PRIMERA DE JUAN
Esta epístola es un discurso sobre los principios doctrinales y
prácticos del cristianismo. La
intención evidente es refutar las bases, los principios y las prácticas
impías y erróneas y advertir
contra ellas, especialmente contra las que rebajan la Deidad de Cristo,
y la realidad y el poder de sus
padecimientos y muerte como sacrificio expiatorio; también, contra lo
que se afirma, que los
creyentes no tienen que obedecer los mandamientos una vez salvados por
gracia. Esta epístola
también estimula a todos los que profesan conocer a Dios a que tengan
comunión con Él, crean en
Él, y que anden en santidad, no en pecado, demostrando que una profesión
puramente externa es
nada sin la evidencia de una vida y conducta santa. También ayuda
estimular y animar a los
cristianos de verdad a tener comunión con Dios y el Señor Jesucristo, a
la constancia en la fe
verdadera y a la pureza de vida.
—————————
CAPÍTULO I
Versículos 1—4. El apóstol dedica
su epístola a los creyentes en general con testimonio evidente de
Cristo para promover la felicidad y el gozo de ellos. 5—10. Se demuestra que es necesaria la
vida de santidad para tener comunión con Dios.
Vv. 1—4. El Dios esencial, la excelencia no
creada que había sido desde el principio, desde la
eternidad, igual con el Padre y que, finalmente, se manifestó con
naturaleza humana para la
salvación de los pecadores, es gran tema sobre el cual escribe el
apóstol a sus hermanos. Los
apóstoles le vieron durante algunos años, en los cuales presenciaron su
sabiduría y santidad, sus
milagros, y su amor y misericordia, hasta que le vieron crucificado por
los pecadores, y después
resucitado de entre los muertos. Ellos le tocaron para tener plena prueba
de su resurrección. —Esta
Persona divina, el Verbo de vida, el Verbo de Dios se manifestó en
naturaleza humana para ser
Autor y Dador de la vida eterna a la humanidad por medio de la redención
por su sangre y el poder
de su Espíritu regenerador. —Los apóstoles declaran lo que han visto y
oído para que los creyentes
compartieran sus bendiciones y ventajas eternas. Tenían libre acceso a
Dios Padre. Tuvieron una
feliz experiencia de la verdad en sus almas, y mostraron su excelencia
en sus vidas. Esta comunión
de los creyentes con el Padre y el Hijo empieza y es sustentada por el
poder del Espíritu Santo. Los
beneficios que Cristo concede, no son las mezquinas posesiones del mundo
que causan envidia en
los demás, sino el gozo y la felicidad de la comunión con Dios son
absolutamente suficientes, de
modo que cualquier cantidad de personas puede participar de ellos; y
todos los autorizados para
decir que en verdad su comunión es con el Padre, desearán guiar a otros
a participar de la misma
bienaventuranza.
Vv. 5—10. Todos debiéramos recibir jubilosos un
mensaje del Señor Jesús, el Verbo de vida, el
Verbo eterno. El gran Dios debe ser representado a este mundo oscuro
como luz pura y perfecta.
Como esta es la naturaleza de Dios, sus doctrinas y preceptos deben ser
tales. Como su perfecta
felicidad no puede separarse de su perfecta santidad, así nuestra
felicidad será proporcional a la
santidad de nuestro ser. Andar en tinieblas es vivir y actuar contra la
religión. Dios no mantiene
comunión o relación celestial con las almas impías. No hay verdad en la
confesión de ellas; su
práctica muestra su necedad y falsedad. La vida eterna, el Hijo eterno,
se vistió de carne y sangre, y
murió para lavarnos de nuestros pecados en su sangre, y procura para
nosotros las influencias
sagradas por las cuales el pecado tiene que ser sometido más y más hasta
que sea completamente
acabado. Mientras se insiste en la necesidad de un andar santo, como
efecto y prueba de conocer a
Dios en Cristo Jesús, se advierte con igual cuidado en contra del error
opuesto del orgullo de la
justicia propia. Todos los que andan cerca de Dios, en santidad y
justicia, están conscientes de que
sus mejores días y sus mejores deberes están contaminados con el pecado.
Dios ha dado testimonio
de la pecaminosidad del mundo proveyendo un Sacrificio eficaz y
suficiente por el pecado,
necesario en todas las épocas; y se muestra la pecaminosidad de los
mismos creyentes al pedirles
que confiesen continuamente sus pecados y recurran por fe a la sangre
del Sacrificio. Declarémonos
culpables ante Dios, humillémonos y dispongámonos a conocer lo peor de
nuestro caso.
