida. El tiempo es un talento que Dios nos da y se
malgasta y se pierde cuando no se usa conforme a su intención. Si hasta ahora hemos desperdiciado
el tiempo, debemos doblar nuestra diligencia para el futuro. ¡Cuán poco piensan los hombres en el
momento en que en su lecho de muerte miles redimirían alegres por el precio de todo el mundo,
pero a qué vanalidades lo sacrifican diariamente! —La gente es muy buena para quejarse de los
malos tiempos; bueno sería si eso los estimulara más para redimir el tiempo. No seas imprudente.
La ignorancia de nuestro deber y la negligencia con nuestras almas son una muestra de la necedad
más grande. La embriaguez es un pecado que nunca va solo, porque lleva a los hombres a otros
males; es un pecado que provoca mucho a Dios. El ebrio da a su familia y a todo el mundo el triste
espectáculo de un pecador endurecido más allá de lo corriente, y que se precipita a la perdición.
Cuando estemos afligidos o agotados, no procuremos levantar nuestro ánimo con bebidas
embriagantes, porque es abominable y dañino y sólo termina haciendo que se sientan más las
tristezas. Procuremos, entonces, por medio de la oración ferviente, ser llenos con el Espíritu, y
evitemos todo lo que pueda contristar a nuestros benigno Consolador. —Todo el pueblo de Dios
tiene razón para cantar de júbilo. Aunque no siempre estemos cantando, debemos estar siempre
dando las gracias; nunca nos debe faltar la disposición para este deber, porque nunca nos faltará
tema a través de todo el decurso de nuestras vidas. Siempre aun en las pruebas y las aflicciones, y
por todas las cosas; satisfechos con el amoroso propósito y la tendencia al bien. Dios resguarda a
los creyentes de pecar contra Él y los hace someterse unos a otros en todo lo que manda, para
promover su gloria y cumplir sus deberes mutuos.
Vv. 22—33. El deber de las esposas es la sumisión en el Señor a sus maridos, lo cual comprende
honrarlos y obedecerles por un principio de amor a ellos. El deber de los esposos es amar a sus
esposas. El amor de Cristo a la Iglesia es el ejemplo, porque es sincero, puro y constante a pesar de
las fallas de ella. Cristo se dio por la Iglesia para santificarla en este mundo y glorificarla en el
venidero, para otorgar a todos sus miembros el principio de santidad y librarlos de la culpa, la
contaminación y el dominio del pecado, por la obra del Espíritu Santo de las cuales su señal exterior
es el bautismo. La Iglesia y los creyentes no carecerán de manchas y arrugas hasta que lleguen a la
gloria. Pero sólo los que son santificados ahora serán glorificados en el más allá. —Las palabras de
Adán mencionadas por el apóstol, se dicen literalmente sobre el matrimonio, pero tienen también un
sentido oculto en ellas en relación con la unión entre Cristo y su Iglesia. Era una especie de tipo, por
su semejanza. Habrá fallas y defectos por ambos lados, en el estado presente de la naturaleza
humana, pero esto no altera la relación. Todos los deberes del matrimonio están incluidos en la
unidad y el amor. Mientras adoramos y nos regocijamos en el amor condescendiente de Cristo, los
maridos y las esposas aprendan sus deberes recíprocos. Así, se impedirán los peores males y se
evitarán muchos efectos penosos.
CAPÍTULO VI
Versículos 1—4. Los deberes de hijos y padres. 5—9. De los siervos y los amos. 10—18. Todos los
cristianos deben ponerse la armadura contra los enemigos de sus almas. 19—24. El apóstol
desea sus oraciones, y termina con su bendición apostólica.
