HEBREOS
Esta epístola muestra a Cristo como fin, fundamento, cuerpo y verdad de
las figuras de la ley,
las que por sí mismas no eran de virtud para el alma. La gran verdad
expresada en esta epístola es
que Jesús de Nazaret es el Dios verdadero. —Los judíos inconversos
usaron muchos argumentos
para sacar de la fe cristiana a sus hermanos convertidos. Presentaban la
ley de Moisés como
superior a la dispensación cristiana. Hablaban en contra de todo lo
relacionado con el Salvador. Por
tanto, el apóstol señala la superioridad de Jesús de Nazaret como el
Hijo de Dios, y los beneficios
de sus sufrimientos y muerte como sacrificio por el pecado, de modo que
la religión cristiana es
mucho más excelente y perfecta que la de Moisés. El objetivo principal
parece ser que los hebreos
convertidos progresen en el conocimiento del evangelio, y así
establecerlos en la fe cristiana e
impedir que se alejen de ella, contra lo cual se les advierte con
fervor. Aunque contiene muchas
cosas adecuadas para los hebreos de los primeros tiempos, también
contiene muchas que nunca
cesan de interesar a la iglesia de Dios, porque el conocimiento de
Jesucristo es la médula y hueso
mismo de todas las Escrituras. La ley ceremonial está llena de Cristo, y
todo el evangelio está lleno
de Cristo; las benditas líneas de ambos Testamentos se juntan en Él, y
el principal objetivo de la
epístola a los Hebreos es descubrir cómo concuerdan y se unen dulcemente
ambos en Jesucristo.
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CAPÍTULO I
Versículos 1—3. La dignidad
insuperable del Hijo de Dios en su Persona divina, y en su obra de
mediación y creación. 4—14. En su superioridad a todos los santos ángeles.
Vv. 1—3. Dios habló a su pueblo antiguo en
diversos tiempos, en generaciones sucesivas y de
maneras diversas, como le pareció apropiado; a veces, por instrucciones
personales, a veces por
sueños, a veces por visiones, a veces por influencia divina en la mente
de los profetas. La revelación
del evangelio supera a la anterior en excelencia por ser una revelación
que Dios ha hecho por medio
de su Hijo. Al contemplar el poder, la sabiduría y la bondad del Señor
Jesucristo, contemplamos el
poder, la sabiduría y la bondad del Padre, Juan xiv, 7; la plenitud de
la Deidad habita no sólo como
en un tipo o en una figura, sino realmente en Él. Cuando, en la caída
del hombre, el mundo fue
despedazado bajo la ira y la maldición de Dios, el Hijo de Dios
emprendió la obra de la redención,
sustentándolas por su poder y bondad todopoderosa. —De la gloria de la
persona y el oficio de
Cristo, pasamos a la gloria de su gracia. La gloria y naturaleza de su
Persona, dio a sus sufrimientos
tal mérito que eran satisfacción plena para la honra de Dios, que sufrió
un daño y afrenta infinitas
por los pecados de los hombres. Nunca podremos estar suficientemente
agradecidos que Dios nos
haya hablado de la salvación en tantas formas y con claridad creciente,
a nosotros, pecadores
caídos. Que Él mismo nos haya limpiado de nuestros pecados es un
prodigio de amor superior a
nuestra capacidad de admiración, gratitud y alabanza.
Vv. 4—14. Muchos judíos tenían un respeto
supersticioso o idólatra por los ángeles, porque
habían recibido la ley y otras noticias de la voluntad divina por su
ministración. Los consideraban
como mediadores entre Dios y los hombres, y algunos llegaron tan lejos
como para darles una
especie de homenaje religioso o adoración. De manera que, era necesario
no sólo que el apóstol
insistiera en que Cristo es el Creador de todas las cosas, y por tanto,
crerador de los mismos
ángeles, sino en que era el Mesías en naturaleza humana resucitado y
exaltado, a quien están sujetos
los ángeles, las autoridades y las potestades. Para probar esto cita
varios pasajes del Antiguo
Testamento. Comparando lo que Dios dice ahí de los ángeles con lo que
dice a Cristo, se manifiesta
claramente la inferioridad de los ángeles respecto de Cristo. Aquí está
el oficio de los ángeles: son
los ministros o siervos de Dios para hacer su voluntad, pero, ¡qué cosas
grandiosas dice el Padre de
Cristo! Reconozcámosle y honrémosle como Dios, porque si no hubiera sido
Dios, nunca hubiera
hecho la obra de mediación y nunca hubiera llevado la corona del
Mediador. Se declara cómo Cristo
fue apto para el oficio de Mediador y cómo fue confirmado en él: Lleva
el nombre de Mesías por
ser el Ungido. Sólo como Hombre tiene sus semejantes, y como ungido con
el Espíritu Santo; pero
está por sobre todos los profetas, sacerdotes y reyes, que hayan jamás
sido empleados al servicio de
Dios en la tierra. —Se cita otro pasaje de la Escritura, Salmo cii, 25–27,
en el cual se declara el
poder omnipotente del Señor Jesucristo, tanto al crear el mundo como al
mudarlo. Cristo envolverá
este mundo como si fuera un ropaje, para que no se abuse más de él, ni
sea usado como lo ha sido.
Como soberano, cuando los ropajes de su estado estén doblados y
guardados, sigue siendo el
soberano, de la misma manera nuestro Señor seguirá siendo el Señor
cuando haya dejado de lado la
tierra y los cielos como un ropaje. Entonces no pongamos nuestros
corazones en lo que no es lo que
creemos que es, y no será lo que es ahora. El pecado ha hecho un gran
cambio en el mundo, para
peor, y Cristo hará un gran cambio para mejor. Que estos pensamientos
nos alerten, diligentes y
deseosos del mundo mejor. —El Salvador ha hecho mucho para hacer que
todos los hombres sean
sus amigos, pero tiene enemigos, aunque serán puestos por estrado de sus
pies, por la sumisión
humilde o por la destrucción extrema. Cristo seguirá venciendo y para
vencer. Los ángeles más
excelsos no son sino espíritus ministradores, sólo siervos de Cristo
para ejecutar sus mandamientos.
Los santos son herederos en el presente que aún no han entrado en plena
posesión. Los ángeles les
ministran oponiéndose a la maldad y al poder de los malos espíritus,
protegiendo y cuidando sus
cuerpos, instruyendo y consolando sus almas, sometidos a Cristo y al
Espíritu Santo. Los ángeles
reunirán a todos los santos en el último día, cuando sean echados de la
presencia de Cristo a la
miseria eterna todos los que pusieron su corazón y sus esperanzas en los
tesoros perecederos y en
las glorias pasajeras.
CAPÍTULO II
Versículos 1—4. El deber de
adherirse firmemente a Cristo y a su evangelio. 5—9. Sus
sufrimientos no constituyen objeción a su eminencia. 10—13. La razón de sus sufrimientos y lo
apropiado de ellos. 14—18. Cristo asume la naturaleza humana porque era necesaria para su
oficio sacerdotal, y no toma la naturaleza de los ángeles.
Vv. 1—4. Habiendo demostrado que Cristo es
superior a los ángeles, se aplica la doctrina. La mente
y la memoria son como vasos quebrados que no retienen lo que en ellos se
vierte, si no se pone
mucho cuidado. Esto procede de la corrupción de nuestra naturaleza, las
tentaciones, los afanes y
los placeres del mundo. Pecar contra el evangelio es rechazar esta
salvación grandiosa; es
despreciar la gracia salvadora de Dios en Cristo, tomándola con
liviandad, sin interesarse por ella ni
considerar el valor de la gracia del evangelio o su necesidad, ni a
nuestro estado de condenación sin
ella. —Los juicios del Señor durante la dispensación del evangelio son
principalmente espirituales,
pero tienen que temerse más por eso. Aquí se apela a la conciencia de
los pecadores. Ni siquiera su
descuido parcial escapará de las reprimendas; porque suelen traer
oscuridad a las almas que no
destruyen definitivamente. —La proclamación del evangelio fue continuada
y confirmada por los
que oyeron a Cristo, por los evangelistas y apóstoles que fueron
testigos de lo que Jesucristo
empezó a hacer y a enseñar; por los dones del Espíritu Santo fueron
equipados para la obra a la cual
fueron llamados. Todo esto fue conforme a la voluntad de Dios. Era la
voluntad de Dios que
nosotros tuviéramos una base firme para nuestra fe y un fuerte cimiento
para nuestra esperanza al
recibir el evangelio. Preocupémonos de esta sola cosa necesaria, y escuchemos
las Sagradas
Escrituras, escritas por los que oyeron las palabras de nuestro Señor de
gracia y que fueron
inspiradas por su Espíritu; entonces, seremos bendecidos con la buena
parte que no puede ser
quitada.
Vv. 5—9. En el estado presente de la Iglesia, ni
en su estado más plenamente restaurado cuando
los reinos de la tierra sean el reino de Cristo, cuando el príncipe de
este mundo sea expulsado, está
gobernada por los ángeles; Él asumirá su gran poder y reinará. ¿Cuál es
la causa activa de toda la
bondad que Dios muestra a los hombres al darles a Cristo a ellos y por
ellos? Es la gracia de Dios.
Como recompensa por la humillación de Cristo al sufrir la muerte, Él
tiene un dominio ilimitado
sobre todas las cosas; así se cumplió en Él esta antigua Escritura. De
manera que, Dios ha hecho en
la creación y en la providencia cosas maravillosas por nosotros, las
cuales hemos devuelto con suma
vileza.