Confesemos honestamente todos nuestros pecados en su plena magnitud,
confiando totalmente en
su misericordia y verdad por medio de la justicia de Cristo, para un
perdón libre y completo y por
nuestra liberación del poder y la práctica del pecado.
CAPÍTULO II
Versículos 1, 2. El apóstol se
dirige a la expiación de Cristo para ayuda contra las debilidades
pecaminosas. 3—11. Los
efectos del conocimiento salvador para producir obediencia y amor a
los hermanos. 12—14. Los
cristianos son tratados como hijitos, jóvenes y padres. 15—23.
Todos son advertidos en contra del amor a este mundo y contra el error. 24—29. Exhortación a
permanecer firmes en la fe y la santidad.
Vv. 1, 2. Tenemos un Abogado para con el Padre;
uno que ha prometido, y es plenamente capaz de
defender a cada uno que solicite perdón y salvación en su nombre,
dependiendo de que Él abogue
por ellos. Él es “Jesús”, el Salvador, y “Cristo”, el Mesías, el Ungido.
Él solo es “el Justo”, que
recibió su naturaleza libre de pecado, y como fiador nuestro obedeció
perfectamente la ley de Dios,
y así cumplió toda justicia. Todos los hombres de todo país, y a través
de sucesivas generaciones,
están invitados a ir a Dios a través de esta expiación absolutamente
suficiente y por este camino
nuevo y vivo. El evangelio, cuando se comprende y recibe correctamente,
pone el corazón en contra
de todo pecado y contra su práctica permitida; y al mismo tiempo, da un
bendito alivio a las
conciencias heridas de los que han pecado.
Vv. 3—11. ¿Qué conocimiento de Cristo puede ser
aquel que no ve que Él es digno de toda
nuestra obediencia? La vida de desobediencia muestra que no hay religión
ni honestidad en el
profesante. —El amor de Dios es perfeccionado en aquel que obedece sus
mandamientos. La gracia
de Dios en Él obtiene su marca verdadera, y produce su efecto soberano
tanto como puede ser en
este mundo, y esta es la regeneración del hombre, aunque aquí nunca sea
absolutamente perfecta.
Sin embargo, esta observancia de los mandamientos de Cristo tiene
santidad y excelencia, que si
fuesen universales, harían que la tierra se pareciera al cielo mismo. —El
mandamiento de amarse
los unos a los otros ha tenido vigencia desde el comienzo del mundo,
pero podría considerarse
como mandamiento nuevo al darlo a los cristianos. Era nuevo para ellos,
como era nueva su
situación respecto de sus motivos, reglas y obligaciones. Siguen en
estado de tinieblas los que
andan con odio y enemistad contra los creyentes. El amor cristiano nos
enseña a valorar el alma de
nuestro hermano y a temer todo lo que dañe su pureza y su paz. Donde
haya tinieblas espirituales,
estarán entenebrecidos la mente, el juicio y la conciencia, y erraremos
el camino a la vida celestial.
Estas cosas exigen un serio examen de sí; y la oración ferviente para
que Dios nos muestre qué
somos y dónde vamos.
Vv. 12—14. Como los cristianos tienen sus estados
propios, tienen sus deberes peculiares; pero
hay preceptos y obediencia que afectan a todos, particularmente el amor
mutuo y el desprecio al
mundo. El discípulo sincero más joven es perdonado; la comunión de los
santos va acompañada del
perdón de pecados. Los que tienen la permanencia más prolongada en la
escuela de Cristo necesitan
aun más consejo e instrucción. Se debe escribir a los padres, y
predicarles; nadie es demasiado viejo
para aprender. Pero esto vale especialmente para los jóvenes en Cristo
Jesús, aunque hayan
alcanzado fortaleza de espíritu y sano sentido, hayan resistido
exitosamente las primeras pruebas y
tentaciones, hayan roto con las malas costumbres y relaciones, y hayan
entrado por la puerta
estrecha de la conversión verdadera. —Se vuelve a dirigir a los
diferentes grupos de cristianos. Los
niños en Cristo saben que Dios es su Padre: esa es su sabiduría. Los
creyentes avanzados que
conocen a Aquel que fue desde el comienzo, antes que este mundo fuese hecho,
muy bien pueden
ser guiados por eso a renunciar a este mundo. —La gloria de las personas
jóvenes será la fortaleza
en Cristo y en su gracia. Ellos vencen al maligno por la palabra de
Dios.
Vv. 15—17. Las cosas del mundo pueden desearse y
poseerse para los usos y propósitos que
Dios concibió, y hay que usarlas por su gracia y para su gloria; pero
los creyentes no deben
buscarlas ni valorarlas para propósitos en que el pecado abusa de ellas.