Vv. 1—4. El gran deber de los hijos es obedecer a sus padres. La obediencia comprende la
reverencia interna y los actos externos, y en toda época la prosperidad ha acompañado a los que se
distinguen por obedecer a sus padres. —El deber de los padres. No seáis impacientes ni uséis
severidades irracionales. Tratad a vuestos hijos con prudencia y sabiduría; convencedlos en sus
juicios y obrad en la razón de ellos. Criadlos bien; bajo la corrección apropiada y compasiva, y en el
conocimiento del deber que Dios exige. Este deber es frecuentemente descuidado hasta entre los
que profesan el evangelio. Muchos ponen a sus hijos en contra de la religión, pero esto no excusa la
desobediencia de los hijos aunque lamentablemente pueda ocasionarla. Dios solo puede cambiar el
corazón, pero Él da su bendición a las buenas lecciones y ejemplos de los padres, y responde sus
oraciones. Pero no deben esperar la bendición de Dios los que tienen como afán principal que sus
hijos sean ricos y realizados, sin importar lo que suceda con sus almas.
Vv. 5—9. El deber de los siervos está resumido en una palabra: obediencia. Los siervos de antes
por lo general eran esclavos. Los apóstoles tenían que enseñar sus deberes a los amos y a los
siervos, porque haciendo esto aminorarían los males hasta que la esclavitud llegara a su fin por la
influencia del cristianismo. Los siervos tienen que reverenciar a los que están por encima de ellos.
Tienen que ser sinceros; no deben pretender obediencia cuando quieren desobedecer, sino sirviendo
fielmente. Deben servir a sus amos no sólo cuando éstos los ven; pero deben ser estrictos para
cumplir con su deber cuando están ausentes o no los ven. La consideración constante del Señor
Jesucristo hará fieles y sinceros a los hombres de toda posición, no a regañadientes ni por coerción,
sino por un principio de amor a sus amos y a sus intereses. Esto les hace fácil servir, agrada a sus
amos, y es aceptable para el Señor Cristo. Dios recompensará hasta lo más mínimo que se haya
hecho por sentido del deber, y con la mira de glorificarlo a Él. —He aquí el deber de los amos.
Actuad de la misma manera. Sed justos con vuestros siervos según como esperáis que ellos sean
con vosotros; mostrad la misma buena voluntad e interés por ellos y tened cuidado, para ser
aprobado delante de Dios. No seáis tiránicos ni opresores. Vosotros tenéis un Amo al cual obedecer
y vosotros y ellos no son sino consiervos respecto a Cristo Jesús. Si los amos y los siervos
consideraran sus deberes para con Dios, y la cuenta que deben rendirle dentro de poco tiempo, se
preocuparían más de sus deberes mutuos y, de ese modo, las familias serían más ordenadas y
felices.
Vv. 10—18. La fuerza y el valor espiritual son necesarios para nuestra guerra y sufrimiento
espiritual. Los que desean demostrar que tienen la gracia verdadera consigo, deben apuntar a toda
gracia; y ponerse toda la armadura de Dios, que Él prepara y da. La armadura cristiana está hecha
para usarse y no es posible dejar la armadura hasta que hayamos terminado nuestra guerra y
finalizado nuestra carrera. El combate no es tan sólo contra enemigos humanos, ni contra nuestra
naturaleza corrupta; tenemos que vérnosla con un enemigo que tiene miles de maneras para engañar
a las almas inestables. Los diablos nos asaltan en las cosas que corresponden a nuestras almas y se
esfuerzan por borrar la imagen celestial de nuestros corazones. —Debemos resolver, por la gracia
de Dios, no rendirnos a Satanás. Resístidle, y de vosotros huirá. Si cedemos, él se apoderará del
terreno. Si desconfiamos de nuestra causa o de nuestro Líder o de nuestra armadura, le damos
ventaja. —Aquí se describen las diferentes partes de la armadura de los soldados bien pertrechados,
que tienen que resistir los asaltos más feroces del enemigo. No hay nada para la espalda; nada que
defienda a los que se retiran de la guerra cristiana. —La verdad o la sinceridad es el cinto. Esto
rodea todas las otras partes de la armadura y se menciona en primer lugar. No puede haber religión
sin sinceridad. —La justicia de Cristo, imputada a nosotros, es una coraza contra los dardos de la ira
divina. La justicia de Cristo, implantada en nosotros, fortifica el corazón contra los ataques de
Satanás. —La resolución debe ser como las piezas de la armadura para resguardar las partes
delanteras de las piernas, y para afirmarse en el terreno o caminar por sendas escarpadas, los pies
deben estar protegidos con el apresto del evangelio de la paz. Los motivos para obedecer en medio
de las pruebas deben extraerse del claro conocimiento del evangelio. —La fe es todo en todo en la
hora de la tentación. La fe, tener la certeza de lo que no se ve, como recibir a Cristo y los beneficios
de la redención, y de ese modo, derivar gracia de Él, es como un escudo, una defensa en toda forma.