Vv. 10—13. No importa lo que pudiera imaginar u
objetar el soberbio, carnal e incrédulo, la
mente espiritual verá la gloria peculiar de la cruz de Cristo y se
satisfará con que fue Él, quien en
todas las cosas despliega sus perfecciones al llevar a tantos hijos a la
gloria, quien hizo perfecto al
Autor por medio de sus sufrimientos. Su camino a la corona pasó por la
cruz y así debe ser con su
pueblo. Cristo santifica; Él adquirió y envió al Espíritu santificador;
el Espíritu santifica como el
Espíritu de Cristo. Los creyentes verdaderos son santificados, dotados
con principios y poderes
santos, puestos aparte para usos y propósitos elevados y santos. —Cristo
y los creyentes son todos
de un solo Padre celestial, que es Dios. Son llevados a una relación de
parentesco con Cristo. Pero
las palabras, que no se avergüenzan de llamarlos hermanos, expresan la
elevada superioridad de
Cristo respecto de la naturaleza humana. —Esto se muestra en tres
pasajes de la Escritura: Salmo
xxii, 22; xviii, 2; Isaías viii, 18.
Vv. 14—18. Los ángeles cayeron y quedaron sin
esperanza ni socorro. Cristo nunca concibió ser
el Salvador de los ángeles caídos, por tanto, no asumió la naturaleza de
ellos; la naturaleza de los
ángeles no podía ser sacrificio expiatorio por el pecado del hombre.
Aquí hay un precio pagado,
suficiente para todos, y apto para todos, porque fue en nuestra
naturaleza. Aquí se demuestra el
amor maravilloso de Dios, porque cuando Cristo supo lo que debía sufrir
en nuestra naturaleza y
cómo debía morir en ella, la asumió prestamente. La expiación dio lugar
a la liberación de su
pueblo de la esclavitud de Satanás, y al perdón de sus pecados por la
fe. Los que temen la muerte y
se esfuerzan por sacar lo mejor de sus terrores, no sigan intentando
superarlos o ahogarlos, que no
sigan siendo negligentes o se hagan malos por la desesperación. No
esperen ayuda del mundo ni de
los artificios humanos, pero busquen el perdón, la paz, la gracia y la
esperanza viva del cielo por fe
en el que murió y resucitó, para que así puedan superar el temor a la
muerte. —El recuerdo de sus
tristezas y tentaciones hace que Cristo se interese por las pruebas de
su pueblo y esté listo para
ayudarles. Él está pronto y dispuestos a socorrer a quienes son tentados
y le buscan. Se hizo
hombre, y fue tentado, para que fuera apto en toda forma para socorrer a
su pueblo, habiendo
pasado Él por las mismas tentaciones, pero siguiendo perfectamente libre
de pecado. Entonces, que
el afligido y el tentado no desesperen ni den lugar a Satanás, como si
las tentaciones hicieran que
fuese malo acudir en oración al Señor. Ningún alma pereció jamás siendo
tentada, si desde su
verdadera alarma por el peligro, clamó al Señor con fe y esperanza de
alivio. Este es nuestro deber
en cuanto somos sorprendidos por las tentaciones y queremos detener su
avance, lo que es nuestra
sabiduría.
CAPÍTULO III
Versículos 1—6. Se muestra el valor
y la dignidad superior de Cristo por sobre Moisés. 7—13. Se
advierte a los hebreos del pecado y peligro de la incredulidad. 14—19. La necesidad de la fe en
Cristo y de seguirle constantemente.
Vv. 1—6. Cristo debe ser considerado el Apóstol
de nuestra confesión, el Mensajero enviado a los
hombres por Dios, el gran Revelador de la fe que profesamos, y de la
esperanza que confesamos
tener. Como Cristo, el Mesías, es el ungido para el oficio de Apóstol y
Sacerdote. Como Jesús, es
nuestro Salvador, nuestro Sanador, el gran Médico de las almas.
Considéresele así. Considérese lo
que es en sí, lo que es para nosotros y lo que será para nosotros en el
más allá y para siempre.
Pensar íntima y seriamente en Cristo nos lleva a saber más de Él. Los
judíos tenían una elevada
opinión de la fidelidad de Moisés, pero su fidelidad era un tipo de la
de Cristo. —Cristo fue el
Señor de esta casa, de su Iglesia, que es su pueblo, y su Hacedor.
Moisés fue un siervo fiel; Cristo,
como el eterno Hijo de Dios, es el dueño legal y el Rey Soberano de la
Iglesia. No sólo debemos
establecernos bien en los caminos de Cristo, pero hemos de seguir y
perseverar firmemente hasta el
fin. Toda meditación en su Persona y su salvación, sugiere más
sabiduría, nuevos motivos para
amar, confiar y obedecer.
Vv. 7—13. Los días de tentación suelen ser los
días de provocación. Sin duda es una
provocación tentar a Dios cuando Él nos deja que veamos que dependemos y
vivimos por entero de
Él. El endurecimiento del corazón es la fuente de todos los demás
pecados. Los pecados ajenos,
especialmente los de nuestros parientes, deben ser alarma para nosotros.
—Todo pecado,
especialmente el pecado cometido por el pueblo privilegiado que profesa
a Dios, no sólo provoca a
Dios sino lo contrista. Dios detesta destruir a nadie en o por su
pecado; espera mucho para ser
bondadoso con ellos. Pero el pecado en que se persiste por largo tiempo,
hace que la ira de Dios se
revele al destruir al impenitente; no hay reposo bajo la ira de Dios. —“Cuidado”:
todos los que van
a llegar a salvo al cielo deben cuidarse; si una vez nos permitimos
desconfiar de Dios, pronto
podemos desertar de Él. Los que piensan que están firmes, miren que no
caigan. Puesto que el
mañana no nos pertenece, debemos aprovechar al máximo el día. No hay, ni
siquiera los más fuertes
del rebaño, quien no necesiten la ayuda de otros cristianos. Tampoco hay
alguien tan bajo y
despreciado cuyo cuidado en la fe y su seguridad, no pertenezca a todos.
El pecado tiene tantos
caminos y colores que necesitamos más ojos que los propios. El pecado
parece justo, pero es vil;
parece agradable, pero es destructivo; promete mucho, pero no cumple
nada. Lo engañoso del
pecado endurece el alma; un pecado permitido da lugar a otro; y cada
acto de pecado confirma la
costumbre. Que cada cual se cuide del pecado.
Vv. 14—19. El privilegio de los santos es que son
hechos partícipes de Cristo, esto es, del
Espíritu, la naturaleza, las virtudes, la justicia y la vida de Cristo;
están interesados en todo lo que
Cristo es, en todo lo que Él ha hecho o hará. El mismo espíritu con que
los cristianos emprenden el
camino de Dios, es el que deben mantener hasta el final. La
perseverancia en la fe es la mejor
prueba de la sinceridad de nuestra fe. Oír la palabra a menudo es un
medio de salvación, pero si no
se escucha, expondrá más a la ira divina. La dicha de ser partícipes de
Cristo y de su salvación
completa, y el temor a la ira de Dios y a la miseria eterna, deben
estimularnos a perseverar en la
vida de la fe obediente. Cuidémonos de confiar en privilegios o
profesiones externas y pidamos ser
contados con los creyentes verdaderos que entran al cielo cuando todos
los demás fallan a causa de
la incredulidad. Como nuestra obediencia sigue conforme al poder de
nuestra fe, así nuestros
pecados y la falta de cuidado se conforman al predominio de la
incredulidad en nosotros.
CAPÍTULO IV
Versículos 1—10. Se exhorta al temor
humilde y cauto, no sea que, debido a la incredulidad,
alguien no entre en el reposo prometido. 11—16.
Argumentos y motivos para tener fe y
esperanza al acercarnos a Dios.
Vv. 1—10. Los privilegios que tenemos con el
evangelio son más grandes que los que había bajo la
ley de Moisés aunque en sustancia se predicó el mismo evangelio en ambos
Testamentos. En todo
tiempo ha habido muchos oyentes no aprovechados; y la incredulidad se
halla en la raíz de toda
esterilidad cuando se está bajo la palabra. La fe del que oye es la vida
de la palabra. Una triste
consecuencia del descuido parcial y de una profesión vacilante y
relajada es que, a menudo, hace
que los hombres no la alcancen. Entonces, pongamos diligencia para que
tengamos una entrada
clara al reino de Dios. —Como Dios terminó su obra, y entonces descansó,
hará que los que creen
acaben su obra, y luego disfruten su reposo. Evidente es que resta un
día de reposo para el pueblo
de Dios, más espiritual y excelente que el del séptimo día, o aquel al
cual Josué guió a los judíos.
Este reposo es un reposo de gracia, consuelo y santidad en el estado del
evangelio. Reposo en gloria
es donde el pueblo de Dios disfrutará el fin de su fe y el objeto de
todos sus deseos. El reposo, que
es el tema del razonamiento del apóstol, y del cual, concluye que queda
por ser disfrutado, es
indudablemente el reposo celestial que queda para el pueblo de Dios y
que se opone al estado de
trabajos y trastorno de este mundo. Es el reposo que obtendrán cuando el
Señor Jesús aparezca
desde el cielo. Pero los que no creen nunca entrarán en este reposo
espiritual, sea el de gracia aquí o
el de gloria en el más allá. Dios siempre ha declarado que el reposo del
hombre está en Él, y que su
amor es la única dicha verdadera del alma; y la fe en sus promesas, por
medio de su Hijo, es el
único camino para entrar en aquel reposo.