El mundo aparta de Dios el
corazón y mientras más prevalezca el amor al mundo, más decae el amor a
Dios. Las cosas del
mundo se clasifican conforme a las tres inclinaciones reinantes de la
naturaleza depravada: —1. La
concupiscencia de la carne, del cuerpo: los malos deseos del corazón, el
apetito de darse el gusto
con todas las cosas que excitan e inflaman los placeres sensuales. —2.
La concupiscencia de los
ojos: los ojos se deleitan con las riquezas y las posesiones ricas; esta
es la concupiscencia de la
codicia. —3. La soberbia de la vida: el hombre vano ansía la grandeza y
la pompa de una vida de
vanagloria, lo cual comprende una sed de honores y aplausos. Las cosas
del mundo se desvanecen
rápidamente y mueren; el mismo deseo desfallecerá y cesará dentro de
poco tiempo, pero el santo
afecto no es como la lujuria pasajera. El amor de Dios nunca
desfallecerá. —Muchos vanos
esfuerzos se han hecho para eludir la fuerza de este pasaje con
limitaciones, distinciones o
excepciones. Muchos han tratado de mostrar cuán lejos podemos ir estando
orientados carnalmente
y amando al mundo; pero no resulta fácil equivocarse respecto al
significado evidente de estos
versículos. A menos que esta victoria sobre el mundo empiece en el
corazón, el hombre no tiene
raíces en sí mismo y caerá o, en el mejor de los casos, será un
profesante estéril. De todos modos,
estas vanidades son tan seductoras para la corrupción de nuestros
corazones, que, sin velar y orar
sin cesar, no podemos escapar del mundo ni lograr la victoria sobre su
dios y príncipe.
Vv. 18—23. Todo hombre que niega la Persona o
alguno de los oficios de Cristo es anticristo; y
al negar al Hijo, niega también al Padre, y no tiene parte en su favor
porque rechaza su gran
salvación. Que esta profecía la aparición de seductores en el mundo
cristiano nos resguarde de ser
seducidos. La Iglesia no sabe bien quiénes son sus miembros verdaderos,
ni quienes no lo son, pero
así se prueba a los verdaderos cristianos que se hacen más vigilantes y
humildes. Los verdaderos
cristianos son los ungidos, como su nombre lo expresa: son los ungidos
por el Espíritu Santo con
gracia, con dones y privilegios espirituales. Las mentiras más grandes y
perjudiciales que difunde el
padre de mentira en el mundo suelen ser falsedades y errores relativos a
la persona de Cristo. Sólo
la unción del Santo puede guardarnos de los engaños. Mientras juzgamos
favorablemente a todos
los que confían en Cristo como el Salvador Divino, y obedecen su palabra
y procuran vivir unidos
con ellos, tengamos lástima y oremos por los que niegan la deidad de
Cristo o su expiación y la obra
de nueva creación que hace el Espíritu Santo. Protestemos contra la
doctrina anticristiana y
guardémonos de ellos lo más que podamos.
Vv. 24—29. La verdad de Cristo que permanece en
nosotros es el medio de separarse del
pecado y unirse al Hijo de Dios, Juan xv, 3, 4. ¡Cuánto valor debemos
dar a la verdad del evangelio!
Por él se asegura la promesa de la vida eterna. La promesa que hace Dios
es adecuada a su propia
grandeza, poder y bondad; es la vida eterna. —El Espíritu de verdad no
mentirá; y enseña todas las
cosas de la presente dispensación, todas las cosas necesarias para
nuestro conocimiento de Dios en
Cristo, y su gloria en el evangelio. —El apóstol repite la amable
palabra, “hijitos” que denota su
afecto. Él persuade por amor. Los privilegios del evangelio obligan a
los deberes del evangelio; y
los ungidos por el Señor Jesús permanecen con Él. La nueva naturaleza
espiritual es del Señor
Cristo. El que es constante en la práctica de la religión en las épocas
de prueba, demuestra que es
nacido de lo alto, del Señor Cristo. Entonces, cuidémonos de sostener
con injusticia la verdad,
recordando que sólo son nacidos de Dios los que llevan su santa imagen y
andan en sus caminos
más justos.
CAPÍTULO III
Versículos 1, 2. El apóstol admira
el amor de Dios al hacer sus hijos a los creyentes. 3—10. La
influencia purificadora de la esperanza de ver a Cristo, y el peligro de
pretender esto viviendo
en pecado. 11—15. El
amor a los hermanos es el carácter del verdadero cristiano. 16—21. Ese
amor es descrito por sus actos. 22—24. La ventaja de la fe, el amor y la obediencia.