El diablo es el malo. Las tentaciones violentas, por las cuales el alma se enciende con fuego del
infierno, son dardos que Satanás nos arroja. Además, los malos pensamientos de Dios y de nosotros
mismos. La fe que aplica la palabra de Dios y a la gracia de Cristo, es la que apaga los dardos de la
tentación. —La salvación debe ser nuestro yelmo. La buena esperanza de salvación, la expectativa
bíblica de la victoria, purifican el alma e impiden que sea contaminada por Satanás. —El apóstol
recomienda al cristiano armado para la defensa en la batalla, una sola arma de ataque, la cual es
suficiente, la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios. Somete y mortifica los malos deseos y
los pensamientos blasfemos a medida que surgen adentro; y responde a la incredulidad y al error a
medida que asaltan desde afuera. Un solo texto bien entendido y rectamente aplicado, destruye de
una sola vez la tentación o la objeción y somete al adversario más formidable. —La oración deben
asegurar todas las demás partes de nuestra armadura cristiana. Hay otros deberes de la religión y de
nuestra posición en el mundo, pero debemos mantener el tiempo de orar. Aunque la oración
solemne y estable pueda no ser factible cuando hay otros deberes que cumplir, de todos modos las
oraciones piadosas cortas que se lancen son siempre como dardos. —Debemos usar pensamientos
santos en nuestra vida corriente. El corazón vano también será vano para orar. Debemos orar con
toda clase de oración, pública, privada y secreta; social y solitaria; solemne y súbita; con todas las
partes de la oración: confesión de pecado, petición de misericordia y acción de gracias por los
favores recibidos. Y debemos hacerlo por la gracia de Dios Espíritu Santo, dependiendo de su
enseñanza y conforme a ella. Debemos perseverar en pedidos particulares a pesar del desánimo.
Debemos orar no sólo por nosotros sino por todos los santos. Nuestros enemigos son fuertes y
nosotros no tenemos fuerza, pero nuestro Redentor es todopoderoso, y en el poder de su fuerza,
podemos vencer. Por eso debemos animarnos a nosotros mismos. ¿No hemos dejado de responder a
menudo cuando Dios ha llamado? Pensemos en esas cosas y sigamos orando con paciencia.
Vv. 19—24. El evangelio era un misterio hasta que fue dado a conocer por la revelación divina;
anunciarlo es obra de los ministros de Cristo. Los ministros mejores y más eminentes necesitan las
oraciones de los creyentes. Debe orarse especialmente por ellos porque están expuestos a grandes
dificultades y peligros en su obra. —Paz sea a los hermanos, y amor con fe. Por paz entiéndase toda
clase de paz: paz con Dios, paz de conciencia, paz entre ellos mismos. La gracia del Espíritu,
produciendo fe y amor y toda gracia. Él desea eso para aquellos en quienes ya fueron empezadas. Y
toda la gracia y las bendiciones vienen a los santos desde Dios, por medio de nuestro Señor
Jesucristo. La gracia, esto es, el favor de Dios, y todos los bienes espirituales y temporales, que son
de ella, es y será con todos los que así amen a nuestro Señor Jesucristo con sinceridad, y sólo con

ellos.