Vv. 11—16. Nótese la finalidad propuesta: reposo
espiritual y eterno; el reposo de gracia aquí, y
el de gloria en el más allá; en Cristo en la tierra; con Cristo en el cielo. Después de la labor debida y
diligente vendrá el reposo dulce y satisfactorio; el trabajo de ahora
hará más placentero el reposo
cuando llegue. Trabajemos y estimulémonos los unos a los otros a ser
diligentes en el deber. —Las
Sagradas Escrituras son la palabra de Dios. Cuando Dios la instala por
su Espíritu, convence
poderosamente, convierte poderosamente y consuela poderosamente. Hace
que sea humilde el alma
que ha sido orgullosa por mucho tiempo; el espíritu perverso sea manso y
obediente. Los hábitos
pecaminosos que se han vuelto naturales para el alma, estando
profundamente arraigados en ella,
son separados y cortados por la espada. Dejará al descubierto a los
hombres sus pensamientos y
propósitos, las vilezas de muchos, los malos principios que los mueven,
las finalidades pecaminosas
para las cuales actúan. La palabra mostrará al pecador todo lo que hay
en su corazón. —
Aferrémonos firmes las doctrinas de la fe cristiana en nuestras cabezas,
sus principios vivificantes
en nuestros corazones, su confesión franca en nuestros labios, y
sometámonos a ellos en nuestras
vidas. Cristo ejecutó una parte de su sacerdocio en la tierra al morir
por nosotros; ejecuta la otra
parte en el cielo, alegando la causa y presentando las ofrendas de su
pueblo. A criterio de la
sabiduría infinita fue necesario que el Salvador de los hombres fuera
uno que tuviera el sentimiento
de compañero que ningún ser, salvo un congénere, pudiera tener, y por
tanto era necesario que
experimentara realmente todos los efectos del pecado que pudieran
separarse de su verdadera culpa
real. Dios envió a su Hijo en la semejanza de la carne de pecado,
Romanos viii, 3; pero mientras
más santo y puro era Él, menos dispuesto debe de haber estado a pecar en
su naturaleza y más
profunda debe de haber sido la impresión de su mal; en consecuencia, más
preocupado debe de
haber estado Él por librar a su pueblo de la culpa y poder del pecado. —Debemos
animarnos por la
excelencia de nuestro Sumo Sacerdote para ir directamente al trono de la
gracia. La misericordia y
la gracia son las cosas que queremos; misericordia que perdone todos
nuestros pecados, y gracia
que purifique nuestras almas. Además de nuestra dependencia diaria de
Dios para las provisiones
presentes, hay temporadas para las cuales debemos proveer en nuestras
oraciones; tiempos de
tentación sea por la adversidad o la prosperidad, y especialmente en
nuestro momento de morir.
Tenemos que ir al trono de justicia con reverencia y santo temor, pero
no como arrastrados, sino
invitados al trono de misericordia donde reina la gracia. Tenemos
denuedo sólo por la sangre de
Jesús para entrar al Lugar Santísimo; Él es nuestro Abogado y ha
adquirido todo lo que nuestras
almas puedan desear o querer.
CAPÍTULO V
Versículos 1—10. El oficio y el
deber del sumo sacerdote están abundantemente cumplidos en
Cristo. 11—14. Los
hebreos cristianos son reprendidos por su poco avance en el conocimiento
del evangelio.
Vv. 1—10. El Sumo Sacerdote debe ser un hombre,
partícipe de nuestra naturaleza. Esto demuestra
que el hombre había pecado. Porque Dios no tolerará que el hombre
pecador vaya a Él por sí
mismo. Pero es bienvenido a Dios todo el que vaya por medio de este Sumo
Sacerdote; como
valoramos la aceptación con Dios, y el perdón, debemos recurrir por fe a
este Cristo Jesús, nuestro
gran Sumo Sacerdote, que puede interceder por los que se hallan fuera
del camino de la verdad, del
deber y la dicha; Aquel que tiene la ternura para guiarlos de vuelta
desde los desvíos del error, el
pecado y la miseria. Sólo pueden esperar ayuda de Dios, su aceptación, y
su presencia y bendición
para ellos y sus servicios, los que son llamados por Dios. Esto se
aplica a Cristo. —En los días de su
encarnación, Cristo se sometió, Él mismo a la muerte: tuvo hambre; fue
un Jesús tentado, sufriente
y moribundo. Cristo dio el ejemplo no sólo de orar sino de ser ferviente
para orar. ¡Cuántas
oraciones secas, cuán poco humedecidas con lágrimas, ofrendamos a Dios!
Él fue fortalecido para
soportar el peso inmenso del sufrimiento cargado sobre Él. No hay
liberación real de la muerte sino
el ser llevado a través de ella. Él fue levantado y exaltado, y a Él fue
dado el poder de salvar hasta
lo sumo a todos los pecadores que van a Dios por medio de Él. —Cristo
nos dejó el ejemplo para
que nosotros aprendamos a obedecer humildemente la voluntad de Dios por
todas nuestras
aflicciones. Necesitamos la aflicción para aprender la sumisión. Su
obediencia en nuestra naturaleza
nos estimula en nuestros intentos de obedecer y para que esperemos
sostén y consuelo en todas las
tentaciones y sufrimientos a que estamos expuestos. Siendo perfeccionado
para esta gran obra, Él es
hecho Autor de eterna salvación para todos los que le obedecen, pero
¿estamos nosotros en ese
número?
Vv. 11—14. Los oyentes sordos dificultan la
predicación del evangelio y hasta los que tienen
algo de fe pueden ser oyentes sordos y lentos para creer. Mucho se
espera de aquellos a quienes
mucho se les da. —Ser poco diestro denota la falta de experiencia en las
cosas del evangelio. La
experiencia cristiana es un sentido, sabor o placer espiritual de la
bondad, dulzura y excelencia de
las verdades del evangelio. Ninguna lengua puede expresar la
satisfacción que recibe el alma de la
sensación de la bondad, gracia y amor divinos en Cristo por ella.
CAPÍTULO VI
Versículos 1—8. Se insta a los
hebreos a seguir adelante en la doctrina de Cristo, y se describen
las consecuencias de la apostasía o rechazo. 9, 10. El apóstol expresa satisfacción por la
mayoría de ellos. 11—20. Y los anima a perseverar en la fe y la santidad.
Vv. 1—8. Debe exponerse toda parte de la verdad y
la voluntad de Dios ante todos los que profesan
el evangelio e instárselas en sus corazones y conciencias. No debemos
estar siempre hablando de
cosas externas, las cuales tienen su lugar de uso pero, a menudo,
consumen demasiado de nuestra
atención y tiempo, que podrían emplearse mejor. —El pecado humillado que
se declara culpable y
clama misericordia, no puede tener fundamentos para desesperarse a
partir de este pasaje,
cualquiera sea la acusación de su conciencia. Tampoco prueba que alguien
hecho nueva criatura en
Cristo llegue a ser un apóstata definitivo. El apóstol no habla de las
caídas de los meros profesos,
nunca convictos ni influidos por el evangelio. Esos no tienen nada de
que caerse sino un nombre
vacuo o una confesión hipócrita. Tampoco habla de los desvíos o
resbalones temporarios. Tampoco
se quiere representar aquí a esos pecados en que caen los cristianos por
la fuerza de las tentaciones
o el poder de alguna lujuria mundana o carnal. Aquí se alude a la caída
que significa renunciar
abierta y claramente a Cristo por enemistad de corazón contra Él, Su
causa y pueblo, de parte de los
hombres que en sus mentes aprueban los actos de Sus asesinos, y todo
esto después que ellos han
recibido el conocimiento de la verdad y saboreado algunos de sus
consuelos. De ellos se dice que es
imposible renovarlos otra vez para el arrepentimiento. No porque la
sangre de Cristo sea
insuficiente para obtener el perdón de este pecado sino que este pecado,
por su misma naturaleza, se
opone al arrepentimiento y a toda cosa que a ese conduzca. Si los que
temen que no haya
misericordia para ellos, por comprender erróneamente este pasaje y sus
propios casos, atendieran el
relato dado sobre la naturaleza de este pecado, que es una renuncia
total y voluntaria de Cristo y su
causa, uniéndose a sus enemigos, les aliviaría de sus temores
equivocados. Nosotros mismos
debemos tener cuidado, y advertir al prójimo, de todo acercamiento al
abismo tan terrible de la
apostasía, pero al hacerlo debemos mantenernos cerca de la palabra de
Dios, teniendo cuidado de no
herir ni aterrorizar al débil o desanimar al caído y penitente. Los
creyentes no sólo saborean la
palabra de Dios, sino que se la beben. Este fértil campo o huerto recibe
la bendición. Pero el
cristiano que lo es sólo de nombre, sigue estéril bajo los medios de
gracia y nada produce, salvo
engaño y egoísmo, estando cerca del espantoso estado recién descrito; la
miseria eterna era el final
reservado para él. Velemos con humilde cautela y oración por nosotros.
Vv. 9, 10. Hay cosas que nunca se separan de la
salvación; cosas que muestran que la persona
está en un estado de salvación y que terminará en la salvación eterna.
Las cosas que acompañan a la
salvación son cosas mejores de las que nunca disfrutaron el apóstata o
el que se aparta. —Las obras
de amor hechas para la gloria de Cristo o hechas a sus santos por amor a
Cristo, de vez en cuando,
según Dios da la oportunidad, son señales evidentes de la salvación del
hombre; y marcas seguras
de la gracia salvadora dada más que la iluminación y el saboreo de los
que se habló antes. Ningún
amor ha de ser reconocido como amor, sino el amor que obra; y ninguna
obra es buena si no fluye
del amor a Cristo.
Vv. 11—20. La esperanza aquí aludida es esperar con
seguridad las cosas buenas prometidas por
medio de esas promesas, con amor, deseo y valorándolas. La esperanza
tiene sus grados como
también los tiene la fe. La promesa de bendición que Dios ha hecho a los
creyentes está, desde el
eterno propósito de Dios, establecida entre el Padre eterno, el Hijo
eterno y el Espíritu Santo eterno.
Se puede confiar con toda seguridad de esta promesa de Dios, porque aquí
tenemos dos cosas
inmutables, el consejo y el voto de Dios, en que es imposible que Dios
mienta, porque sería
contrario a su naturaleza y a su voluntad. Como no puede mentir, la
destrucción del incrédulo y la
salvación del creyente son igualmente ciertas. —Nótese aquí que tienen
derecho por herencia a las
promesas aquellos a quienes Dios ha dado seguridad plena de la dicha.
Los consuelos de Dios son
suficientemente fuertes para sostener a su pueblo cuando está sometido a
sus pruebas más pesadas.
Aquí hay un refugio para todos los pecadores que huyen a la misericordia
de Dios por medio de la
redención en Cristo, conforme al pacto de gracia, dejando de lado a
todas las demás confianzas.