Vv. 1, 2. Poco conoce el mundo la dicha de los
verdaderos seguidores de Cristo. Poco piensa el
mundo que estos pobres, humildes y despreciados son los favoritos de
Dios y que habitarán en el
cielo. Los seguidores de Cristo deben contentarse con las dificultades
de aquí, puesto que están en
tierra de extranjeros, donde su Señor fue tan maltratado antes que
ellos. —Los hijos de Dios deben
andar por fe y vivir por esperanza. Bien pueden esperar con fe,
esperanza y ferviente deseo la
revelación del Señor Jesús. Los hijos de Dios serán conocidos, y
manifestados por su semejanza con
su Cabeza. Serán transformados a la misma imagen, por verle a Él.
Vv. 3—10. Los hijos de Dios saben que su Señor es
de ojos muy puros que no permiten que
nada impío e impuro habite en Él. La esperanza de los hipócritas, no la
de los hijos de Dios, es la
que permite la satisfacción de deseos y concupiscencias impuras. Seamos
sus seguidores como hijos
amados, mostrando así nuestro sentido de su indecible misericordia y
expresemos esa mentalidad
humilde, agradecida y obediente que nos corresponde. —El pecado es
rechazar la ley divina. En Él,
esto es, en Cristo no hubo pecado. Él asumió todas las debilidades, pero
sin pecado, que fueron
consecuencias de la caída, esto es, todas esas debilidades de la mente o
cuerpo que someten al
hombre a los sufrimientos y lo exponen a la tentación. Pero Él no tuvo
nuestra debilidad moral,
nuestra tendencia al pecado. —El que permanece en Cristo no practica
habitualmente el pecado.
Renunciar al pecado es la gran prueba de la unión espiritual con el
Señor Cristo, y de la
permanencia en Él y en su conocimiento salvador. Cuidado con engañarse a
uno mismo. El que
hace justicia es justo y es seguidor de Cristo, demuestra interés por fe
en su obediencia y
sufrimientos. Pero el hombre no puede actuar como el diablo y ser, al
mismo tiempo, un discípulo
de Cristo Jesús. No sirvamos ni consintamos en aquello que el Hijo de
Dios vino a destruir. Ser
nacido de Dios es ser internamente renovado por el poder del Espíritu de
Dios. La gracia
renovadora es un principio permanente. La religión no es un arte, ni
asunto de destreza o pericia
sino una nueva naturaleza. La persona regenerada no puede pecar como
pecaba antes de nacer de
Dios, ni como pecan otros que no son nacidos de nuevo. Existe esa luz en
su mente que le muestra
el mal y la malignidad del pecado. Existe esa inclinación en su corazón
que le dispone a aborrecer y
odiar el pecado. Existe el principio espiritual que se opone a los actos
pecaminosos. Y existe el
arrepentimiento cuando se comete el pecado. Pecar intencionalmente es
algo contrario a él. —Los
hijos de Dios y los hijos del diablo tienen sus caracteres diferentes.
La simiente de la serpiente es
conocida por su descuido de la religión y por su odio a los cristianos
verdaderos. Sólo es justo ante
Dios, como creyente justificado, el que es enseñado y dispuesto a la
justicia por el Espíritu Santo.
En esto se
manifiestan los hijos de Dios y los hijos del diablo. Los profesantes del
evangelio deben
tomar muy a pecho estas verdades y probarse a sí mismos por ellas.
Vv. 11—15. Debemos amar al Señor Jesús, valorar su
amor, y por tanto, amar a todos nuestros
hermanos en Cristo. Este amor es el fruto especial de nuestra fe, y
señal segura de que somos
nacidos de nuevo. Pero nadie que conozca rectamente el corazón del
hombre puede asombrarse ante
el desprecio y enemistad de la gente impía contra los hijos de Dios. —Sabemos
que pasamos de
muerte a vida: podemos saberlo por las pruebas de nuestra fe en Cristo,
de las cuales una es el amor
a los hermanos. No es el celo por un partido de la religión común, ni
afecto por los que son de la
misma denominación y sentimientos que nosotros. La vida de la gracia en
el corazón de la persona
regenerada es el comienzo y el primer principio de la vida de gloria de
la cual están destituidos los
que odian a sus hermanos en sus corazones.
Vv. 16—21. He aquí la condescendencia, el milagro,
el misterio del amor divino: que Dios
redima a la Iglesia con su propia sangre. Seguramente amamos a los que
Dios ha amado y amado a
tal punto. El Espíritu Santo, dolido por el
egoísmo, abandona al corazón egoísta sin consuelo,
dejándolo lleno de tinieblas y terror. ¿Cómo se puede saber si un hombre
tiene el sentido verdadero
del amor de Cristo por los pecadores que perecen, o si el amor de Dios
fue plantado en su corazón
por el Espíritu Santo?, si el amor al mundo y por su bien supera a los
sentimientos de compasión
por el hermano que perece. Cada ejemplo de este egoísmo debe debilitar
las pruebas de la
conversión del hombre; cuando es algo habitual y permitido, decide en su
contra. Si la conciencia
nos condena por pecado conocido, o por descuidar un deber conocido, Dios
también. Por tanto,
dejemos que la conciencia esté bien informada, sea escuchada y atendida
con diligencia.
Vv. 22—24. Cuando los creyentes tienen confianza en
Dios, por medio del Espíritu de
adopción, y por fe en el gran Sumo Sacerdote, pueden pedir lo que
quieran de su Padre
reconciliado. Lo recibirán si es bueno para ellos. Como desde el cielo
se proclamó buena voluntad
para con los hombres, así debe haber buena voluntad para con los
hombres, en particular los
hermanos, en los corazones de los que van a Dios y al cielo. —El que así
sigue a Cristo, habita en
Él como su arca, refugio y reposo, y en el Padre por medio de Él. Esta
unión entre Cristo y las
almas de los creyentes, es por el Espíritu que Él les ha dado. —El
hombre puede creer que Dios es
bondadoso antes de conocerle; pero cuando la fe se posesiona de las
promesas, pone a trabajar su
razón. El Espíritu de Dios obra un cambio; en todos los cristianos
verdaderos, cambia del poder de
Satanás al poder de Dios. Considera, creyente, cómo cambia tu corazón.
¿No anhelas la paz con
Dios? ¿No renunciarías a todo lo del mundo por ella? Ningún provecho,
placer o preferencia te
impedirá seguir a Cristo. Esta salvación está edificada sobre el
testimonio divino, el Espíritu de
Dios.
CAPÍTULO IV
Versículos 1—6. Los creyentes son
advertidos en contra de atender a cualquiera que pretende
tenerel Espíritu. 7—21. El amor fraternal está vigente.
Vv. 1—6. Los cristianos que están bien
familiarizados con las Escrituras pueden discernir, en
humilde dependencia de la enseñanza divina, a los que establecen
doctrinas conforme a los
apóstoles y aquellos que les contradicen. La suma de la religión
revelada está en la doctrina referida
a Cristo, Su persona y oficio. Los falsos maestros hablan al mundo
conforme a sus máximas y
gustos, como para no ofender a los hombres carnales. El mundo los
aprueba, progresan rápido y
tienen muchos seguidores como ellos; el mundo amará a los suyos y los suyos
le amarán. —La
doctrina verdadera de la persona del Salvador, que saca a los hombres
desde el mundo a Dios, es
marca del espíritu de verdad que se opone al espíritu de error. Mientras
más pura y santa sea una
doctrina, más probable que sea de Dios; tampoco podemos probar los
espíritus por ninguna otra
regla, para saber si son o no de Dios. Y ¿qué maravilla es que la gente
de espíritu mundano se aferre
a ésos que son como ellos, y que adecuan sus estratagemas y discursos a
su gusto corrupto?
Vv. 7—13. El Espíritu de Dios es el Espíritu de
amor. El que no ama la imagen de Dios en Su
pueblo, no tiene conocimiento salvador de Dios. Pues ser bueno y dar
felicidad es la naturaleza de
Dios. La ley de Dios es amor; y todos serán perfectamente felices si
todos la hubiesen obedecido.
La provisión del evangelio, para el perdón de pecado, y la salvación de
los pecadores, consistente
con la gloria y la justicia de Dios, demuestra que Dios es amor. El
misterio y las tinieblas aún
penden sobre muchas cosas. Dios se ha demostrado siendo amor para que no
podamos dejar de
alcanzar la felicidad eterna, a menos que sea por la incredulidad y la
impenitencia, aunque la
justicia estricta nos condenara a la miseria desesperanzada por romper
las leyes de nuestro Creador.