Estamos en este mundo como un barco en el mar, zarandeado de arriba
abajo y corriendo el peligro
de naufragar. Necesitamos un ancla que nos mantenga seguros y firmes. La
esperanza del evangelio
es nuestra ancla en las tormentas de este mundo. Es segura y firme,
pues, de lo contrario no podría
mantenernos así. La gracia gratuita de Dios, los méritos y la mediación
de Cristo y las poderosas
influencias de Su Espíritu, son las bases de esta esperanza, así que es
una esperanza segura. Cristo
es el objeto y el fundamento de la esperanza del creyente. Por tanto,
depositemos nuestros afectos
en las cosas de lo alto y esperemos con paciencia su manifestación,
cuando nosotros nos
manifestaremos con Él ciertamente en gloria.
CAPÍTULO VII
Versículos 1—3. Comparación del
sacerdocio de Melquisedec con el de Cristo. 4—10.
Se señala la
excelencia del sacerdocio de Cristo por sobre el sacerdocio levítico. 11—25. Esto se aplica a
Cristo. 26—28. De
esto reciben aliento la fe y la esperanza de la Iglesia.
Vv. 1—3. Melquisedec salió al encuentro de
Abraham cuando éste volvía de rescatar a Lot. Su
nombre, “Rey de Justicia”, es indudablemente apto para su carácter que
lo marca como tipo del
Mesías y de su reino. El nombre de su ciudad significa “paz” y, como rey
de paz era tipo de Cristo,
el Príncipe de Paz, el gran reconciliador entre Dios y el hombre. Nada
se registra acerca del
comienzo o el fin de su vida, así que como tipo recuerda al Hijo de
Dios, cuya existencia es desde la
eternidad hasta la eternidad, que no hubo quien fuera antes de Él y que
no tendrá a nadie que venga
después de Él, en su sacerdocio. Cada parte de la Escritura honra al
gran Rey de Justicia y de Paz,
nuestro glorioso Sumo Sacerdote y Salvador, y mientras más le
examinamos, más estaremos
convencidos de que el testimonio de Jesús es el espíritu de profecía.
Vv. 4—10. El Sumo Sacerdote que iba a aparecer
después, del cual Melquisedec era un tipo,
debe ser muy superior a los sacerdotes levíticos. —Nótese la gran
dignidad y felicidad de Abraham;
él tuvo las promesas. Rico y dichoso es indudablemente el hombre que
tiene las promesas de la vida
que es ahora y la de la vida venidera. Este honor tienen todos los que
reciben al Señor Jesús.
Sigamos adelante, en nuestros conflictos espirituales, confiando en su
palabra y su poder,
atribuyendo nuestras victorias a su gracia y deseando ser hallados y
bendecidos por Él en todos
nuestros caminos.
Vv. 11—25. El sacerdocio y la ley, por la cual no
podía venir la perfección, quedan terminados;
un Sacerdote se levanta y se instala en una dispensación por la cual los
creyentes verdaderos puedan
ser perfeccionados. Claro es que hay ese cambio. La ley que hizo al
sacerdocio levítico mostraba
que los sacerdotes eran criaturas débiles, mortales, incapaces de salvar
sus propias vidas, muchos
menos podían salvar las almas de los que iban a ellos. Pero el Sumo
Sacerdote de nuestra profesión
tiene su oficio por el poder de la vida eterna que hay en Él; no sólo
para mantenerse vivo Él mismo,
sino para dar vida eterna y espiritual a todos los que confían en su
sacrificio e intercesión. —El
mejor pacto, del cual Jesús fue el fiador, no es aquí contrastado con el
pacto de obras por el cual
todo transgresor queda bajo la maldición. Se distingue del pacto del
Sinaí con Israel y la
dispensación legal bajo la cual permaneció por largo tiempo la Iglesia.
El pacto mejor puso a la
Iglesia y a todo creyente bajo una luz más clara, una libertad más perfecta
y privilegios más
abundantes. —En el orden de Aarón había una multitud de sacerdotes,
sumos sacerdotes, uno tras
otro, pero en el sacerdocio de Cristo hay solamente uno y Él mismo. Esta
es la seguridad y la
felicidad del creyente, que este Sumo Sacerdote eterno es capaz de
salvar hasta lo sumo en todos los
tiempos y en todos los casos. Seguramente entonces nos conviene desear
la espiritualidad y la
santidad, mucho más allá de la de los creyentes del Antiguo Testamento,
porque nuestras ventajas
exceden a las de ellos.
Vv. 26—28. Nótese la descripción de la santidad
personal de Cristo. Él está libre de todos los
hábitos o principios de pecado no teniendo la menor disposición a ello
en su naturaleza. Nada de
pecado habita en Él, ni la más mínima inclinación pecaminosa, aunque la
hay en el mejor de los
cristianos. Él es inocente, libre de todo pecado actual; Él no hizo
pecado, ni hubo engaño en su
boca. Él no es corrompido. Difícil es mantenernos puros como para no
participar de la culpa de los
pecados de otros hombres. Pero no tiene que desfallecer nadie que vaya a
Dios en el nombre de su
Hijo amado. Que tengan la seguridad de que Él los librará en el tiempo
de la prueba y el
sufrimiento, en el tiempo de la prosperidad, en la hora de la muerte y
en el día del juicio.
CAPÍTULO VIII
Versículos 1—6. Se muestra la
excelencia del sacerdocio de Cristo por sobre el de Aarón. 7—13.
La gran excelencia del nuevo pacto respecto del anterior.
Vv. 1—6. La sustancia o resumen de lo declarado
era que los cristianos tenían un Sumo Sacerdote
como el que necesitaban. Asumió la naturaleza humana, se manifestó en la
tierra y ahí se dio como
sacrificio a Dios por los pecados de su pueblo. No nos atrevamos a
acercarnos a Dios, o a
presentarle nada, sino en Cristo y a través de Él, dependiendo de sus
méritos y mediación, porque
somos aceptos sólo en el Amado. En toda obediencia y adoración debemos
mantenernos cerca de la
palabra de Dios que es la norma única y perfecta. Cristo es la sustancia
y la finalidad de la ley de la
justicia. Pero el pacto aquí aludido fue hecho con Israel como nación,
asegurándoles los beneficios
temporales. Las promesas de todas las bendiciones espirituales y de la
vida eterna, reveladas en el
evangelio, y garantizadas por medio de Cristo, son de valor infinitamente
mayor. Bendigamos a
Dios porque tenemos un Sumo Sacerdote idóneo para nuestra indefensa
condición.
Vv. 7—13. La excelencia superior del sacerdocio de
Cristo, por encima del de Aarón, se señala
a partir del pacto de gracia, del cual Cristo es Mediador. La ley no
sólo hacía que todos los
sometidos a ella estuviesen sujetos a condenación por la culpa del
pecado, sino era también incapaz
de quitar la culpa y de limpiar la conciencia del sentido y terror de
ella. En cambio, por la sangre de
Cristo, se provee la plena remisión de pecados, de modo que Dios no los
recordara más. —Dios
escribió una vez sus leyes a su pueblo, ahora las escribirá en ellos; Él les dará entendimiento para
que conozcan y crean sus leyes; les dará memoria para retenerlas; les
dará corazones para amarlas;
valor para profesarlas y poder para ponerlas en práctica. Este es el
fundamento del pacto; y cuando
este sea puesto, el deber será efectuado con sabiduría, sinceridad,
presteza, facilidad, resolución,
constancia y consuelo. Un derramamiento pleno del Espíritu de Dios hará
tan eficaz la ministración
del evangelio que habrá un fuerte incremento y difusión del conocimiento
cristiano en todas las
clases de personas. ¡Oh, que esta promesa se cumpla en nuestros días,
que la mano de Dios esté con
sus ministros para que grandes números crean y sean convertidos al
Señor! —El perdón de pecado
siempre será hallado en compañía del verdadero conocimiento de Dios.
Nótese la libertad de este
perdón: su plenitud, su certidumbre. Esta misericordia que perdona está
conectada con todas las
demás misericordias espirituales: el pecado sin perdonar estorba la
misericordia, y acarrea juicios;
pero el perdón del pecado impide el juicio, y abre una amplia puerta a
todas las bendiciones
espirituales. —Preguntémonos si somos enseñados por el Espíritu Santo a
conocer a Cristo, de
modo que le amemos, temamos, confiemos y obedezcamos rectamente. Todas
las vanidades del
mundo, los privilegios externos o las puras nociones religiosas se
desvanecerán pronto, y dejarán a
los que confiaron en ellas, en la eterna miseria.
CAPÍTULO IX
Versículos 1—5. El tabernáculo
judío y sus utensilios. 6—10. Su uso y significado. 11—22.
Cumplidos en Cristo. 23—28. La necesidad, la dignidad superior y el poder de su sacerdocio y
sacrificio.
Vv. 1—5. El apóstol muestra a los hebreos sus
ceremonias como tipo de Cristo. El tabernáculo era
un templo móvil que era sombra de la situación inestable de la Iglesia
en la tierra, y de la naturaleza
humana del Señor Jesucristo, en quién habitó corporalmente la plenitud
de la Deidad. El significado
del tipo de estas cosas ha sido señalado en comentarios anteriores, y
las ordenanzas y los artículos
del pacto mosaico apuntan a Cristo como nuestra Luz, y Pan de vida para
nuestras almas; y nos
recuerdan su Persona divina, su sacerdocio santo, su justicia perfecta y
su intercesión absolutamente
vencedora. Así era todo en todo el Señor Jesucristo desde el comienzo.
Según la interpretación del
evangelio estas cosas son una representación gloriosa de la sabiduría de
Dios y confirman la fe en
quien fue prefigurado por ellas.