—Ninguna palabra ni pensamiento de nosotros puede hacer justicia al amor
gratuito y asombroso
del santo Dios para con los pecadores, que no podrían beneficiarse de Él
ni dañarle, a los que Él
podría aplastar justicieramente en un momento, y a los que, siendo merecedores
de Su venganza, Él
muestra el método por el cual fueron salvados aunque Él podía haber
creado, por Su Palabra
todopoderosa, otros mundos con seres más perfectos si lo hubiera
considerado bien. ¿Investigamos
todo el universo buscando al amor en sus despliegues más gloriosos? Se
halla en la persona y la
cruz de Cristo. ¿Existe el amor entre Dios y los pecadores? Aquí estaba
el origen, no que nosotros
amáramos a Dios sino que Él nos amó libremente. Su amor no podía estar
concebido para ser
infructuoso en nosotros, y cuando su fin y tema apropiados se ganen y
produzcan, puede decirse que
está perfeccionado. Así es perfeccionada la fe por sus obras. Así se
manifestará que Dios habita en
nosotros por Su Espíritu que crea de nuevo. —El cristiano que ama es el
cristiano perfecto; póngalo
en cualquier deber bueno y es perfecto para eso, es experto en eso. El
amor aceita las ruedas de sus
afectos y lo pone en eso que es útil para sus hermanos. El hombre que se
ocupa de algo con mala
voluntad, siempre lo hace mal. Que Dios habite en nosotros y nosotros en
Él, eran palabras
demasiado elevadas para que las usaran los mortales si Dios no las
hubiera puesto delante de
nosotros. Pero, ¿cómo puede saberse si el testimonio de esto procede del
Espíritu Santo? Aquellos
que están verdaderamente persuadidos de ser los hijos de Dios no pueden
sino llamarlo Abba,
Padre. Por amor a Él, odian el pecado y todo lo que no concuerde con Su
voluntad, y tienen el deseo
sano de todo corazón de hacer Su voluntad. Tal testimonio es el
testimonio del Espíritu Santo.
Vv. 14—21. El Padre envió al Hijo, Él deseó Su
venida a este mundo. El apóstol atestigua esto.
Y cualquiera que confiese que Jesús es el Hijo de Dios, en ése habita
Dios y ése en Dios. Esta
confesión abarca la fe en el corazón como fundamento; reconoce con la
boca la gloria de Dios y
Cristo, y confiesa en la vida y conducta contra los halagos y ceños
fruncidos del mundo. —Debe
haber un día de juicio universal. ¡Dichosos aquellos que tendrán osadía
santa ante el Juez en aquel
día sabiendo que Él es su Amigo y Abogado! Dichosos aquellos que tendrán
osadía santa en la
perspectiva de aquel día, que miran y esperan por eso y por la
manifestación del Juez. El verdadero
amor a Dios asegura a los creyentes del amor de Dios por ellos. El amor
nos enseña a sufrir por Él y
con Él; por tanto, podemos confiar que también seremos glorificados con
Él, 2 Timoteo ii, 12. —
Debemos distinguir entre el temor de Dios y tenerle miedo; el temor de
Dios comprende alta
consideración y veneración por Dios. La obediencia y las buenas obras
hechas a partir del principio
del amor, no son como el esfuerzo servil de uno que trabaja sin voluntad
por miedo a la ira del amo.
Son como las de un hijo obediente que sirve a un padre amado que
beneficia a sus hermanos y las
hace voluntariamente. Señal de que nuestro amor dista mucho de ser
perfecto si son muchas
nuestras dudas, temores y aprensiones de Dios. Que el cielo y la tierra
se asombren por Su amor. Él
envió Su palabra a invitar a los pecadores a participar de esta gran
salvación. Que ellos tengan el
consuelo del cambio feliz obrado en ellos mientras le dan a Él la
gloria. —El amor de Dios en
Cristo, en los corazones de los cristianos por el Espíritu de adopción,
es la prueba grande de la
conversión. Esta debe ser probada por sus efectos en sus temperamentos,
y en sus conductas para
con sus hermanos. Si un hombre dice amar a Dios y, sin embargo, se
permite ira o venganza, o
muestra una disposición egoísta, desmiente a su confesión. Pero si es
evidente que nuestra
enemistad natural está cambiada en afecto y gratitud, bendigamos el
nombre de nuestro Dios por
este sello y primicia de dicha eterna. Entonces nos diferenciamos de los
profesos falsos que
pretenden amar a Dios a quien no han visto pero odian a sus hermanos a
los que han visto.
CAPÍTULO V
Versículos 1—5. El amor fraternal
es el efecto del nuevo nacimiento, que hace grato obedecer
todos los mandamientos de Dios. 6—8. Referencia a los testigos que concuerdan en probar que
Jesús, el Hijo de Dios, es el Mesías verdadero. 9—12. La satisfacción que tiene el creyente
por
Cristo, y la vida eterna por medio de Él. 13—17.
La seguridad de que Dios oye y contesta las
oraciones. 18—21. La
feliz condición de los creyentes verdaderos, y el mandato de renunciar a
la idolatría.
Vv. 1—5. El verdadero amor por el pueblo de Dios
se puede distinguir de la amabilidad natural o
los afectos partidistas por estar unido con el amor de Dios, y la
obediencia a sus mandamientos. El
mismo Espíritu Santo que enseñó el amor, tendrá que enseñar también la
obediencia; el hombre que
peca por costumbre o descuida el deber que conoce, no puede amar de
verdad a los hijos de Dios.
—Como los mandamientos de Dios son reglas santas, justas y buenas de
libertad y felicidad, así los
que son nacidos de Dios y le aman, no los consideran gravosos, y
lamentan no poder servirle en
forma más perfecta. Se requiere abnegación, pero los cristianos
verdaderos tienen un principio que
los hace superar todos los obstáculos. Aunque el conflicto suele ser
agudo, y el regenerado se ve
derribado, de todos modos se levantará y renovará con denuedo su
batalla. Pero todos, salvo los
creyentes en Cristo, son esclavos en uno u otro aspecto de las
costumbres, opiniones o intereses del
mundo. La fe es la causa de la victoria, el medio, el instrumento, la
armadura espiritual por la cual
vencemos. En fe y por fe nos aferramos de Cristo, despreciamos el mundo
y nos oponemos a él. La
fe santifica el corazón y lo purifica de las concupiscencias sensuales
por las cuales el mundo obtiene
ventaja y dominio de las almas. Tiene el Espíritu de gracia que le
habita, el cual es mayor que el que
está en el mundo. El cristiano verdadero vence al mundo por fe; ve en la
vida y conducta del Señor
Jesús en la tierra y medio de ella, que debe renunciar y vencer a este
mundo. No puede estar
satisfecho con este mundo y mira más allá de él y continua inclinado,
esforzándose y extendiéndose
hacia el cielo. Todos debemos, por el ejemplo de Cristo, vencer al mundo
o nos vencerá para
nuestra ruina.
Vv. 6—8. Estamos corrompidos por dentro y por
fuera; por dentro, por el poder y la
contaminación del pecado en nuestra naturaleza. Porque nuestra limpieza
interior está en Cristo
Jesús y por medio de Él, el lavado de la regeneración y la renovación
por el Espíritu Santo. Algunos
piensan que aquí se representan los dos sacramentos: el bautismo con
agua, como señal externa de
regeneración y purificación por el Espíritu Santo de la contaminación
del pecado; y la cena del
Señor, como señal externa del derramamiento de la sangre de Cristo, y de
recibirle por fe para
perdón y justificación. Estas dos maneras de limpiarse estaban
representadas en los antiguos
sacrificios y lavados ceremoniales. El agua y la sangre incluyen todo lo
que es necesario para
nuestra salvación. Nuestras almas son lavadas y purificadas, por el
agua, para el cielo y la
habitación de los santos en luz. Somos justificados, reconciliados y
presentados como justos, por la
sangre, a Dios. El Espíritu purificador para el lavado interior de
nuestra naturaleza se obtiene por la
sangre, habiendo sido satisfecha la maldición de la ley. El agua y la
sangre fluyeron del costado del
Redentor sacrificado. Él amaba a la Iglesia y se dio por ella para
santificarla y limpiarla con el
lavamiento del agua por la palabra; para presentársela para sí una
Iglesia gloriosa, Efesios v, 25–27.
Esto fue hecho en Espíritu de Dios y por Él, conforme a la declaración
del Salvador. Él es el
Espíritu de Dios y no puede mentir. —Tres dieron testimonio de las
doctrinas de la persona de
Cristo y su salvación. El Padre, repetidamente, por una voz desde el
cielo declaró que Jesús era su
Hijo amado. La Palabra declara que Él y el Padre eran Uno, y que quien
lo ha visto a Él, ha visto al
Padre. También el Espíritu Santo descendió del cielo y se posó en Cristo
en su bautismo; Él había
dado testimonio de Cristo por medio de todos los profetas, y dio
testimonio de su resurrección y
oficio de mediador por el don de poderes milagrosos a los apóstoles.
Pero se cite o no este pasaje, la
doctrina de la trinidad en unidad sigue igualmente firme y cierta. —Hubo
tres testimonios para la
doctrina enseñada por los apóstoles, respecto de la persona y salvación
de Cristo. —1. El Espíritu
Santo. Venimos al mundo con una disposición carnal corrupta que es
enemistad contra Dios. Que
esto sea eliminado por la regeneración y la nueva creación de almas por
el Espíritu Santo, es
testimonio del Salvador. —2. El agua: establece la pureza y el poder
purificador del Salvador. La
pureza y la santidad actual y activa de sus discípulos están
representadas por el bautismo. —3. La
sangre que Él derramó: este fue nuestro rescate, esto testifica de
Jesucristo; selló y terminó los
sacrificios del Antiguo Testamento. Los beneficios procurados por su
sangre, prueban que Él es el
Salvador del mundo. No es de extrañarse que quien rechace esta evidencia
sea juzgado por
blasfemar del Espíritu de Dios. Los tres testigos son para uno e
idéntico propósito; concuerdan en
una y la misma cosa.