Vv. 6—10. El apóstol sigue hablando de los
servicios del Antiguo Testamento. Al haberse
propuesto Cristo ser nuestro Sumo Sacerdote, no podía entrar en el cielo
hasta derramar su sangre
por nosotros; y tampoco nadie puede entrar a la bondadosa presencia de
Dios aquí, o a su gloriosa
presencia en el más allá, sino por la sangre de Jesús. Los pecados son
errores, errores enormes de
juicio y de práctica, y ¿quién puede entender todos sus errores? Ellos
dejan la culpa en la
conciencia, que hay que lavar sólo por la sangre de Cristo. Podemos usar
como argumento esta
sangre en la tierra mientras Él intercede por nosotros en el cielo. —Unos
pocos creyentes por la
enseñanza divina vieron algo del camino de acceso a Dios, de la comunión
con Él y de la admisión
al cielo por medio del Redentor prometido; pero los israelitas en
general no vieron más allá de las
formas externas. Estas no podían terminar la corrupción ni el dominio
del pecado. Tampoco podían
saldar las deudas ni resolver las dudas del que hacía el servicio. Los
tiempos del evangelio son, y
deben ser, tiempos de reforma, de luz más clara acerca de todas las
cosas necesarias que hay que
saber, y de amor más grande, haciendo que no tengamos mala voluntad a
nadie, y buena voluntad
para todos. Tenemos mayor libertad de espíritu y de hablar en el
evangelio y obligaciones mayores
de llevar una vida más santa.
Vv. 11—14. Todas las cosas buenas pasadas,
presentes y futuras estuvieron y están
fundamentadas en el oficio sacerdotal de Cristo y de ahí nos vienen.
Nuestro Sumo Sacerdote entró
al cielo de una sola vez por todas y obtuvo la eterna redención. El
Espíritu Santo significó y mostró
después que los sacrificios del Antiguo Testamento sólo liberaban al
hombre externo de la
inmundicia ceremonial, y los equipaba para algunos privilegios externos.
¿Qué dio tal poder a la
sangre de Cristo? Fue que Cristo se ofrendó a sí mismo sin ninguna
mancha pecaminosa en su
naturaleza o vida. Esto limpia la conciencia más culpable de las obras
muertas o mortales para
servir al Dios vivo; de las obras pecadoras, como las que contaminan el
alma, como los cuerpos
muertos contaminaban a las personas de los judíos que los tocaban; en
cambio, la gracia que sella el
perdón crea de nuevo al alma contaminada. Nada destruye más la fe del
evangelio que debilitar por
cualquier medio el poder directo de la sangre de Cristo. No podemos
penetrar en la profundidad del
misterio del sacrificio de Cristo, no podemos aprehender su altura. No
podemos indagar en su
grandeza ni la sabiduría, el amor, y la gracia que hay en Él. Pero al
considerar el sacrificio de
Cristo, la fe encuentra vida, alimento y renovación.
Vv. 15—22. Los tratos solemnes de Dios con el
hombre son, a veces, llamados pacto, aquí
testamento, que es la voluntad de una persona de dejar legado a las
personas que nombra, y que sólo
se hace efectivo a su muerte. Así, pues, Cristo murió no sólo para
obtener las bendiciones de la
salvación para nosotros, sino para dar poder a su disposición. Todos nos
hicimos culpables ante
Dios, por el pecado, y renunciamos a toda cosa buena, pero Dios,
dispuesto a demostrar la grandeza
de su misericordia, proclamó un pacto de gracia. Nada podía ser limpio
para un pecador, ni siquiera
sus deberes religiosos salvo que fuera quitada su culpa por la muerte de
un sacrificio, de valor
suficiente para ese fin, y a menos, que dependiera continuamente de
ello. Atribuyamos todas las
verdaderas buenas obras a la misma causa que todo lo procura, y
ofrezcamos nuestros sacrificios
espirituales como rociados con la sangre de Cristo, y seamos así
purificados de su contaminación.
Vv. 23—28. Evidente es que los sacrificios de
Cristo son infinitamente mejores que los de la
ley, que no podían procurar el perdón por el pecado ni impartir poder
contra el pecado que hubiera
seguido sobre nosotros, y hubiera tenido dominio de nosotros, pero
Jesucristo, por un sacrificio,
destruyó las obras del diablo, para que los creyentes fuesen hechos
justos, santos y felices. Como
ninguna sabiduría, conocimiento, virtud, riqueza o poder puede impedir
que muera uno de la raza
humana, así nada puede librar a un pecador de ser condenado en el día
del juicio, salvo el sacrificio
expiatorio de Cristo; ni tampoco será salvado del castigo eterno aquel
que desprecie o rechace esta
gran salvación. —El creyente sabe que su Redentor vive y que lo verá.
Aquí está la fe y la paciencia
de la Iglesia, de todos los creyentes sinceros. De ahí, pues, su oración
continua como fruto y
expresión de la fe de ellos. Amén, así sea, ven, Señor Jesús.
CAPÍTULO X
Versículos 1—18. La insuficiencia de
los sacrificios para quitar el pecado.—La necesidad y el
poder del sacrificio de Cristo con ese propósito. 19—25. Un argumento a favor de la santa
osadía del acceso del creyente a Dios a través de Jesucristo.—La
constancia de la fe, el amor y
el deber mutuos. 26—31. El peligro de la apostasía. 32—39. Los sufrimientos de los creyentes,
y la exhortación a mantener su santa profesión.
Vv. 1—10. Habiendo mostrado que el tabernáculo y
las ordenanzas del pacto del Sinaí eran
solamente emblemas y tipos del evangelio, el apóstol concluye que los
sacrificios que los sumos
sacerdotes ofrecían continuamente no podían perfeccionar a los
adoradores en cuanto al perdón y la
purificación de sus conciencias, pero cuando “Dios manifestado en carne”
se hizo sacrificio, y el
rescate fue su muerte en el madero maldito, entonces, por ser de
infinito valor el que sufrió, sus
sufrimientos voluntarios fueron de infinito valor. El sacrificio
expiatorio debe ser capaz de
consentimiento, y debe ponerse por propia voluntad en el lugar del
pecador: Cristo hizo así. La
fuente de todo eso que Cristo ha hecho por su pueblo es la soberana
voluntad y gracia de Dios. La
justicia introducida y el sacrificio ofrendado una sola vez por Cristo
son de poder eterno, y su
salvación nunca será quitada. Son de poder para hacer perfectos a todos
los que vengan a Él; ellos
sacan de la sangre expiatoria la fuerza y los motivos para obedecer y
para el consuelo interior.
Vv. 11—18. Bajo el nuevo pacto o la dispensación
del evangelio, se tiene perdón pleno y
definitivo. Esto significa una enorme diferencia del pacto nuevo
respecto del antiguo. En el antiguo
debían repetirse a menudo los sacrificios, y después de todo, se obtenía
por ellos perdón sólo en este
mundo. Bajo el nuevo,
basta con un solo Sacrificio para procurar el perdón espiritual de todas las
naciones y todas las eras, o para ser librado del castigo en el mundo
venidero. Bien se puede llamar
pacto nuevo a
este. Que nadie suponga que las invenciones humanas pueden valer de algo para
quienes los pongan en lugar del sacrificio del Hijo de Dios. ¿Qué queda
entonces sino que
busquemos un interés por fe en este Sacrificio; y el sello de ello en
nuestras almas por la
santificación del Espíritu para obediencia? Así que, como la ley está
escrita en nuestros corazones,
podemos saber que somos justificados, y que Dios no recordará más
nuestros pecados.
* * * * * * *
Vv. 19—25. Habiendo terminado la primera parte de
la epístola, el apóstol aplica la doctrina a
propósitos prácticos. Como los creyentes tenían el camino abierto a la
presencia de Dios, entonces
les convenía usar este privilegio. El camino y los medios por los cuales
los cristianos disfrutan de
estos privilegios pasa por la sangre de Jesús, por el mérito de esa
sangre que Él ofrendó como
sacrificio expiatorio. El acuerdo de la santidad infinita con la
misericordia que perdona, no se
entendió claramente hasta que la naturaleza humana de Cristo, el Hijo de
Dios, fue herida y molida
por nuestros pecados. Nuestro camino al cielo pasa por el Salvador
crucificado; su muerte es para
nosotros el camino de vida y para los que creen esto, Él es precioso.
Deben acercarse a Dios; sería
despreciar a Cristo seguir de lejos. —Sus cuerpos tenían que ser lavados
con agua pura, aludiendo a
los lavamientos ordenados por la ley: de esta manaera, el uso del agua
en el bautismo era para
recordar a los cristianos que sus conductas deben ser puras y santas.
Como ellos derivan consuelo y
gracia de su Padre reconciliado a sus propias almas, adornan la doctrina
de Dios su Salvador en
todas las cosas. —Los creyentes tienen que considerar cómo pueden
servirse los unos a los otros,
especialmente estimulándose unos a otros al ejercicio más vigoroso y
abundante del amor, y a la
práctica de las buenas obras. La comunión de los santos es una gran
ayuda y privilegio, y un medio
de constancia y perseverancia. Debemos observar la llegada de tiempos de
prueba, y por ellos ser
despertados a una mayor diligencia. Hay un día de prueba que viene para
todos los hombres: el día
de nuestra muerte.
Vv. 26—31. Las exhortaciones contra la apostasía y
a favor de la perseverancia son enfatizadas
por muchas razones de peso. El pecado aquí mencionado es la falla total
y definitiva en que los
hombres desprecian y rechazan, con voluntad y resolución total y firme,
a Cristo el único Salvador;
desprecian y resisten al Espíritu, el único Santificador; y desprecian y
renuncian al evangelio, el
único camino a la salvación, y las palabras de vida eterna. De esta
destrucción Dios da, todavía en
la tierra, un aviso previo temible a las conciencias de algunos
pecadores, que pierden la esperanza
de ser capaces de soportarla o de escaparse de ella. Pero ¿qué castigo
puede ser más doloroso que
morir sin misericordia?
Respondemos, morir por misericordia,
por la misericordia y
la gracia que
ellos despreciaron. ¡Qué temible es el caso cuando no sólo la justicia
de Dios, sino su gracia y
misericordia, abusadas, claman venganza! Todo esto no significa en lo
más mínimo que queden
excluidas de la misericordia las almas que se lamentan por el pecado, o
que se les niegue el
beneficio del sacrificio de Cristo a alguien dispuesto a aceptar estas
bendiciones. Cristo no echará
fuera al que acuda a Él.
Vv. 32—39. Muchas y variadas aflicciones se
conjugaron contra los primeros cristianos y ellos
tuvieron gran conflicto. El espíritu cristiano no es un espíritu
egoísta; nos lleva a compadecer al
prójimo, a visitarles, ayudarles y rogar por ellos. —Aquí todas las
cosas no son sino sombras. La
felicidad de los santos durará para siempre en el cielo; los enemigos
nunca pueden quitarla, como
los bienes terrenales. Esto hará rica restauración por todo lo que
perdimos y sufrimos aquí. La parte
más grande de la dicha de los santos está todavía en la promesa. Es una
prueba de la paciencia de
los cristianos tener que contentarse con vivir después que su obra esté
hecha, y seguir en pos de su
recompensa hasta que llegue el tiempo de Dios para darla. Pronto Él
vendrá a ellos, en la muerte,
para terminar todos sus sufrimientos y darles la corona de vida. El
actual conflicto del cristiano
puede ser agudo, pero pronto terminará. Dios nunca se complace con la
profesión formal y los
deberes y servicios externos de los que no perseveran, sino que los
contempla con mucho
desagrado. Los que han sido mantenidos fieles en las grandes pruebas del
tiempo pasado, tienen
razón para esperar que la misma gracia les ayude aún a vivir por fe
hasta que reciban el objetivo de
su fe y paciencia, la salvación misma de sus almas. Viviendo por fe y
muriendo por fe nuestras
almas están a salvo para siempre.
CAPÍTULO XI
Versículos 1—3. Se describe la
naturaleza y el poder de la fe. 4—7. Se la establece por los casos
desde Abel a Noé. 8—19. Por Abraham y sus descendientes. 20—31. Por Jacob, José, Moisés,
los israelitas y Rahab. 32—38. Por otros creyentes del Antiguo Testamento. 39, 40. La mejor
situación de los creyentes del evangelio.
Vv. 1—3. La fe siempre ha sido la marca de los
siervos de Dios desde el comienzo del mundo.
Donde el Espíritu regenerador de Dios implanta el principio, hará que se
reciba la verdad acerca de
la justificación por medio de los sufrimientos y los méritos de Cristo.
Las mismas cosas que son el
objeto de nuestra esperanza son el objeto de nuestra fe. Es una firme
persuasión y expectativa de
que Dios cumplirá todo lo que nos ha prometido en Cristo. Este
convencimiento da al alma el goce
de esas cosas ahora; les da una subsistencia o realidad en el alma por
las primicias y anticipo de
ellas. La fe demuestra a la mente la realidad de las cosas que no se
pueden ver con los ojos del
cuerpo. Es la plena demostración de todo lo revelado por Dios como
santo, justo y bueno. Este
enfoque de la fe se explica mediante el ejemplo de muchas personas de
tiempos pasados que
obtuvieron buen testimonio o un carácter honorable en la palabra de
Dios. La fe fue el principio de
su santa obediencia, sus servicios notables y sufrimientos pacientes. —La
Biblia da el relato más
veraz y exacto de todas las cosas y tenemos que creerlos sin discutir el
relato de la creación que dan
las Escrituras, porque no corresponda con las fantasías divergentes de
los hombres. Todo lo que
vemos de las obras de la creación fueron llevadas a cabo por orden de
Dios.
Vv. 4—7. Aquí siguen algunos ejemplos ilustres de
fe de gente del Antiguo Testamento. Abel
trajo un sacrificio expiatorio de las primicias del rebaño,
reconociéndose como pecador que merecía
morir y esperando misericordia sólo por medio del gran Sacrificio. La
ira y enemistad orgullosa de
Caín contra el aceptado adorador de Dios, condujeron al espantoso efecto
que los mismos principios
producen en toda época: la persecución cruel y hasta el asesinato de los
creyentes. Por fe Abel habla
todavía, aunque está muerto; dejó un ejemplo instructivo y elocuente. —Enoc
fue trasladado o
transportado, porque no vio muerte; Dios lo llevó al cielo como hará
Cristo con los santos que estén
vivos en su segunda venida. No podemos ir a Dios a menos que creamos que
Él es lo que Él mismo
ha revelado ser en las Escrituras. Los que desean hallar a Dios, deben
buscarlo con todo su corazón.
—La fe de Noé influyó en su práctica: lo llevó a preparar el arca. Su fe
condenó la incredulidad de
los demás; y su obediencia condenó el desprecio y la rebelión de ellos.
Los buenos ejemplos
convierten a los pecadores o los condenan. Esto muestra cómo los
creyentes, estando advertidos por
Dios que huyan de la ira venidera, son movidos por el temor, a
refugiarse en Cristo y llegan a ser
herederos de la justicia de la fe.
Vv. 8—19. A menudo somos llamados a dejar las
conexiones, los intereses y las comodidades
del mundo. Si somos herederos de la fe de Abraham debemos obedecer y
seguir adelante aunque no
sepamos qué nos pasará; y seremos hallados en el camino del deber
buscando el cumplimiento de
las promesas de Dios. La prueba de la fe de Abraham fue que él
simplemente obedeciera con
plenitud el llamado de Dios. Sara recibió la promesa como promesa de
Dios; estando convencida de
aquello, ella juzgaba verdaderamente que él podría y querría cumplir. —Muchos
que tienen parte en
las promesas no reciben pronto las cosas prometidas. La fe puede
aferrarse a las bendiciones desde
una gran distancia; puede hacerlas presentes; puede amarlas y
regocijarse en ellas, aunque sean
extrañas; como santos cuyo hogar es el cielo; como peregrinos que viajan
hacia su hogar. Por fe
ellos vencieron los terrores de la muerte y dieron un adiós jubiloso a
este mundo y a todos sus
beneficios y cruces. Los que una vez fueron llamados y sacados,
verdadera y salvíficamente, del
estado pecaminoso, no se interesan por retornar. Todos los creyentes
verdaderos desean la herencia
celestial; y mientras más fuerte sea la fe, más fervientes serán sus
deseos. A pesar de la maldad de
su naturaleza, de su vileza por el pecado y de la pobreza de su
condición externa, Dios no se
avergüenza de ser llamado el Dios de todos los creyentes verdaderos; tal
es su misericordia, tal es su
amor por ellos. Que ellos nunca se avergüencen de ser llamados su
pueblo, ni de ninguno de los que
son verdaderamente así, por más que sean despreciados en el mundo. Por
sobre todo, que ellos se
cuiden de no ser una vergüenza ni reproche para su Dios. —La prueba y
acto más grandiosos de fe
registrado, es Abraham que ofrece a Isaac, Génesis xxii, 2. Ahí toda
palabra es una prueba. Nuestro
deber es eliminar nuestras dudas y temores mirando, como hizo Abraham,
al poder omnipotente de
Dios. La mejor forma de disfrutar de nuestras bendiciones es darlas a
Dios; entonces Él nos
devolverá en la mejor forma para nosotros. Miremos hasta qué punto
nuestra fe ha causado una
obediencia semejante, cuando hemos sido llamados a actos menores de
abnegación o a hacer
sacrificios más pequeños en nuestro deber. ¿Hemos entregado lo que se
nos pidió, creyendo
plenamente que el Señor compensará todas nuestras pérdidas y hasta nos
bendecirá con las
dispensaciones más aflictivas?
Vv. 20—31. Isaac bendijo a Jacob y Esaú respecto a
cosas venideras. Las cosas presentes no son
las mejores; nadie conoce el amor o el odio teniéndolos o queriéndolos.
Jacob vivió por fe y murió
por fe y en fe. Aunque la gracia de la fe siempre sirve durante toda nuestra vida,
especialmente es
así cuando nos toca morir. La fe tiene una gran obra que hacer al final
para ayudar al creyente a
morir para el Señor, dándole honra a Él con paciencia, esperanza y gozo.
—José fue probado por las
tentaciones a pecar, por la persecución para mantener su integridad, y
fue probado por los honores y
el poder en la corte de faraón, pero su fe superó todo eso. —Es gran
misericordia estar libres de las
leyes y edictos malos, pero cuando no lo estemos, debemos recurrir a
todos los medios legales para
nuestra seguridad. En esta fe de los padres de Moisés había una mezcla
de incredulidad, pero agradó
a Dios pasarla por alto. La fe da fuerzas contra el temor pecador y
esclavizante a los hombres; pone
a Dios ante el alma, muestra la vanidad de la criatura y todo eso que
debe dar lugar a la voluntad y
al poder de Dios. Los placeres del pecado son y serán cortos; deben
terminar en pronto
arrepentimiento o en pronta ruina. Los placeres de este mundo son en su
mayoría deleites de
pecado; siempre lo son cuando no podemos disfrutarlos sin apartarnos de
Dios y de su pueblo. Es
mejor optar por sufrir, que por pecar; hay más mal en el pecado menor,
de lo que puede haber en el
mayor sufrimiento. El pueblo de Dios es, y siempre ha sido, un pueblo
vituperado. El mismo Cristo
se cuenta como vituperado en sus oprobios, y de ese modo los vituperios
llegan a ser riqueza más
grandes que los tesoros del imperio más rico del mundo. Moisés hizo su
elección cuando estaba
maduro para juicio y deleite, capaz de saber lo que hacía y por qué lo
hacía. Necesario es que las
personas sean seriamente religiosas, que desprecien al mundo cuando sean
más capaces de
deleitarse en él y de disfrutarlo. Los creyentes pueden y deben respetar
la recompensa del premio.