Vv. 9—12. Nada puede ser más absurdo que la
conducta de los que dudan de la verdad del
cristianismo, mientras en los asuntos corrientes de la vida no vacilan
en proceder basados en el
testimonio humano, y considerarían desquiciado a quien declinara hacerlo
así. El cristiano
verdadero ha visto su culpa y miseria, y su necesidad de un Salvador
así. Ha visto lo adecuado de
tal Salvador para todas sus necesidades y circunstancias espirituales.
Ha encontrado y sentido el
poder de la palabra y la doctrina de Cristo, humillando, sanando,
vivificando y consolando su alma.
Tiene una nueva disposición y nuevos deleites, y no es el hombre que fue
anteriormente. Pero aún
halla un conflicto consigo mismo, con el pecado, con la carne, el mundo
y las potestades malignas.
Pero halla tal fuerza de la fe en Cristo, que puede vencer al mundo y
seguir viaje hacia uno mejor.
Tal seguridad tiene el creyente del evangelio: tiene un testigo en sí
mismo que acaba con toda duda
del tema, salvo en las horas de tinieblas o conflicto; pero no pueden
sacarlo de su fe en las verdades
principales del evangelio. —Aquí está lo que hace tan espantoso el
pecado del incrédulo: el pecado
de la incredulidad. Él trata de mentiroso a Dios; porque no cree el
testimonio que Dios dio de su
Hijo. En vano es que un hombre alegue que cree el testimonio de Dios en
otras cosas, mientras lo
rechaza en esto. El que rehúsa confiar y honrar a Cristo como Hijo de
Dios, el que desdeña
someterse a su enseñanza como Profeta, a confiar en su expiación e
intercesión como gran Sumo
Sacerdote u obedecerle como Rey, está muerto en pecado, bajo
condenación; una moral externa,
conocimiento, formas, nociones o confianzas de nada le servirán.
Vv. 13—17. Basados en todas estas pruebas sólo es
justo que creamos en el nombre del Hijo de
Dios. Los creyentes tienen vida eterna en el pacto del evangelio.
Entonces, recibamos agradecidos
el registro de la Escritura. Siempre abundando en la obra del Señor,
sabiendo que nuestro trabajo en
el Señor no es en vano. El Señor Cristo nos invita a ir a Él en todas
las circunstancias, con nuestras
súplicas y peticiones, a pesar del pecado que nos asedia. Nuestras
oraciones deben ser ofrecidas
siempre sometidas a la voluntad de Dios. En algunas cosas son
contestadas rápidamente, en otras
son otorgadas de la mejor manera, aunque no como se pidió. Debemos orar
por el prójimo y por
nosotros mismos. Hay pecados que batallan contra la vida espiritual en
el alma y contra la vida de
lo alto. No podemos orar que sean perdonados los pecados de los
impenitentes e incrédulos
mientras sigan así; ni que les sea otorgada misericordia, la cual supone
el perdón de pecado,
mientras sigan voluntariamente así. Pero podemos orar por su
arrepentimiento, por el
enriquecimiento de ellos con la fe en Cristo, y sobre la base de ella,
por todas las demás
misericordias salvadoras. —Debemos orar por el prójimo y por nosotros
rogando al Señor que
perdone y recupere al caído y alivie al tentado y afligido. Seamos
agradecidos de verdad porque no
hay pecado para muerte del cual uno se arrepienta verdaderamente.
Vv. 18—21. Toda la humanidad está dividida en dos
partes o esferas: el que pertenece a Dios y
el que pertenece al maligno. Los creyentes verdaderos pertenecen a Dios;
son de Dios y vienen de
Él, para Él y por Él; mientras el resto, de lejos la gran mayoría, está
en el poder del maligno; hacen
sus obras y apoyan su causa. Esta declaración general comprende a todos
los incrédulos, cualquiera
sea su profesión, situación o posición o cualquiera sea el nombre por el
que se llamen. El Hijo guía
a los creyentes al Padre y ellos están en el amor y el favor de ambos;
en unión con ambos, por la
morada y obra del Espíritu Santo. ¡Dichosos aquellos a los que es dado
saber que el Hijo de Dios ha
venido, y tienen un corazón que confía y descansa en el que es
verdadero! Que este sea nuestro
privilegio: que seamos guardados de todos los ídolos y las falsas
doctrinas, y del amor idólatra a los
objetos mundanos, y que seamos mantenidos por el poder de Dios, por
medio de la fe, para
salvación eterna. A este verdadero Dios vivo sea la gloria y el dominio
por siempre jamás. Amén.