—Por fe podemos estar totalmente seguros de la providencia de Dios y de
su graciosa y poderosa
presencia con nosotros. Tal vista de Dios capacitará a los creyentes
para soportar hasta el fin, sea lo
que fuere que hallen en el camino. No se debe a nuestra propia justicia
ni a mejores logros que
seamos salvados de la ira de Dios, sino a la sangre de Cristo y a su
justicia imputada. La fe
verdadera hace que el pecado sea amargo para el alma, aunque reciba el
perdón y la expiación.
Todos nuestros privilegios espirituales en la tierra debieran estimularnos
en nuestro camino al cielo.
El Señor hará caer hasta a Babilonia ante la fe de su pueblo, y cuando
tiene algo grande que hacer
por ellos, suscita una fe grande y fuerte en ellos. —El creyente
verdadero desea no sólo estar en
pacto con Dios, sino en comunión con el pueblo de Dios, y está dispuesto
a echar con ellos su
suerte. Rahab se declaró por sus obras como justa. Se manifiesta
claramente que ella no fue
justificada por sus obras, porque la obra que ella hizo era defectuosa
en su manera y no era
perfectamente buena, por tanto, no respondía a la perfecta justicia o
rectitud de Dios.
Vv. 32—38. Después de todo nuestro escudriñar las
Escrituras, hay más que aprender de ellas.
Debiera complacernos pensar cuán grande fue el número de los creyentes del
Antiguo Testamento, y
cuán firme era su fe, aunque su objeto no estaba, entonces, tan
claramente dados a conocer como
ahora. Debemos lamentar que ahora, en los tiempos del evangelio, cuando
la regla de la fe es más
clara y perfecta, sea tan pequeño el número de los creyentes y tan débil
su fe. Es la excelencia de la
gracia de la fe, que mientras ayuda a los hombres a hacer grandes cosas,
como Gedeón, les impide
pensar cosas grandes y elevadas acerca de sí mismos. La fe, como la de
Barac, recurre a Dios en
todos los peligros y dificultades, y entonces responde agradecida a Dios
por todas sus misericordias
y liberaciones. —Por fe, los siervos de Dios vencerán aun al león
rugiente que anda viendo a quien
devorar. La fe de los creyentes dura hasta el final, y al morir, le da
la victoria sobre la muerte y
sobre todos sus enemigos mortales, como a Sansón. La gracia de Dios
suele fijarse sobre personas
totalmente inmerecedoras, y muy poco merecedoras para hacer grandes
cosas por ellos y para ellos.
Pero la gracia de la fe, dondequiera que esté, pondrá a los hombres a
reconocer a Dios en todos sus
caminos, como a Jefté. Hará osados y valerosos a los hombres en una
causa buena. Pocos se
hallaron con pruebas más grandes, pocos mostraron una fe más viva que
David, y él dejó un
testimonio en cuanto a las pruebas y los actos de fe en el libro de los
Salmos, que ha sido y siempre
será de gran valor para el pueblo de Dios. Probablemente los que van a
crecer para distinguirse por
su fe, empiecen a veces a ejercerla como Samuel. La fe capacitará al
hombre para servir a Dios y a
su generación en toda forma en que pudiera ser empleada. —Los intereses
y los poderes de los
reyes y los reinos suelen oponerse a Dios y a su pueblo, pero Dios puede
someter fácilmente a todos
los que se pongan en contra. Obrar justicia es honor y dicha más grande
que hacer milagros. Por fe
tenemos el consuelo de las promesas y por fe somos preparados a esperar
las promesas y a recibirlas
a su debido tiempo. Aunque no esperemos ver que nuestros parientes o
amigos muertos son
restaurados a la vida en este mundo, de todos modos la fe nos sostendrá
al perderlos y nos dirigirá a
la esperanza de una resurrección mejor. —¿Nos sorprenderemos más por la
maldad de la naturaleza
humana que es capaz de crueldades tan espantosas con sus congéneres, o
con la excelencia de la
gracia divina que es capaz de sostener al fiel sometido a esas
crueldades y hacerlos pasar a salvo por
todas ellas? ¡Qué diferencia hay entre el juicio de Dios a un santo y el
del hombre! El mundo no es
digno de los santos perseguidos e injuriados a quienes sus perseguidores
reconocieron como
indignos de vivir. No son dignos de su compañía, ejemplo, consejo y
otros beneficios. Porque ellos
no sabían qué es un santo ni el valor de un santo, ni cómo usarlo; ellos
odian y echan lejos a los
tales, como hace con la ofrenda de Cristo y su gracia.
Vv. 39, 40. El mundo considera que los justos no son
dignos de vivir en el mundo y Dios
declara que el mundo no es digno de ellos. Aunque el justo y el mundo
difieran ampliamente en su
juicio, concuerdan en esto: que no es apropiado que los hombres buenos
tengan reposo en este
mundo. Por tanto, Dios los recibe fuera de este. El apóstol dice a los
hebreos que Dios proveyó
cosas mejores para ellos,
por tanto, deben estar seguros que él esperaba cosas buenas de ellos.
Como nuestras ventajas, con las cosas mejores que Dios ha provisto para
nosotros, están mucho
más allá de las de ellos, así debe ser más grande nuestra obediencia por
fe, nuestra paciencia
esperanzada y nuestro trabajo de amor. A menos que tengamos una fe
verdadera como tenían estos
creyentes, ellos se levantarán para condenarnos en el día postrero.
Entonces, oremos continuamente
por el aumento de nuestra fe, para que podamos seguir estos ejemplos
brillantes y con ellos ser, a la
larga, perfeccionados en santidad y felicidad, y brillar como el sol en
el reino de nuestro Padre para
siempre jamás.
CAPÍTULO XII
Versículos 1—11. Exhortación a ser
constante y perseverar—Se presenta el ejemplo de Cristo, y el
designio de la gracia de Dios en todos los sufrimientos que soportan los
creyentes. 12—17. Se
recomiendan la paz y la santidad con advertencia contra el desprecio de
las bendiciones
espirituales. 18—29. La
dispensación del Nuevo Testamento es demostrada como más excelente
que la del Antiguo Testamento.
Vv. 1—11. La obediencia perseverante por fe en
Cristo era la carrera puesta ante los hebreos en la
cual debían ganar la corona de gloria o tener la miseria eterna como su porción;
se nos expone. Por
el pecado que tan fácilmente nos asedia, entendamos que el pecado es a
lo que más nos inclinamos,
a lo cual estamos más expuestos, por costumbre, edad o circunstancias.
Esta es una exhortación de
suma importancia, porque mientras permanezca sin ser subyugado el pecado
favorito, sea cual sea,
de un hombre, le impedirá correr la carrera cristiana, porque le quita
toda motivación para correr y
da entrada al desaliento más completo. —Cuando estén agotados y débiles
en sus mentes, recuerden
que el santo Jesús sufrió para salvarlos de la desgracia eterna. Mirando
fijamente a Jesús, sus
pensamientos fortalecerán santos afectos y subyugarán los deseos
carnales; entonces, pensemos
frecuentemente en Él. ¿Qué son nuestras pequeñas pruebas comparadas con
sus agonías o siquiera
con nuestras desolaciones? ¿Qué son en comparación con los sufrimientos
de tantos otros? Hay en
los creyentes una inclinación a agotarse y debilitarse cuando son
sometidos a pruebas y aflicciones;
esto es por la imperfección de sus virtudes y los vestigios de la
corrupción. Los cristianos no deben
desmayar bajo sus pruebas. Aunque sus enemigos y perseguidores sean
instrumentos para infligir
sufrimientos, son de todos modos, disciplina divina; su Padre celestial
tiene su mano en todo y su
fin sabio es responder por todo. No deben tomar con liviandad sus
aflicciones ni entristecerse bajo
ellas, porque son la mano y la vara de Dios, su reprimenda por el
pecado. No deben deprimirse ni
hundirse bajo las pruebas, afanarse ni irritarse, sino soportar con fe y
paciencia. Dios puede dejar
solos a los demás en sus pecados, pero corregirá el pecado en sus
propios hijos. Actúa en esto como
corresponde a un padre. Nuestros padres terrenales nos castigan a veces
para satisfacer sus propias
pasiones más que para reformar nuestros modales. Pero el Padre de
nuetras almas nunca quiere
apenar ni afligir a sus hijos. Siempre es para nuestro provecho. Toda
nuestra vida aquí es un estado
infantil e imperfecto en cuanto a las cosas espirituales; por tanto,
debemos someternos a la
disciplina de tal estado. Cuando lleguemos al estado perfecto estaremos
plenamente reconciliados
con todas las disciplinas presentes de Dios para con nosotros. La
corrección de Dios no es
condenación; el castigo puede ser soportado con paciencia y fomenta
grandemente la santidad.
Entonces, aprendamos a considerar las aflicciones que nos acarrea la
maldad de los hombres como
correcciones enviadas por nuestro bondadoso y santo Padre para nuestro
bien espiritual.
Vv. 12—17. Una carga aflictiva puede hacer que se
caigan las manos del cristiano y que sus
rodillas se debiliten, en desesperación y desaliento; pero debe luchar
contra esto para correr mejor
su carrera. La fe y la paciencia capacitan a los creyentes para seguir
la paz y la santidad como un
hombre que sigue su vocación constante, diligentemente y con placer. La
paz con los hombres, de
todas las sectas y partidos, será favorable para nuestra búsqueda de la
santidad. Pero la paz y la
santidad van juntas, no puede haber paz justa sin santidad. Donde las
personas no logran tener la
gracia verdadera de Dios, prevalecerá e irrumpirá la corrupción; tened
cuidado, no sea que alguna
concupiscencia del corazón sin mortificar, que parezca muerta, brote
para perturbar y trastornar a
todo el cuerpo. —Descarriarse de Cristo es el fruto de preferir los
placeres de la carne a la
bendición de Dios, y a la herencia celestial, como hizo Esaú. Pero los
pecadores no siempre tendrán
pensamientos tan viles de la bendición y la herencia divina como los
tienen ahora. Concuerda con la
disposición profana del hombre desear la bendición, pero despreciar los
medios por los cuales debe
obtenerse la bendición, porque Dios nunca separa la bendición del medio,
ni une la bendición con la
satisfacción de la lujuria del hombre. La misericordia de Dios y su
bendición nunca se buscan con
cuidado sin obtenerse.
Vv. 18—29. El monte Sinaí, donde fue formada la
iglesia del estado judío, era un monte que
podía ser tocado aunque estaba prohibido hacerlo, lugar que podía
sentirse, así que la dispensación
mosaica fue en gran parte de cosas externas y terrenales. El estado del
evangelio es amable y
condescendiente, adecuado para nuestra débil constitución. Todos podemos
ir con franqueza a la
presencia de Dios si estamos bajo el evangelio. Pero el más santo debe
desesperar, si es juzgado por
la santa ley dada en el Sinaí sin tener un Salvador. La iglesia del
evangelio es llamada Monte Sion,
porque allí los creyentes tienen una visión más clara del cielo y un
temperamento más celestial del
alma. Todos los hijos de Dios son herederos y cada uno tiene los
privilegios del primogénito.
Pareciera haberse equivocado de camino, lugar, estado y compañía el alma
que supone que va a
unirse en lo alto a esa gloriosa asamblea e iglesia, pero sin estar aún
familiarizada con Dios,
siguiendo orientada carnalmente, amando este mundo actual y el presente
estado de las cosas,
mirando atrás con ojo anheloso, llena de soberbia y culpa, llena de
lujurias. Sería incómodo para
ella y para los que la rodean. —Cristo es el Mediador del nuevo pacto
entre Dios y el hombre, para
reunirlos en este pacto; para mantenerlos juntos; para interceder por
nosotros ante Dios, y por Dios
ante nosotros; para finalmente reunir a Dios y su pueblo en el cielo.
Este pacto está afirmado por la
sangre de Cristo rociada sobre nuestras conciencias como era rociada la
sangre del sacrificio sobre
el altar y sobre la víctima. Esta sangre de Cristo habla por cuenta de
los pecadores; ruega no por
venganza, sino por misericordia. —Entonces, cuidaos de no rechazar su
bondadoso llamado y su
oferta de salvación. Cuidaos de no rechazar al que habla desde el cielo
con infinita ternura y amor;
porque ¡cómo podrían escapar los que rechazan a Dios con incredulidad o
apostasía, mientras Él
con tanta bondad les ruega que se reconcilien y reciban su favor eterno!
El trato de Dios con los
hombres, bajo el evangelio, en un camino de gracia, nos asegura que
tratará con los que desprecian
el evangelio en un camino de juicio. No podemos adorar a Dios en forma
aceptable a menos que le
adoremos con reverencia y santo temor. Sólo la gracia de Dios nos
capacita para adorar rectamente
a Dios. Él es el mismo Dios justo y recto en el evangelio que en la ley.
La herencia de los creyentes
les está asegurada; y todas las cosas correspondientes a la salvación
son dadas gratuitamente como
respuesta a la oración. Busquemos la gracia para que podamos servir a
Dios con reverencia y santo
temor.
CAPÍTULO XIII
Versículos 1—6. Exhortaciones a
diversos deberes y a estar contentos con lo que asigna la
providencia. 7—15. A
respetar las instrucciones de los pastores fieles, con advertencia contra
de ser descarriados por doctrinas extrañas. 16—21. Más exhortaciones a los deberes que se
relacionan con Dios, nuestro prójimo y los que están en autoridad sobre
nosotros en el Señor.
22—25. Esta epístola es para ser considerada
con toda seriedad.
Vv. 1—6. El designio de Cristo al darse por
nosotros, es adquirir un pueblo peculiar, celoso de
buenas obras; la religión verdadera es el lazo de amistad más firme.
Estas son algunas serias
exhortaciones a diversos deberes cristianos, especialmente el
contentamiento. El pecado opuesto a
esta gracia y deber es la codicia, un deseo excesivamente apasionado de
la riqueza de este mundo,
unido a la envidia hacia los que tienen más que nosotros. Teniendo
tesoros en el cielo podemos estar
contentos con las pocas cosas de aquí. Los que no pueden estar así, no
estarán contentos aunque
Dios mejore su situación. Adán estaba en el paraíso, pero no estaba
contento; algunos ángeles no
estaban contentos en el cielo, pero el apóstol Pablo, aunque humillado y
vacío, había aprendido a
estar contento en todo estado, en cualquier estado. Los cristianos
tienen razón para estar contentos
con su suerte actual. Esta promesa contiene la suma y la sustancia de
todas las promesas: “No te
desampararé ni te dejaré”. En el lenguaje original hay no menos de cinco
negativas juntas para
confirmar la promesa: el creyente verdadero tendrá la presencia
bondadosa de Dios consigo en la
vida, en la muerte, y por siempre. Los hombres no pueden hacer nada
contra Dios, y Dios puede
hacer que resulte para bien todo lo que los hombres hacen contra su
pueblo.
Vv. 7—15. Las instrucciones y el ejemplo de los
ministros que terminaron sus testimonios en
forma honorable y consoladora, deben ser recordadas en particular por
los que les sobreviven.
Aunque algunos de sus ministros estaban muertos, otros moribundos, aun
así la gran Cabeza, y
Sumo Sacerdote de la Iglesia, el Obispo de sus almas, vive siempre y
siempre es el mismo. Cristo es
el mismo de la época del Antiguo Testamento y del evangelio, y siempre
será así para su pueblo:
igualmente misericordioso, poderoso y absolutamente suficiente. Él aún
llena al hambriento, alienta
al tembloroso y da la bienvenida a los pecadores arrepentidos; aún
rechaza al soberbio y al de la
justicia propia, aborrece la pura confesión y enseña a todos los que
salva, a amar la justicia y a odiar
la iniquidad. —Los creyentes deben procurar que sus corazones estén
establecidos por el Espíritu
Santo en una dependencia simple de la libre gracia, que consolará sus
corazones y los hará
resistentes al engaño. —Cristo es nuestro Altar y nuestro Sacrificio; Él
santifica el don. La cena del
Señor es la fiesta de la pascua del evangelio. —Habiendo mostrado que
mantener la ley levítica
conforme a sus propias reglas, impediría que los hombres fueran al altar
de Cristo, el apóstol
agrega: Salgamos, pues, a Él, fuera del campamento, fuera de la ley
ceremonial, del pecado, del
mundo y de nosotros mismos. Viviendo por fe en Cristo, apartados para
Dios por medio de su
sangre, separémonos voluntariamente de este mundo malo. El pecado, los
pecadores, la muerte no
dejarán que continuemos aquí por mucho tiempo más; por tanto, salgamos
ahora por fe y
busquemos en Cristo el reposo y la paz que este mundo no nos puede
proporcionar. Llevemos
nuestros sacrificios a este altar y a este nuestro Sumo Sacerdote, y
ofrezcámoslo por su intermedio.
Siempre debemos ofrecer el sacrificio de alabanza a Dios. En estos se
cuentan la alabanza, la
oración y la acción de gracias.
Vv. 16—21. Conforme a lo que podamos, tenemos que
dar para las necesidades de las almas y
de los cuerpos de los hombres: Dios aceptará estas ofrendas con agrado,
y aceptará y bendecirá a los
que ofrendan por medio de Cristo. —El apóstol expresa en seguida cual es
el deber de ellos para
con los ministros vivos: obedecerles y someterse a ellos en la medida
que sea conforme a la idea y
voluntad de Dios dadas a conocer en su palabra. Los cristianos no deben
pensar que saben
demasiado, que son demasiado buenos o demasiado grandes para aprender.
El pueblo debe
escudriñar las Escrituras, y en la medida que los ministros enseñen
conforme a esa regla, deben
recibir sus instrucciones como palabra de Dios que obra en los que
creen. Interesa a los oyentes que
la cuenta que sus ministros den de sí mismos sea con gozo y no con
tristeza. Los ministros fieles
entregarán sus propias almas, porque la ruina de un pueblo infiel y
estéril recaerá sobre sus propias
cabezas. —Mientras el pueblo ore con más fervor por sus ministros, más
beneficio pueden esperar
de su ministerio. La buena conciencia respeta todos los mandamientos de
Dios y todo nuestro deber.
Los que tienen esta buena conciencia necesitan, sin embargo, las
oraciones de los demás. Cuando
los ministros van a un pueblo que ora por ellos, van con mayor
satisfacción para sí y éxito para el
pueblo. Debemos procurar con oración todas nuestras misericordias. —Dios
es el Dios de paz,
completamente reconciliado a los creyentes; Él ha abierto camino a la
paz y la reconciliación de sí
con los pecadores, y que ama la paz en la tierra, especialmente en sus
iglesias. Él es el Autor de la
paz espiritual en los corazones y las conciencias de su pueblo. —¡Qué
pacto más firme es aquel que
tiene su fundamento en la sangre del Hijo de Dios! El perfeccionamiento
de los santos en toda
buena obra es la gran cosa deseada por y para ellos; y que ellos puedan
ser, en el largo plazo,
equipados para el empleo y la dicha del cielo. No hay cosa buena obrada
en nosotros que no sea la
obra de Dios. Nada bueno obra Dios en nosotros sino por medio de Cristo
por amor a Él y a su
Espíritu.
Vv. 22—25. Tan malos son los hombres, aun los
creyentes, por los restos de su corrupción, que
necesitan que se les estimule y se les exhorte a oír cuando se les
entrega la doctrina más importante
y consoladora, para su propio bien, y con las pruebas más convincentes,
para que la reciban y no se
descaminen con ella, la descuiden o la rechacen. —Bueno es que la ley
del amor santo y la bondad
sea escrita en los corazones de los cristianos, los unos a los otros. La
religión enseña el civismo
verdadero y la buena crianza a los hombres. No es de temperamento malo
ni descortés. Que el favor
de Dios esté con vosotros y que su gracia obre continuamente en vosotros
y con vosotros, dando los
frutos de la santidad como las primicias de la gloria.